La
hechicería amorosa que apareció en el Yucatán colonial
fue producto de la asociación cultural de tres tradiciones: española,
africana e indígena. Las personas consagradas a las prácticas
hechiceriles amorosas comprendieron que mientras únicamente emplearan
recursos de la propia herencia tendrían menos posibilidades de
éxito. La hechicería amorosa tiene un origen eminentemente
español, pero encontró en Yucatán el ambiente propicio
para alcanzar un grado de desarrollo más docto. La hechicería
indígena, heredera de una rica tradición mágica,
supo conciliar sus recursos y retroalimentarse con nuevas técnicas,
para beneficio de una clientela cada vez más exigente.
En la época moderna el concierto mágico de la hechicería
cubría tanto las sociedades del occidente europeo como las africanas
y las de Indias Occidentales; estos pueblos poseían culturas que
tendían a lo supersticioso y lo sobrenatural. Yucatán, por
supuesto, no era la excepción y sus habitantes también eran
partícipes de este universo ilusorio. Desde el siglo XVI llegaron
a su territorio individuos procedentes de distintas tradiciones, partícipes
e inmersos en un mundo de supersticiones –vascos, canarios, navarros,
asturianos, gallegos, castellanos, extremeños y andaluces–,
precisamente de las regiones de mayor tradición pitonisa en la
Península Ibérica, a los que igualmente se sumaron esclavos
traídos del África occidental, recreando un ambiente que
contribuyó a ensanchar el firmamento “imaginario” de
las colonias españolas en las Indias. La cultura mágica
indígena se fortaleció con el nuevo orden sobrenatural.
El establecimiento de una trilogía mágica con el predominio
de creencias en seres sobrenaturales jugó un papel fundamental
en el desarrollo de la hechicería amorosa, porque en ella se fusionaron
las costumbres populares de diversas culturas, en beneficio de una sociedad
cada vez más abierta a la usanza de esta clase de prácticas.
La hechicería amorosa y su mundo
La Nueva España conoció durante el siglo XVII el predominio
de los éxtasis, de los milagros y de lo fantasioso; una época
donde las pasiones individuales y colectivas favorecieron el auge de la
brujería y la hechicería. Durante este siglo, en Yucatán
la hechicería amorosa se consagró definitivamente y fue
notoria la fusión de distintas tradiciones culturales. Una porción
importante de las ancestrales prácticas religiosas negras se transfirió
a las Indias, pero debido a la vinculación con un nuevo ambiente
fue inevitable un reajuste entre lo simbólico y lo mágico,
aunque mantuvieron la importancia de la posesión demoníaca
y los lazos con su terapéutica tradicional (Benoist, 1977:97; Aguirre
Beltrán, 1994:106-109).
La llegada de los negros a un ambiente distinto no determinó una
absoluta asimilación de los recursos culturales inherentes con
su nuevo entorno social. Su inserción en un mundo diferente nunca
causó que las viejas prácticas y estructuras culturales
inherentes con su nuevo entorno social. Su inserción en un mundo
diferente nunca causó que las viejas prácticas y estructuras
culturales –creencias, supersticiones y peculiares formas de entender
e interpretar el mundo–, quedaran en el olvido; al contrario, las
posibilidades que encontraron en su nuevo cobijo y la escasa vigilancia
hacia las prácticas de su vida privada les permitieron continuar
representando la cultura espiritual y mágica que traían
de sus lugares de origen. Es decir, los africanos incorporaron todo un
conjunto de ritos, conjuros, prácticas mágicas y hechizos
al catolicismo y a la terapéutica popular (Bastide, 1979: 71).
Los ritos paganos negros se difundieron en toda la provincia, ocasionando
una ruptura de las ortodoxias católicas y provocando que se desarrollaran
importantes cúmulos de brujería, hechicería y otro
tipo de delitos.
Este mismo fenómeno ocurrió con los españoles. Desde
finales del siglo XVI fue cada vez más común el uso y adopción
de legados distintos o los propios. La apropiación cultural se
caracterizó por la adquisición y/o adaptación de
las diferentes herencias ara responder a las necesidades de la esfera
ortodoxa. La hechicería amorosa concilió y adapto a sus
intereses los ofrecimientos y atributos que cada estela cultural le brindada.
En consecuencia, se dio una reciprocidad en tanto los usos prácticos
así lo reclamaban.
La adaptabilidad de ingredientes y rituales de diferentes tradiciones
ocupó un lugar central en el desarrollo de la hechicería
amorosa. Los elementos procedentes de las herencias negra e indígena
desempeñaron un papel fundamental, pues sus respectivos corpus
esotérico-técnicos fueron muy socorridos; sus usos constituyen
la base cuantitativa de la hechicería. Los ingredientes de herencia
europea constituyeron el fundamento cualitativo, ya que eran los que más
veces se utilizaban en los hechizos –el uso de la rosa en los encantamientos
era la fórmula más común–. Es decir, si la
hechicería amorosa operaba a partir de un mayor número de
ingredientes de tradición negra e indígena, el legado europeo
intervino dominando el ámbito práctico.
