El
culto al Cristo de las Ampollas se presenta aquí como una muestra
de forma por medio de la cual la Iglesia Católica ejerció
un vasto control social, vía creencias, sobre un importante número
de grupos del Yucatán colonial.
En el contexto específico colonial y decimonónico yucateco
nos daremos a la tarea de mostrar cómo y quienes toman las decisiones
y qué metas persiguen. A lo largo de su historia, el Cristo Ampollado
aglutinó a su alrededor primero a indígenas mayas de una
comunidad rural, y luego a la sociedad variopinta de la principal urbe
del estado de Yucatán: Mérida. Los entrejuegos de poder
y control de los miembros de la Iglesia en Yucatán, a través
de una imagen, no son privativos de su historia, y el ejemplo que aquí
abordaremos tampoco es el único. Sin embargo, consideramos importante
ponerlo sobre la mesa por varios motivos: primero, porque la imagen del
Cristo Ampollado fue constituida como una de las más importantes
para su culto en estos rincones de la geografía; segundo, porque
es una muestra singular del ejercicio del control social a través
de símbolos religiosos católicos, y, tercero, porque estos
procesos sociales no son privativos de la historia. Hoy por hoy, tanto
en Yucatán como en otros lares, se están viviendo situaciones
semejantes, por lo que su análisis nos permite comprender mejor
la sociedad actual.
El Cristo de las Ampollas
La historia
de la devoción por El Cristo de las Ampollas, una de las imágenes
católicas más veneradas en Mérida hoy día,
tuvo su origen en el pueblo de Ichmul
2 . Al inicio del seiscientos y siendo
Obispo Fray Juan de Izquierdo, culminó parte de la querella entre
los cleros secular y regular sobre la posesión de parroquias, una
larga historia de la cual únicamente tomaremos los pasajes más
importantes para entender el contexto sociopolítico en el que se
enmarca la aparición del mencionado Cristo.
A la muerte del Obispo de Yucatán, Fray
Diego de Landa, el 29 de abril de 15793 , el Venerable Cabildo Sede Vacante,
nombró por Vicario Capitular a Don Cristóbal de Miranda,
quien por auto del 27 de mayo de 1579, declaró que determinados
curatos, entre ellos el de Ichmul, pasaran a la administración
del clero secular. Esta decisión fue tomada por injusta por el
clero regular (entiéndase la orden franciscana), que alegaba haber
sido fundador y catequizador de dichos pueblos (Carrillo y Ancona, 1979:341-352).
Conflictos y protestas se dieron a partir de ese año, llegando
al Real consejo de Indias y al Rey quien, en Real Cédula de 9 de
mayo de 1602, mandó que las doctrinas de Ichmul, Hocabá,
Tixkokob y Tichel quedaran bajo la administración del clero secular
(Carrillo y Ancona, 1979:349; Santiago, 1993: 22-23; Pérez Alcalá,
1919:247).
Los medicantes franciscanos manifestaron tal disgusto
por la decisión, considerada por ellos como despojo, que la alta
jerarquía eclesiástica temió que dejaran las iglesias
desmanteladas de cálices, cruces y demás ornamentos necesarios
para el culto, y no fáciles de reponer en lugares tan lejanos de
la capital provincial, donde limosnas y obsequios de los indígenas
no incluían dichos enseres (Carrillo y Ancona, 1979: 350). De más
importancia, conociendo la fuerza de los franciscos en Yucatán,
se receló que sus antes parroquianos pudieran manifestar algún
tipo de inducido descontento, o bien, salirse de toda policía y
manifestarse la apostasía en ellos. Ante este panorama de turbación,
exaltación de ánimos e incertidumbre, se nombra, el 12 de
octubre de1602, como primer párroco secular al Pbro. Don Juan de
la Huerta, quien se había desempeñado como Sacristán
Mayor de la Catedral de Mérida. El cura de la Huerta, contando
con amplia experiencia en Yucatán y en el proceso de secularización,
sabía que tenía que tomar medidas de gran sutileza y a la
vez de gran fuerza para lograr su aceptación en la comunidad indígena
de Ichmul, pero lo más importante, que sus acciones tenían
que demostrar a la Provincia entera el poder de clero secular.