El impacto que produjo esta comunión de tradiciones fue la retroalimentación
de la hechicería colonial que garantizó un mayor campo de
operación. A mediados del siglo XVII la parcela cultural de la
hechicería amorosa se congració con la gesta de una indiferenciación
en el uso de ingredientes. Se logró establecer una correspondencia
en el empleo de esencias de diverso origen para obtener resultados más
eficaces; un alcance de aplicación más amplio, sin las limitaciones
que proscribía el uso de una tradición determinada. La apropiación
cultural entre las distintas herencias garantizó que el ámbito
de la hechicería amorosa tuviera un horizonte más amplio.
Los ingredientes tenían aplicaciones concretas para determinado
fin o remedio. Polvos, hierbas, objetos diversos o materia animal eran
las substancias que regularmente se empleaban en la elaboración
de los hechizos. En efecto, la hechicería amorosa congregó
recursos europeos conjuntamente con medios autóctonos y de origen
negro para poder proceder. A menudo estos procedimientos especiales se
materializaban en recetas, bebedizos o ungüentos que aseguraban la
apropiación de la voluntad y el criterio de una persona en beneficio
de otra. Estos hechizos sugestivos de amor impuro tomaron el nombre característico
de filtros, fundamentalmente cuando consistían en elíxires
o brebajes que el hechicero hacía ingerir a su víctima en
mezclas de polvos añadidos a los alimentos (Finné, 1978:117-118).
El concierto mágico maya
La llegada de los conquistadores europeos acabó con gran parte
de la cultura material indígena, pero sobrevivió el ritual
mágico difundido muchas veces conjuntamente con ceremonias de origen
católico. Estos rituales se encontraban demasiado intrincados e
íntimamente vinculados con sistemas culturales más amplios
como para extirparlos fácilmente. Los religiosos se esforzaron
por acabar las pautas tradicionales de comportamiento y pensamientos,
pero después de interminables fracasos casi terminaron por aceptar
la realidad. La sociedad maya poseía innumerables “supersticiones”
difíciles de erradicar de su mentalidad; los ritos “paganos”
eran muy frecuentes y se realizaban tanto en el plano individual como
familiar. El clero empezó a tolerarlos cuando vio que no resultaban
peligrosos para la fe católica; pues se dirigían a los espíritus
más humildes de su cosmología. Lo consideraron pecados veniales,
efectos más de la ignorancia que de la perversidad; entonces, cuando
descubrían alguna infracción sólo imponían
leves amonestaciones y penitencias. 1
Los legajos inquisitoriales revelan el notorio conocimiento que hmeno’ob y hechicerías mayas tenían sobre asuntos amorosos. Plantas,
objetos, oraciones y conjuros formaban parte de la riqueza de elementos
utilizados en este tipo de prácticas. La cultura mágica
de los nativos de Yucatán sobrevivió al transcurso de los
siglos; había prácticas y rituales mágicos que provenían
al conocimiento esotérico de los hmeno’ob indígenas.
Los extirpadores de idolatrías del siglo XVI siempre se quejaron
de que los indígenas continuaban adorando “demonios”
y “falsas deidades”. El Santo Oficio, la iglesia y las autoridades
civiles condenaron severamente este tipo de prácticas; en Yucatán,
desde 1551 el oidor Tomás López Medel proscribió
y exigió a los indios recién bautizados el abandono de “todas
supersticiones, y agueros, y adiuinaciones, y hechizerías, y sortilegios,
y no echen suertes, ni quenten Maizes, por saber lo que [ha de] venir,
ni canten, ni publiquen sueños, como cosa verdadera, ni agueros,
ni consientan que otros lo hagan fiesta del fuego, que hasta ahora en
dicha prouincia se hazía” (López Cogolludo, 1957:300).
No obstante, sus Ordenanzas fueron desdeñadas con reiterada frecuencia.
En el siglo XVII Pedro Sánchez de Aguilar aún escribía
que ciertos hechiceros empleaban el lenguaje de su “gentilidad”
para ensalmar mujeres en el parto o a algunos enfermos, otros se dedicaban
a la cura de picaduras de serpientes o a los sortilegios realizados echando
suertes con semillas de maíz. Pero destacaba el papel de las hechiceras
que tenían la potestad de abrir las rosas antes de su germinación
para controlar la voluntad e los hombres o confeccionar un hechizo de
rosas molidas disueltas en chocolate para enajenar a los maridos (Sánchez
de Aguilar, 1937:123-124). Las representa como verdaderas artífices
de la hechicería amorosa. En su opinión era necesaria la
imposición de leyes más rigurosas contra esta personas para
evitar los muchos males que ocasionaban (Sánchez de Aguilar, 1937:
133-134). La aplicación de leyes inflexibles contra los trasgresores
del orden quizá hubiera disminuido el número de “pecados”
cometidos en la provincia, pero la legislación esgrimía
que estas personas eran ignorantes e incapaces de entender los verdaderos
designios de la fe, aunque igualmente reconocía que “los
indios recién convertidos son incapaces de dolo, ignorantes, rústicos,
bárbaros. Es así que sus delitos por estas causas son excusables,
luego no deben ser castigados sus delitos según el rigor del Derecho
y por lo mismo no se les debe encarcelar, etc.” (Sánchez
de Aguilar, 1937: 24).
El
mundo social de la hechicería amorosa
La hechicería
en el Yucatán colonial disfrutó de gran aceptación
en la sociedad en general. El mosaico étnico de la provincia permitió
el desarrollo de creencias mágico-religiosas. Indios, españoles,
mestizos, negros, mulatos y pardos participan por igual en ceremonias
y ritos paganos (Farris, 1992: 460; Cervantes, 1994: 60). En las soledades
de los bosques y en los oscuros sótanos de las casas de los pueblos
y ciudades, las personalidades de los brujos, hechiceros y curanderos
burlaban los principios prescritos en la religión. Los diferentes
estratos tenían en la sociedad una participación distinta,
la convivencia cotidiana entre castas, indígenas y criollos o españoles
ocasionó una virtual desaparición de las creencias “supersticiosas” asociadas con cada estrato.
Con el primer tercio el siglo XVII comenzó un periodo en el que
fue cada vez más fuerte la comunión de creencias mágicas
asociadas con la hechicería, e inició un proceso en el cual
los principios relativos al “encanto” y a las “supersticiones”
se incorporaron en transferencias mutuas, no sólo entre las clases
subalternas sino también con los estratos superiores, quienes frecuentemente
acudían a la hechicería indígena por consejo y ayuda.
La villa de San Francisco de Campeche fue un caso excepcional; el predominio
del ambiente sociocultural y la escasez de sacerdotes ocupados en la administración
de la doctrina católica (Cárdenas de Valencia, 1937: 89-93)
engendraron una atmósfera de contravenciones al orden social y
religioso. Las socorridas actitudes que la Inquisición consideró
paganas y “supersticiosas” tuvieron en la villa campechana
el escaparate favorable en virtud de la poca vigilancia eclesiástica
hacia los indígenas y personas de castas. Estas fueron algunas
de las razones por las que en esta jurisdicción los delitos y pecados
contra la fe fueron mucho más comunes que en el resto de la provincia.
Según Marta Espejo, en Campeche el número total de los delitos
perseguidos por la Inquisición fue ochenta por ciento mayor que
en Mérida (Espejo, 1974: 57, 115, 174). Quizá, como asumía
un inquisidor a mediados del siglo XVII, la mayor preponderancia en los
delitos se debía al poco celo de la vigilancia religiosa. En 1659,
el padre fray Antonio Romero, guardián del convento de la villa,
remitió una carta al Santo Oficio de México en la cual argüía:
En esa villa y puerto de San Francisco de Campeche no puede asistir
el ministro Melchor de Alamilla Valderas, nuestro comissario en ella,
por tener su asistencia personal en la ciudad de Mérida y que de
repente no le ai, y que en dicho puerto ai mucho género de gentes
españoles, negros, mulatos y mestiços, y forçosamente
necesitan de persona que acuda a usar y exerçer el dicho officio
y que sea tal qual conviene e importa para la major autoridad y luçimiento
del, y que en quanto fuere posible cumpla con las obligaçiones
que le tocan a el serviçio de Dios nuestro señor y de su
santa fe católica (“Cartas de varios lugares remitidas
al Santo Oficio de la Inquisición en el año de 1659”,
29 de jul de 1959, AGNM, Inquisición, Vol. 442, Exp. 2, Fs. 648v-649v;
véase también Sánchez de Aguilar, 1937: 174-175).
El fomento de actitudes contrarias al buen ordenamiento de la moralidad
y de la fe católica se debía a la notoria carestía
de religiosos en toda la Nueva España, aunque también a
la escasa vigilancia y a las confusiones dogmáticas de los participantes.
Finalmente, los religiosos toleraron estas prácticas ya que la
Iglesia de Yucatán, como sucedió en otras partes, se preocupó
más por perseguir a los practicantes de las leyes judaicas o mahometanas
y a los herejes protestantes (léase heterodoxos), porque consideraba
que le disputaban la supremacía ideológica y ritual. Cuando
se encargaba de la magia o hechicería, su interés se centraba
en la persona y los fines que perseguía (Farris, 1992: 458), pero
comúnmente quedaba exento de los castigos del Santo Oficio. Es
necesario enfatizar que los indios no estaban bajo la tutela de la Inquisición.
El placer de los saberes.
Aprendizaje y conocimiento de la hechicería amorosa
La hechicería en una sociedad se desarrolla a partir de las necesidades,
deseos y contingencias de sus miembros; entonces surgen individuos capaces
de establecer una jerarquía de fuerzas favorables y adversas: los
hechiceros (Castiglioni, 1993: 67). La personalidad de éstos se
distingue por sus conocimientos; sus cualidades suelen manifestarse en
alucinaciones, sueños, visiones, así como en una desarrollada
capacidad para inducir las fuerzas en beneficio de un deseo. Los hechiceros
tienen la destreza suficiente para lograr un estado de encantamiento por
medio de determinados métodos especiales: las prácticas
y los ritos mágicos.
La antigua tradición prehispánica de los hmeno’ob poseedores de los conocimientos esotéricos continuó floreciendo
durante la Colonia. Entre ellos había yerbateros, hueseros, sobadores,
parteras y adivinos, quienes tenían un papel relevante en las comunidades.