Todo parecía indicar que para desvanecer
la duda, el temor y la influencia de los franciscanos, se necesitaría
de un milagro. A este respecto, y sobre lo que tuvo lugar en Ichmul, el
Obispo e historiador Crescencio Carrillo y Ancona, quien siglos más
tarde tuvo a su cargo una importante promoción del culto al Cristo,
manifiesta sus dudas de la siguiente manera
El milagro es la evidencia palpable para quien
sin poder razonar necesita de creer, así como la demostración
científica es la razón concluyente para el filósofo
que racionando, busca la verdad por criterios naturales. ¿Tuvo
lugar en Ichmul el milagro? no lo afirmaremos, ni menos osaremos negarlo.
Simples narradores, sólo diremos que á aquel tiempo y á
aquellas circunstancias se refieren los prodigios de que hasta hoy se
conserva la fiel memoria transmitida de padres a hijos... (Carrillo
y Ancona, 1979:498).
Consciente el Obispo de lo falaz de la historia
y conociendo el poder que conlleva el control de la imagen para la sociedad
de su época, fue la perfecta caja de resonancia que legitimó
a través del discurso oral desde el púlpito, y de varios
escritos, así como también en la acción creando gran
cantidad de asociaciones religiosas en torno al Cristo como veremos más
adelante.
Ichmul:
santuario temporal
Teniendo en
cuenta lo dicho por el reconocido historiador-eclesiástico y Obispo
Carrillo y Ancona casi dos siglos después, vemos, en retrospectiva,
que no dejó pasar mucho tiempo el cura de la Huerta para explorar
las posibilidades de un milagro y lograr una mejor aceptación:
ante el comunicado de varios indígenas o de un solo vaquero (diferentes
fuentes mencionan ambas posibilidades)
4, de ver fulgores cerca de un árbol,
proclamó esto como milagroso. Dentro de los parámetros de
los estudios sobre religiosidad popular, este hecho rompe los esquemas
de aparicionismo tradicionales (Christian, 1990; Barabas, 1993; Prat y
Carós, 1989) es decir, se manifestaron “los milagros”
antes que la imagen. La crónica relata que, en el año de
1603, un vaquero le comunicó al cura del mencionado pueblo, don
Juan de la Huerta, haber visto, muchos viernes de Cuaresma, tiempo sagrado
e importante dentro el calendario litúrgico, “un árbol
del que salían unas luces de grandes resplandores” (Novena
Eucarística a Cristo Ntro. Sr. Crucificado, 1923), al que
posteriormente el Obispo Carrillo denominó árbol de luz
(Carrillo y Ancona 1979:498). La gente del pueblo, al parecer había
dado poca importancia al suceso, pues era época de quemas y por
lo tanto, común ver resplandores de noche (Pérez Alcalá,
1919:249).
Sin embargo, el religioso, teniendo enfrente
la posibilidad de manifestar esto como una maravilla, y ante la necesidad
de legitimar su recién adjudicado curato, hizo cortar el árbol
“poco común” y trasladar el tronco a la casa cural,
luego anunció públicamente que haría tallar una imagen
de la Santísima Virgen, en su advocación de la Purísima
Concepción. Más tarde hizo su “aparición”
un joven desconocido que se dijo escultor de santos, solicitando trabajo
según su oficio. Continuando con el relato, don Juan de la Huerta
le pidió al mozo tallar en el tronco la imagen de la Purísima
Concepción, siguiendo las preferencias marianas establecidas desde
los primeros franciscanos en tierras yucatecas, y suponemos pretendiendo
no entrar en conflicto con lo enseñado por los religiosos a la
población indígena. Se dice que el tallador se encerró
en un cuarto sin herramienta alguna, ordenando que no se le interrumpiese
por ningún motivo. En un solo día y sin hacer caso de la
petición, esculpió un Cristo y desapareció inmediatamente,
sin saberse más de él. Una nueva manifestación que
se dio a conocer por milagrosa fue la transformación de una virgen
en un Cristo que ayudara a los indígenas a comprender, simbólicamente,
las decisiones y cambios políticos gestados al interior de los
altos niveles jerárquicos del obispado; no más remembranzas
de la presencia de los franciscanos, no más conflictos, no más
temores.