Por lo regular también existían hmeno’ob dedicados a controlar las fuerzas de la naturaleza; sus actividades mágicas
se dirigían a provocar enfermedades y males, manipular las voluntades
ajenas para cambiar los sentimientos de amor en odio y viceversa.
En el centro de la Nueva España la persona con facultades para
práctica de la hechicería asumía su papel cuando
se le manifestaba alguna muestra de predestinación (por ejemplo,
los sueños). Frecuentemente esto ocurría durante la infancia,
y desde ese momento comenzaba a instruirse en las artes mágicas.
No obstante, la mayoría de las veces constituía parte de
la tradición familiar (por medio de las enseñanzas del padre,
madre u otro pariente); desde pequeño fungía como ayudante
y era instruido sobre diversas técnicas y enfermedades, aunque
también existieron “maestros” encargados de la enseñanza.
En el Yucatán colonial la formación de los hechiceros solía
ser similar, generalmente involucrada la transmisión de conocimientos
en el seno de la familia. Una mulata de los barrios de Mérida aprendió
a realizar encantamientos y hechicerías por la enseñanzas
de su padre, quien más tarde también adiestró a su
yerno (“Testimonio de Diego Suárez”, 1673, AGNM, Inquisición,
Vol. 627, Exp. 6, Fs. 278-278v). Ana de Sosa, vecina de Campeche, se inició
en la práctica de la brujería porque su madre la instruyó
desde pequeña (“Proceso contra Ana de Sosa”, 1612,
AGNM, Inquisición, Vol. 297, Exp. 5, S/FL).
El empleo de “maestros” indígenas fue tal vez el procedimiento
más acreditado para aprender rituales y métodos mágicos.
Sin embargo las artes y técnicas mágicas no siempre eran
transferibles porque no todas las personas poseían facultades o
condiciones emocionales para operarlas (Farris, 1992: 459). El escaso
conocimiento de las técnicas mágicas podía tener
consecuencias funestas. María Vergara estuvo en cama durante varios
meses porque tenía “viçiones y como unas manadas de
ratones” ya que el indio Antonio Cauich nunca terminó de
enseñarle embrujos y encantos (“Testimonio de Juana de Bobadilla”,
1672, AGNM, Inquisición, Vol. 360, Fls. 275-276).
Existen testimonios de que los negros también formaron parte de
este proceso. En 1622 la negra meridana Francisca Gallegos, esclava de
Pedro Palma, ofreció a la española Leonor de Medina enseñarle
algunos encantamientos (“Denuncia contra una negra llamada Francisca
Galllegos, esclava, por brujería”, 1622, AGNM, Inquisición,
Vol. 342, Exp. 12, Fl. 349).
Estas noticias avizoran una horizontalidad social mucho más flexible;
es decir, los lazos de unión, comunicación e interacción
directas de españoles, castas e indios del mundo colonial fueron
más usuales y frecuentes de lo que regularmente se piensa. Las
transmisiones culturales no se interrumpían debido a barreras de
grupo social o étnico, sino por el contrario hubo una difusión
creciente. La ruptura de la diferenciación social permitió
una mayor simbiosis cultural, favoreciendo, por ejemplo, que la hechicera
negra Úrsula Sepúlveda, divulgará sus conocimientos
a Micaela Montejo, mulata del barrio de San Cristóbal de Mérida
(“Testimonio de Gertrudis de Trejo”, 1672, AGNM, Inquisición,
Vol. 621, Fl. 253v). El negro esclavo Juan de Argáez, cuando huyó
de su amo hacia las montañas, tuvo la oportunidad de aprender hechicerías
y brujerías de los indios que habitaban esa región (“Testimonio
de Pedro de Lara Bonifás, regidor de Mérida”, 1673,
AGNM, Inquisición, Vol. 516, Exp. 12, Fl. 561v).
El proceso de enseñanza-aprendizaje también tuvo repercusión
e influencia entre los españoles, particularmente entre las mujeres.
Leonor de Medina fue instruida por varios maestros indios y después
de varios años de ejercer, adquirió gran prestigio como
hechicera (Cf. “Testimonio de Juana Goncález de Prado”,
1616, AGNM, Inquisición, Vol. 316, Fl. 319; “Testimonio de
Ysabel de Mora y Ana de Garibay”, 1616 AGNM, Inquisición,
Vol. 316, Fls. 317-316). La Española María Maldonado entendía
del encantamiento de rosas, y solía hacer hechizos por las enseñanzas
de una india del pueblo de Suma (“Testimonio de María Méndes,
mestiza conocida por la Homá”, 1672, AGNM, Inquisición,
Vol. 621, Fl. 239v).