La imagen, que según se explica, quedó
enhiesta sin peana ni base como sosteniéndose derecha por sí
misma, fue trasladada a la iglesia del pueblo, y según la narración,
manifestó sus portentos a favor de los enfermos, de los pobres,
de los afligidos, es decir, en la mayor parte de la población comarcana,
siempre necesitada de aferrarse a la síntesis purificada de la
vivencia de lo numinoso (Otto, 1980: 82-83). Las peregrinaciones no se
hicieron esperar y la casi desconocida iglesia del pueblo de Ichmul se
convirtió, a instancias del padre de la Huerta, en un santuario
regional de devoción popular (Novena Eucarística a Cristo
Ntro. Sr. Crucificado, 1923; Pérez Alcalá, 1919:251).
Para confirmar sus maravillas, una noche el fuego
consumió la iglesia; redujo a cenizas los altares y retablos, calcinó
las piedras, desplomó la techumbre, cuarteó los muros, derritió
los vidrios y metales; permaneciendo incombusta la imagen del crucificado,
ennegrecida y con ampollas pero airosa ante la fuerza del fuego, prueba
irrefutable de su portento. Peregrinos de lugares comarcanos acudieron
a buscar remedio para sus males, “solicitando todos la mediación
del Cura, como ministro patentemente autorizado por el cielo en la posesión
de la portentosa Imagen” (Carrillo y Ancona, 1979:499; Pérez
Alcalá, 1919:251). El cura de la Huerta había logrado sus
propósitos: arraigar una imagen desvinculada de la tradición
franciscana, y convalidar la secularización de los curatos; a más
de ganar un lugar en la historia, como fundador de una de las devociones
populares más importantes de Yucatán y como creador de un
santuario.
Don Juan de la Huerta mantuvo la imagen del Crucificado
como de su propiedad, quizá porque pagó por ella a algún
santero guatemalteco, y al llevarla hasta Ichmul, la metió a un
cuarto haciéndola aparecer al día siguiente como “Hecha
por un ángel” (Carrillo y Ancona 1979:499). De nuevo esta
devoción no embona con las estructuras del aparicionismo tradicional
(Barabas, 1993; Prat y Carós, 1989:242-243): la imagen nunca manifestó
su voluntad de permanecer en Ichmul, a diferencia de la historia que se
ha recuperado de muchas imágenes que expresan su férreo
deseo de permanencia, haciéndose, por ejemplo, extremadamente pesadas
(Christian, 1990; Schneider, 1995; Montoya Briones, 1996). El santuario
creado en Ichmul a instancias del cura5, desaparece con el traslado de
la imagen, ya que en términos devocionales ésta es necesaria
para el establecimiento del diálogo entre la población y
el mundo divino o sobrenatural. En la percepción popular son las
imágenes las que gozan de “gracia”, “virtud”
y “favor”.
No se encontró constancia alguna de que
los devotos de Ichmul se opusieran al traslado de la imagen; si hubo resistencia,
ésta no se dio a conocer, por no ser significativa, o bien, por
no convenir a los intereses del cura, dejándoles otra imagen bajo
resguardo y en promesa de que tendía las mismas características
milagreras. No obstante lo acontecido, los indígenas no apostaron
más por los cuidados franciscanos, y el clero secular permaneció
sin conflictos en el curato.
Devoción al Cristo de las Ampollas en Catedral
6
El mencionado
párroco de la Huerta tuvo bajo su administración diversos
curatos adonde llevaba al sacrificado, siendo el último el de Hocabá,
lugar en que falleció, a la edad de 70 años en 1644. Dejó
como herencia, al Cabildo Catedral, el Cristo de las Ampollas con todos
sus recursos y ahorros, para que con ellos se fundara una capellanía
y así “asegurar el porvenir y el culto de la sagrada imagen” (Novena Eucaristía a Cristo Ntro. Sr. Crucificado, 1923;
Pérez Alcalá, 1919:251). El tres de mayo del año
siguiente la imagen, entonces titulada de Santísimo Cristo
de los Milagros, o Cristo de Hocabá, fue trasladada a la ciudad
de Mérida y depositada en la iglesia del convento de monjas concepcionistas,
de la que fue trasladada el 16 del mismo mes y año, en solemne
procesión, a la Catedral Metropolitana y colocada en el altar de
Ánimas. No contamos con fuentes para saber del desempeño
del padre de la Huerta en los otros curatos, pero sí tenemos noticias
del recibimiento del Cristo de los Milagros en la ciudad, por lo que podemos
suponer, que en cada parroquia se difundieron los milagros, y se promovió
la devoción, sobrepasando los límites parroquiales, y llegando
su fama hasta la ciudad capital. Pérez Alcalá menciona:
En la mañana del 16 del mismo mes (mayo
de 1645), fue trasladada al altar de ánimas de Catedral, en solemnísima
procesión, a la que concurrió inmenso gentío, todo
el Clero regular y secular, el Capitán General de la Península,
don Enrique Dávila y Pacheco, las tropas de la guarnición
y todas las autoridades militares, civiles y eclesiásticas, en
medio de músicas, salvas de artillería y repique general
de campanas, habiéndose cantado una misa solemne a dos coros” Pérez Alcalá, 1919:252).