El aprendizaje de la hechicería demandaba ciertos principios que
los aprendices debían cumplir completamente. El tiempo necesario
para adquirir los conocimientos de encantos y hechicerías era de
nueve noches sin dormir, en vela absoluta. Así, el mulato meridano
Agustín Díaz en 1666 dedicó nueve noches completas
a conocer los secretos de los encantamientos (“Testimonio de Diego
Suárez”, 1673, AGNM, Inquisición, Vol. 627, Exp. 6,
Fl. 278)
2 , el hijo de un tal Brito, criado de Gaspar de Salazar, en 1672 estuvo
aprendiendo encantamientos también durante nueve noches en vela
(“Testimonio de Joseph de Herrera”, 1672, AGNM, Inquisición,
Vol. 627, Exp. 6, Fl. 276). Algunos hechizos requerían nueve días
para ser eficaces. Para retener a su marido, Catalina Rodríguez
de Nájera solía colocar debajo de su brazo izquierdo, durante
nueve días, cinco cosas de color amarillo que luego disolvía
en el chocolate que ése ingeriría (“Testimonio de
Catalina Rodrigues de Naxara”, 1622, AGNM, Inquisición, Vol.
360, Fl. 272).
Después del proceso de formación tenían lugar nueve
ceremonias iniciáticas. Para los mayas, el nueve era un número
sagrado asociado con la muerte y el inframundo; y los rituales de origen
cristiano también conferían importancia al número
nueve, quizá en relación con el novenario católico.
La relación inframundo-muerte revelaba al hombre su muerte iniciática,
necesaria para convertirse en hechicero. Durante el ceremonial visitaba
los montes sagrados y la iglesia pronunciando oraciones y entregando ofrendas.
También bebía aguardiente. Los padres tenían un relevante
papel en el ritual tal vez como consecuencia de que la iniciación
implicaba volver a nacer. La muerte iniciática significaba desaparecer
como hombre profano para renacer como hombre sacralizado, dotado de poderes
sobrenaturales (De la Garza, 1987: 1097-1102). Las fuentes coloniales
no mencionan la iniciación por medio de los sueños, pero
es admisible que haya existido, pues la creencia en imágenes oníricas
es mencionada por Pedro Sánchez de Aguilar: “Creen en sueños,
y los interpretan, y acomodan según las cosas que tienen entre
manos” (Sánchez de Aguilar, 1937: 121).
Los hechiceros novohispanos eran individuos capaces de controlar las fuerzas
sobrenaturales y que a veces, por causa de envidias, venganzas o resentimientos
de odio en amor y los de amor en odio. Entre los hechiceros había
especialistas en determinadas técnicas: Arisna, una hechicera mulata
que vivió en Campeche durante la primera mitad del siglo XVII,
cultivó los soplidos, que prodigaba sobre ciertos efectos personales
para encantar humanos (“Testimonio de Catalina Antonia de Rojas”,
1626, AGNM, Inquisición, Vol. 360, Fl. 276). Los indios y los negros
destacaron por el empleo de muñecos hechos con algún objeto
personal que simulaba la efigie del individuo al que quería dañarse,
ya que, se suponía, conservaba su personalidad. Los muñecos
se confeccionaban con tela o cera, y para hacer el maleficio se atravesaban
con espinas y otra fórmula (Quezada, 1990: 321-324): algunos indios
de Mérida eran expertos en la elaboración de “muniecos
con pelos” utilizados para encantar hombres (“Testimonio de
Ygnacia Lopes”, 1672, AGNM, Inquisición, Vol. 626, Fls. 206-206v).
En el mundo colonial yucateco la hechicera fue un personaje familiar,
pues a diferencia del hombre, su personalidad sobresalió notablemente.
Se dedicaba sobre todo a la hechicería amorosa proporcionando sustancias
para favorecer las relaciones entre una mujer y un hombre, que generalmente
resultaría improbables, cuando no imposibles –por ser uno
de los dos casado o por pertenecer a estratos sociales demasiado dispares–.
La hechicera corregía o evadía las reglas del juego social
vigente y desempeñaba un papel “lubricante”, porque
por sus medios pretendía suavizar o transgredir las reglas en teoría
rígidas, y crear un campo de mayor libertad donde la gente se libraba,
al menos simbólicamente, de las limitaciones y de las restricciones
impuestas por el orden social (Alberro, 1987: 88).
En la provincia de Yucatán reinó la figura de la española
como remediadora de asuntos amorosos, seguida por la mujer indígena.
En menor proporción aparecían la mulata y el varón
indígena, además del español, la negra y el negro,
la mestiza y el mestizo, la parda y el mulato. Por lo general, eran residentes
de los barrios y arrabales de la ciudad de Mérida, y de las villas
de San Francisco de Campeche y Valladolid, o de los pueblos de Chuburná,
Suma, Nolo, Yaxikin, Oxkutzcab, Sacalum, Samahil y Sotuta.
Frivolidades
y perversiones urbanas.
Clientes de la hechicería amorosa
Podría suponerse, por la documentación existente, que la
hechicería amorosa era un fenómeno exclusivo del ámbito
urbano, es decir, de Mérida, Campeche y Valladolid. Las fuentes
sólo mencionan los “encantamientos” realizados en estos
lugares; pero puede conjeturarse que tal práctica no se restringía
a éstos, sino que se extendía a los pueblos indígenas,
pero debido a la naturaleza del Santo Oficio era imposible conocer lo
que ahí sucedía.
La clientela de la hechicería confirma que las mujeres españolas
eran las mayores solicitantes del servicio, seguidas muy de lejos por
mulatas, pardas, mestizas, indias y morenas. Existe un natural predominio
de la española, quien aparentemente tiene una mayor inseguridad
económica y preocupación por las actitudes masculinas.