A su arribo a Yucatán como Obispo en 1660,
Fray Luis de Cifuentes y Sotomayor se interesa por la imagen del Cristo
crucificado, y pide antecedentes. Se percata de que las lealtades de devoción
de la población toda –indios, castas, mestizos y españoles-,
se encontraban instituidas en la Virgen, en su advocación de la
Purísima Concepción del pueblo de Izamal, lejos de la capital
y bajo custodia y poder del clero regular. Los franciscanos capitalizaron
la “milagrosidad” de la imagen, que ya para 1648 había
sido proclamada patrona de Yucatán (Negroe Sierra, 1997:5). En
épocas de extrema angustia para la población provincial,
causada por sequías, hambrunas, epidemias y extraños fenómenos
naturales, ambos cabildos de la ciudad de Mérida hicieron complicadas
solicitudes para que la imagen de la virgen de Izamal pudiera ser trasladada
en procesión hasta la ciudad de Mérida, y así, aplacar
los males (Carrillo y Ancona, 1949:53; López Cogollado, Lib. XII:
Caps. XII y XIII).
De nuevo se toma una decisión política
para menguar la influencia de la orden franciscana, además de considerar
la forma única de centralizar el culto para un mejor manejo y control
de la población devota. Analizando el gran potencial sociopolítico
y económico que se pudiera obtener declarando al Ampollado patrono,
el Obispo buscó mecenas, y encontró la ayuda de Don Lucas
Villamil, quién presentó testimonio de haberse curado de
lepra en menos de 24 horas, al haberse dormido abrazado a la imagen. El
Obispo Fray Luis y Don Lucas unieron esfuerzos para que en menos de un
año se edificara una capilla exclusiva para el Cristo de las Ampollas
(Novena Eucarística a Cristo Ntro. Sr. Crucificado, 1923).
Fue a instancias de este Obispo que se estableció el tres de mayo
como conmemoración oficial, por ser en esta fecha que se trasladó
la imagen a la ciudad de Mérida, instituyéndose una procesión
hacia la iglesia del convento de monjas para depositar la imagen ampollada,
y trasladarla de nuevo a Catedral en solemne procesión el día
16 del mismo mes. Conforme se presentaban infortunios en estas tierras,
dichas procesiones se fueron transformando en rogativas, paseándose
la imagen por las principales calles de la ciudad, la cual se engalanaba
para la ocasión “con ricos cortinajes, lluvias de flores
y nubes de aromáticos pebetes, cánticos y músicas” (Novena Eucaristía a Cristo Ntro. Sr. Crucificado, 1923).
La población citadina, motivada por la
alta jerarquía eclesiástica, fue haciendo cada vez más
suya la devoción por el Santo Cristo de las Ampollas. En la ciudad
de ese entonces interactuaban todos los grupos socioétnicos que
se podían encontrar en el Yucatán colonial, y a diferencia
de otros cultos a imágenes residentes en Catedral –como la
Virgen de los Remedios (Negroe Sierra, 1997: 4)-, éste fue transétnico.
Es decir, en sus festejos y procesiones, el paisaje humano se tornaba
variopinto. Socialmente se constituyó en una nueva forma de establecer
vínculos comunitarios que se expresan, afirman y crean mediante
el símbolo, el ritual y la fiesta (Ariño Villarroya, 1992:
16-17). Política y económicamente, al interactuar se reafirmaba
la estructura social asimétrica, sobre todo durante las procesiones
comunitarias, donde el orden social estratificado se reflejaba cual imagen
en un espejo (López Cantos, 1992:19).