Las causas de solicitud son distintas. La casada empleó con mayor
frecuencia la hechicería amorosa porque restringida al ámbito
doméstico, aparentemente, carecía de voluntad y era objeto
de sevicia o malos tratos. Por medio de la hechicería podía
adquirir el control de la voluntad masculina y decidir el comportamiento
del marido. La sumisión se refleja en la incapacidad de enfrentarlo,
ya que empleaba otros instrumentos para oponérsele. En una sociedad
jerarquizada como la colonial yucateca, la mujer estaba aliada a la hechicería
amorosa como recurso para defenderse, ya que podía modificar la
actitud masculina y disponer de los medios para tratar de “amansar”
al marido que le daba malos tratos por andar distraído con otra
mujer, o bien, por insatisfacción sexual, para establecer comunicación
amorosa con otro hombre.
La viuda responde a otro tipo de necesidades. Se remite a aspectos de
orden económico y/o erótico-sexuales. En ocasiones, la mujer
que enviudaba perdía la estabilidad económica a la que estaba
acostumbrada porque las deudas y malas inversiones del occiso habían
despilfarrado la fortuna familiar. Al no contar con la ayuda y el sostenimiento
de un marido, las mujeres buscaban someter un hombre a su voluntad por
medio de “encantamientos”; el establecimiento de una nueva
relación les proporcionaría seguridad y solvencia económica.
Al mismo tiempo, la viuda también estaba privada y estigmatizada
de mantener relaciones sexuales, entonces solía ocasionalmente
recurrir a la hechicería como un recurso para satisfacer sus impulsos
de carácter erótico.
La concubina o manceba fue una persona común en el mundo colonial.
Los hombres asumieron su papel en una sociedad donde las mujeres de las
clases más desvalidas económicamente –mulatas, negras,
mestizas y pardas– a veces tenían la necesidad de establecer
relaciones “ilícitas” para disfrutar la seguridad de
un hogar, alimentación y vestido que un hombre les podía
brindar. No obstante, la misma inestabilidad de la relación condicionaba
la permanencia del hombre por poco tiempo, por ello la hechicería
amorosa fungía como una poderosa fórmula de retención.
Eventualmente se pretendió, por medio de la hechicería,
solidarizar la relación con un matrimonio conveniente, para alcanzar
una mejor posición social. En su condición de concubina
la mujer era “inestable” y solicitaba la hechicería
amorosa con fines de ligadura, para enajenar la voluntad de su
amante, tratando de “individualizarlo” para si. Igualmente
utilizó la hechicería para garantizar el aborrecimiento
de la esposa y que el hombre le consagrara su absoluta dedicación;
al no lograr estos propósitos pretendió, mediante brujerías,
matar a su rival o al mismo amante.
La doncella acogió la hechicería porque le ofrecía
la oportunidad de celebrar un matrimonio acomodado o porque “enajenada
de los sentidos” no conseguía desprenderse el amor que sentía
por un hombre que la ignoraba. Era un medio para establecer comunicación
amorosa con el individuo.
Frecuentemente se hacían solicitudes para tratar de modificar un
comportamiento no deseado, por lo regular se pretendía variar la
conducta del varón. Las mujeres ansiaban constituir formas de dominio
en las cuales su voluntad no estuviera al servicio exclusivo de los hombres,
pero al carecer de recursos para lograr las dádivas de aquéllos,
lo más eficaz solía ser la práctica hechiceril. Ésta
constituyó un medio efectivo para ejercer poder sobre el hombre.
Con la hechicería amorosa trataban de apropiarse de las virtudes,
actitudes y emociones del varón; también redefinían
la dualidad amor/odio, atracción/rechazo, ligar/desligar, que la
mujer condicionaba según sus exigencias y necesidades. Las solicitudes
de las mujeres siempre estuvieron destinadas a beneficiar su relación
con un hombre.
Aspectos
sociales de la hechicería amorosa
Las hechiceras dedicadas a los asuntos amorosos no fueron exclusivas de
las clases menos favorecidas. Españolas de posición acomodada
aparecieron con atributos y dones para encantar. María Maldonado,
peninsular de la élite yucateca, utilizó a muchas personas
para hechizar a sus amantes, pero igual fue reconocida por ser gran hechicera.
Los testimonios revelan que las mujeres de menor jerarquía social
no eran las únicas cultivadoras de las artes mágicas. Obviamente
no era la madurez, la pobreza o la soledad lo que las obligaba a refugiarse
en los recursos mágicos; quizá fue la sensación de
poder y de control uno de los motivos que germinó este tipo de
acciones.
La condición social y económica de la clientela no fue impedimento
para que tal o cual mujer requiriera los servicios de alguna hechicera
indígena, mulata o española. Las clientas con mayores recursos
económicos habitualmente contaban con damas de compañía
o criadas –por lo regular mulatas, negras o indígenas–
que conocían a otras personas que en cierto momento podían
brindar un servicio. Había una especie de red que permitía
el trato entre diversos grupos sociales incluyendo a mujeres de todos
los grupos socioétnicos.