En el ocaso del siglo XVII se entrelazaron una
serie de catástrofes en la Provincia que iniciaron con una peste
devastadora, seguida de un hambre y más tarde de una terrible sequía
(Quezada, 1997:154). Esto afectó a toda la población; sin
embargo, los que mantuvieron la posibilidad económica de organizarse
para buscar la intermediación divina fueron los estancieros, más
tarde convertidos en hacendados, y que en el año de 1699 establecieron
una procesión de gratitud al Santo Cristo de las Ampollas, en Lunes
Santo, por haber librado a la comarca de los males. Asimismo, este grupo
estableció un novenario anual en honor al Cristo Negro terminando
el día tres de mayo, día de la Santa Cruz (Novena Eucarística
a Cristo Ntro. Sr. Crucificado, 1923). El aumento del culto y devoción
tuvo resonancia en el Vaticano y, el 15 de julio de 1717, el Pontífice
Clemente XI concedió una serie de privilegios e indulgencias para
la integración de la Gran Asociación Del Santísimo
Cristo de las Ampollas Escuela de Cristo y Lágrimas de San Pedro
(Carrillo y Ancona, 1908:12).
Con el pasar de los años, el Santo Cristo
de las Ampollas se convirtió en el vehículo de intermediación
más recurrido entre los vecinos de la ciudad y áreas comarcanas
a través de procesiones de sangre y rogativas públicas (CAIHY,
lib. No. 28, Acuerdos y Actas de la Junta Municipal de Propios, 1808-1809),
sobre todo cuando ocurrían situaciones de extrema necesidad. Como
ejemplo tenemos que al presentarse por vez primera la epidemia del cólera
morbos en Yucatán, en 1833, el Ayuntamiento civil, en representación
de los vecinos de la ciudad, pide al Cabildo Catedralicio realizar una
solemne novenaria a la “milagrosa imagen de Jesucristo, adorado
bajo la advocación de las Ampollas” para que aplaque la epidemia
que estaba azotando Yucatán. El Cabildo Catedral y el capellán
del Santísimo, Sr. Pbro. Juan Ma. Alpizar acceden a que la imagen
sea trasladada al local del Ayuntamiento civil, con la confirmada asistencia
en pleno de ambos Cabildos (CAIHY, Lib. No. 14, Copiador de Oficios, 14
de mayo de 1830-30 dic. De 1883).
Las procesiones del Cristo de las Ampollas siempre
contaron con la presencia de las autoridades civiles y eclesiásticas,
teniendo invariablemente un carácter oficial: el programa litúrgico
y ceremonial religioso a cargo de la parroquia; los espacios profanos
a cargo del Ayuntamiento civil. Ambas autoridades actuaban de común
acuerdo; incluso cuando el Ayuntamiento civil consideraba peligrosas las
actividades encaminadas al engalanamiento de la Catedral, enviaba oficios
haciendo notar la amenaza de una probable caída de los muchachos
que subían al techo del edificio para colocar los candiles que
iluminarían las fiestas (CAIHY, Lib. No. 49, Correspondencia del
Secretario del Ayuntamiento, 1845).
Uno de los viajeros, quizás el más
escéptico que pisó tierras yucatecas, observó en
el año de 1834 una procesión del Cristo de las Ampollas.
Independientemente de la descripción que hace de la imagen como
“cubierto de grietas y de un dibujo bárbaro e innoble”,
menciona que el sudario que portaba esta confeccionado de brocado y sujetado
con un broche redondo guarnecido con más de 800 diamantes de aproximadamente
un quilate. Asimismo, el Cristo se colocaba en un palanquín con
gradillas, cada una cubierta con gran cantidad de bujías o velas
con sus respectivas guardabrisas. Este palanquín era cargado por
indios que necesitaban relevos dado el peso del conjunto. Por la confección
de las andas, los cargadores necesitaban de guías para seguir el
derrotero de la procesión (Waldeck, 1996:157-158).