Entre las élites el proceso iniciaba cuando una clienta consultaba
con alguna hechicera para resolver sus dramas amorosos. Tras el primer
éxito la solicitante rara vez se detenía; una y otra vez
era visitada por la especialista en su residencia, y en caso de alguna
emergencia enviaba a su servidumbre por ella. Como resultado, con relativa
frecuencia la clienta terminaba convirtiéndose en una experta.
Las redes se fueron construyendo informalmente. Las más o menos
frecuentes reuniones para aliviar sus conflictos sexuales hicieron que
las mujeres establecieran una complicada y extensa red integrada por madres,
hijas, tías, amas criadas, esclavas, etc., enseñándose
mutuamente diferentes ritos, hechizos y conjuros. Esto permitió
la funcionalidad y la difusión de la hechicería con sus
respectivas repercusiones en la élite.
Muchas hechiceras eran indígenas. Los celos, las pasiones no correspondidas,
las enemistades, los desamores, los temores, las ligaduras y desligaduras
constituyeron el campo de ejercicio de una famosa hechicera india del
pueblo de Chuburná, en las cercanías de Mérida, que
fue reconocida por su especial capacidad para recuperar el equilibrio
perdido en la conducta del hombre. Ixcach fue importante en la sociedad
yucateca del siglo XVII. Se desenvolvía tanto en el ámbito
de los encumbrados grupos sociales como entre aquellos con menos recursos.
Entre su clientela había muchas mujeres de la élite colonial.
Las féminas de la alta sociedad la requerían frecuentemente
para solicitarle favores del ánimo amoroso. Su papel era facilitar
polvos y bebedizos amatorios para entorpecer y cambiar voluntades.
La mayoría de las veces, a las españolas se adjudicaba el
papel de especialistas. La más connotada hechicera española
fue Leonor de Medina y Chávez, quien nació en 1578 en el
seno de una rica familia de la villa de Valladolid. Muy joven contrajo
nupcias con el heredero de una poderosa familia de la élite colonial.
Francisco Mallén Navarrete y Rueda, familiar del Santo Oficio y
encomendero de varios pueblos de la provincia. A principios del siglo
XVII, Leonor aprendió a hacer encantamientos y brujerías.
Las enseñanzas de unos indios le sirvieron para ligar y atraer
hombres. Sus dotes mágicas eran tan notorias que en una ocasión
la célebre Ixcach la señaló como gran hechicera.
Las redes de interacción social se difundieron por motivos hechiceriles,
y establecieron una mayor cercanía entre clases: la morena Isabel
requirió la ayuda de la india Catalina Puc para retener a su marido
Domingo; una mestiza viuda encargó a cierta criada india un hechizo
para ligar a su amante Juan Santos; los llamados de la hija de una parda,
de nombre Magdalena, fueron escuchados por la española Ana Ventura,
quien mediante encantamientos logró que retuviera a su amante.
Las señoras españolas al implementarse nuevas redes sociales
tuvieron que acudir a sus esclavas y criadas como confidentes de sus problemas
sentimentales. La servidumbre, conocedora de remedios o de personas con
ciertas destrezas mágicas, al hallarse en la posibilidad de mantener
una mayor movilidad física que sus amas, asistió como puente
entre la nobleza y los grupos subalternos (Navarrete, 1995: 160). No obstante,
el rencor y el odio de las esclavas fueron motivos suficientes para delatar
las actividades supersticiosas de sus amas. En 1616 la morena Cathalina
Farfán, esclava del capitán Hiernando de Yanguas, denunció
a María Manrique, su ama, pues para saber la fecha en que su esposo
arribaría de España mandó a llamar a Juana de Ochoa
(“Testimonio de Cathalina Farfán”, 1616, AGNM, Inquisición,
Vol. 388, Fls. 343-388v).
Las redes también fueron causa de múltiples aprehensiones
contra mujeres que empleaban la hechicería, su establecimiento
en los diversos ámbitos sociales y étnicos originó
que a veces las averiguaciones sobre una denuncia revelaran cuan extendida
estaba esa práctica. En 1672 aparecieron en las listas, testimonios
de aproximadamente sesenta personas declarando ante el comisario de Mérida
por varias denuncias recibidas; en la comisaría de la villa de
Campeche ocurrió lo mismo en 1616, 1626, 1639. Muchas de las redes
formadas se mantuvieron durante años, pero las envidias, venganzas
o resentimientos provocaron que una o varias de las personas enteradas
de los hechos delataran a alguna de estas mujeres. El Santo Oficio favorecía
los testimonios por el incógnito de una declaración y cuando
llamaba a testificar nunca revelaba los motivos, sino que citaba al testigo
y el mismo temor a la Inquisición solía producir denuncias
masivas. Gracias a las redes desenmascaradas fue posible conocer y reconstruir
el mundo del “encantamiento de hombres”.