A principios del siglo XIX encontramos evidencias de
capellanías fundadas en honor al Santo Cristo de las Ampollas,
con la obligación de realizar determinado número de misas
cantadas cada año. Éstas rebasaban el ámbito de la
ciudad de Mérida al ser una de las devociones más acreditadas
de la ciudad capital y de la Catedral metropolitana; su notoriedad era
importante, al menos en las otras ciudades de la península (AGEY,
Poder Ejecutivo, Registro Público de la Propiedad, Lib. De Hipotecas
y tomas de razón, 1808-1813). Hacia la segunda mitad del siglo
XIX, independientemente del monto en pesos, propiedades, alhajas y ornamentos
acumulados alrededor del culto del Cristo de las Ampollas, las Leyes de
Reforma –cuyas medidas principales fueron la nacionalización
de los bienes eclesiásticos, la clausura de conventos y cofradías,
y la supresión de numerosas fiestas religiosas-, afectaron la economía
y la forma de culto (Knowlton, 1985: 40). En general, el proceso de desamortización
en Yucatán no manifestó grandes conflictos, a diferencia
de otras partes del país (Serrano Catzín, 1998:6). Sin embargo,
provocó, entre otras muchas cosas, que algunas personas retiraran
las cantidades que, de su fortuna personal, habían destinado para
el culto del Santísimo Cristo. Como ejemplo, Dña. Ildefonsa
Cervera menciona en un “Arreglo de Conciencia” que “…aunque
me atreví, en fuerzas de las circunstancias que nos rodean a redimir
conforme a las Leyes de Reforma, la cantidad de 500 pesos (…) no
siendo mi ánimo retener contra toda razón y justicia con
infracción de las leyes de la Iglesia aquella cantidad que en derecho
les pertenece, se suplica acepten de nuevo en esperanza de alcanzar sus
indulgencias…” (AHAY, Obras Pías, Vol. 1, No. 1 1864-1897).
Con este documento es posible acercarse a los
conflictos personales de los devotos. Por un lado el gobierno, presionándolos
legalmente a través de atractivos mecanismos, como la condonación
de la mayor parte de la deuda; y por otro lado el gobierno, presionándolos
legalmente a través de atractivos mecanismos, como la condonación
de la mayor parte de la deuda; y por el otro, la iglesia, con toda la
carga ideológica que transmite en la educación, lanzando
pena de censura contra todas aquellas personas, que como Dña. Ildefonsa,
habían hecho caso “en fuerza de las circunstancias”
de las Leyes de Reforma. Dicha señora, ya en edad avanzada y de
formación católica, no podía permitirse morir como
transgresora de las leyes de Dios, y busco en su confesor al intermediario
para la absolución de su pena (AHAY, Obras Pías, Vol. 1,
No. 1, 1864-1897).
La secularización de la sociedad, uno de
los propósitos de las Leyes de Reforma, no se dio con la sola emisión
de éstas, mucho menos en una ciudad tan arraigadamente católica
como la Mérida de esa época. Sin embargo, con ellas se restringió
en algunos aspectos del culto, al no permitir actos religiosos fuera de
las iglesias. El Cristo de las Ampollas dejo de ser devocionado en su
andar por las calles, su recorrido se limitó al espacio dentro
de Catedral, dándose un cambio más: las autoridades civiles
y militares, que antes tuvieron lugar privilegiado en las procesiones
y en los actos litúrgicos de la iglesia vieron la necesidad de
excluirse, merced a la Ley Orgánica de la Reforma que prohibió su asistencia a las funciones religiosas.
Con el andar de algunos años, los gobiernos locales
relajaron las medidas, tanto que la prensa liberal y de corte masónico
no cesó de externar la violación de dichas leyes7. Asimismo,
la iglesia, teniendo como su máximo representante al entonces sacerdote
Crescencio Carrillo y Ancona, y algunos miembros de la sociedad católica,
se dieron a la tarea de enfrentar los efectos de las Leyes de Reforma
y reestructurar la vida religiosa creando numerosas asociaciones, gremios,
escuelas y periódicos católicos (Menéndez Rodríguez,
1995: 78-92; Savarino Roggero, 1996: 202-210). Esto se vio prontamente
reflejado en el culto al Crucificado. En 1874 encontramos ya la estructura
de la fiesta del Señor de las Ampollas con gremios organizados
por oficio y género (La Revista de Mérida, 1874, 26 de sep.,
3 de oct., 7 de oct.). El énfasis mayor, para ese año, recaía
en el gremio de comerciantes que se anunciaba como el más solemne
y con el que cerraba la fiesta. Asimismo, a través de la política
restauradora de la Iglesia, se contempló que no quedara excluido
ningún grupo social, como veremos más adelante, así
la Fiesta del Cristo de las Ampollas se volvió la fiesta por excelencia
de Catedral y de Mérida.