El siglo XVII fue un periodo de retroalimentación de las tradiciones
culturales, donde la convergencia de diferentes herencias contribuyó
a la construcción de un mundo espiritual con la participación
de creencias de distintas síntesis. La hechicería indígena
fue favorecida porque amplió sus conocimientos con una práctica
desconocida en la región antes de la llegada de los españoles,
la de tipo amoroso. Su desarrollo comenzó cuando las españolas
peninsulares tuvieron necesidad de reproducir sus antiguas formas mágicas
con la esperanza de solucionar un conflicto, y recurrieron a las especialistas
españolas en estas artes; en la práctica pronto se incorporaron
las tradiciones mágicas indígenas y negras que beneficiaron
enormemente su florecimiento. La hechicería amorosa fue el principal
recurso para ayudar a la mujer en sus momentos más infortunados.
Apéndice
Hechiceras
(os) dedicadas (os) a fines amorosos en la provincia de Yucatán
durante el siglo XVII AGNM, Inquisición
AÑO |
HECHICERA
(O) |
GRUPO
ETNICO |
RESIDENCIA
|
VOL.
|
FOLIOS |
1616 |
Ixcach |
India
|
Chuburná |
316 |
316,
317 |
1616 |
Leonor
de Medina |
Española |
Mérida |
316 |
244v |
1626 |
Catalina
Puc |
India |
Campeche |
360 |
273 |
1626 |
Arisna |
Mulata |
Campeche |
360 |
276 |
1626 |
Isabel
Martín |
Española |
Campeche |
360 |
618 |
1626 |
Juana
Pat |
India |
Campeche |
360 |
273v |
1626 |
Justa
Pat |
India |
Campeche |
360 |
618 |
1626 |
Lucía
Puc |
India |
Campeche |
360 |
273V |
1626 |
Pablo
Puc |
Indio |
Campeche |
360 |
617v |
1626 |
Vega |
Español |
Campeche
|
360 |
272,
272v |
1634 |
Francisca
de Llanos |
Mulata
|
Mérida |
380 |
359 |
1639 |
Ana
González |
Española |
Campeche |
388 |
419,
419v |
1639 |
Juana
Delgado |
Mulata |
Campeche |
388 |
412,
416v. |
1639 |
María
de Salas |
Mulata |
Campeche |
388 |
417v |
1658 |
Agustina
de la Cerda |
Mulata |
Campeche |
443 |
495 |
1658 |
Ana
de Ortega |
Parda |
Campeche |
443 |
s/fol. |
1666 |
Agustín
Díaz |
Mulato |
Mérida |
627 |
278 |
1672
|
Agustina
Parda |
(¿?) |
Mérida |
626 |
300v |
1672 |
Agustina
Novelo |
Española |
Mérida |
621 |
262 |
1672 |
Ana
María |
Española |
Mérida |
626 |
302 |
1672 |
Ana
Medina |
Española |
Mérida |
621 |
184 |
1672 |
Ana
Pech |
India |
Mérida |
621 |
191v |
1672 |
Ana
Ventura |
Española |
Mérida |
621 |
142v |
1672 |
Juana
Chan |
India |
Campeche |
621
|
184v |
1672 |
Antonio
Cahuich |
Indio |
Mérida |
620 |
621
598v 25 |
1672 |
Catalina
Alvarez |
Española |
Mérida |
620 |
598 |
1672 |
Diego
de la Rocha |
Español |
Mérida |
621 |
138v |
1672 |
Florentina
Pool |
india |
Mérida |
621 |
249v |
1672 |
Francisco
Mix |
Indio |
Mérida |
621
|
179 |
1672 |
Gertrudis
de Rey |
Española |
Mérida |
621
|
245 |
1672 |
Ignacia
López |
Española |
Mérida |
626
|
300 |
1672 |
Isabel |
Mulata
|
Mérida |
626 |
299
|
1672 |
Isabel
Beleño |
Española |
Campeche |
621 |
627
179 276v |
1672 |
Isabel
Canul |
India |
Mérida |
628 |
4 |
1672 |
Juana
Rosado |
Española |
Mérida |
626 |
206v,
208v |
1672 |
Leonor
Nava |
Española |
Mérida |
566 |
554 |
1672 |
Lucas
de Arguello |
Negro |
Mérida |
621 |
245 |
1672 |
Brígida
Pacheco |
Española |
Mérida |
627 |
276v |
1672 |
Mariana
Santiago |
Española |
Mérida |
627 |
276v |
1672 |
Dominga |
Mulata |
Mérida |
626 |
359 |
1672
|
Ana
Magaña |
Mestiza |
Mérida |
621 |
239 |
1672 |
María
de Vergara |
Española |
Mérida |
621 |
245,
249 |
1672 |
Luisa
de Alamilla |
Española |
Mérida |
621 |
139 |
1672 |
María
Maldonado |
Española |
Mérida |
620 |
621
598v 184 |
1672 |
María
Pech |
India |
Mérida |
621 |
245v |
1672 |
Micaela
Montejo |
Mulata |
Mérida |
620
|
626
598v 300v |
1672 |
Ursula
de Sepúlveda |
Española |
Mérida |
621
|
139v
253v |
1672 |
Ursula |
Negra |
Mérida |
620
|
598v |
1672 |
Brito
|
¿mestizo? |
Mérida |
627 |
276 |
1676 |
Ana
de Ventura |
Española |
Mérida |
566
|
558v |
1696
|
María
de Aragón |
Española |
Mérida |
697
|
297 |
|