Fiesta en Honor al Santísimo Cristo de las Ampollas
Antes de describir
las características de la fiesta conviene situarla en el contexto
de la Mérida de la segunda mitad del siglo XIX, para comprender
la magnitud que alcanza en ese momento. El desarrollo de la industria
henequenera fue fundamental en la conformación de la sociedad meridana
en el periodo que nos ocupa. La Reforma, el Imperio, y los conflictos
entre los gobiernos locales de corte liberal y conservador, así
como la instauración de la dictadura en el ámbito nacional,
fueron otros de los factores decisivos en el perfil social. En este periodo
se inició la construcción de una red ferroviaria que serviría
a la capital estatal y a la región henequenera aledaña.
La aparición de sociedades bancarias, la cimentación de
talleres artesanales, la concentración de servicios y medios de
comunicación pueden darnos una idea de la situación de Mérida,
en crecimiento continuo y acelerado (Ver Menéndez Rodríguez,
1995; Savarino Roggero, 1996; Várguez Pasos, 1990; Fernández
Repetto, 1994).
El relativo aislamiento en el que se encontraba
Yucatán con relación al resto del país, y la riqueza
generada por la industria henequenera contribuyeron a la formación
de una compleja estructura social, que incluyó un numeroso contingente
artesanal. La diversidad social de Mérida se expresaba claramente
en la fiesta del Cristo de las Ampollas ya que en ella participaban gran
parte de los grupos sociales; era en ese entonces el culto más
reconocido y concurrido, y uno de los medios de entretenimiento social-religioso
más importantes, por lo que había un interés permanente
en su participación. No está de más decir que la
promoción del culto y devoción estuvo signada por el proyecto
de la Iglesia, a través de la prensa católica.
La fiesta del Santo Cristo de las Ampollas de
la Catedral de Mérida tiene, en contraste con otras del estado,
mayores posibilidades de tratamiento histórico-descriptivo y etnológico,
fundamentalmente por contar con una literatura que, al ser escrita por
los medio oficiales eclesiásticos, tuvo carácter legitimador;
igualmente porque la prensa católica de la época no escatimó
tinta ni espacios en su publicidad y descripción. Su importancia
radicaba, y radica, no únicamente en su ubicación, la Catedral,
sino también en que congrega a numerosos y disímiles contingentes
poblacionales.
Los rasgos principales que caracterizan la fiesta
de hoy día no manifiestan una radical ruptura organizacional con
relación a lo que aconteció a finales del siglo pasado y
principios de éste; sin embargo, hay que tener en cuenta los cambios
de fondo, que se dan a través del tiempo. En algunas formas particulares
de celebrar.
El reconocimiento popular de la existencia de
dos aspectos en las fiestas religiosas de Yucatán, como en otras
partes del mundo católico, ha sido señalado con profundidad.
Así, se menciona un aspecto sagrado o de religión, y otro
profano o del pueblo (Ver Fernández, 1988, 1990; López Cantos,
1992). Siguiendo la nomenclatura que la prensa local acostumbraba hacer
de estos dos aspectos describiremos, entonces, tanto las “fiestas
religiosas” como las “fiestas profanas”. Esta separación
no significa que en el tiempo de fiesta se expresen dos formas distintas
de celebrar, por el contrario, ambas operan en realidad como una unidad,
de manera complementaria, es decir, celebrar en la fiesta significa participar
en ambos aspectos de la misma (Velasco, 1982:8-11).
La organización de la fiesta religiosa
competía a dos protagonistas: la parroquia y los gremios. La parroquia,
durante las fiestas, se centraba fundamentalmente en la celebración
de misas y rosarios que se llevaban a cabo de acuerdo con un programa
establecido con anterioridad. De igual forma, conjuntamente con la directiva
de as asociaciones establecía el calendario de entradas y salidas
de cada gremio. La iglesia celebraba un triduo, en honor al Santo Cristo,
previo al inicio de la fiesta.
Se fue haciendo costumbre asimismo que en la fiesta
de Mérida la parroquia convocara con antelación, a través
de la prensa, a los directivos de los gremios a fin de organizar el programa
de actividades. Durante estas reuniones había peticiones especiales,
como la celebración de la misa por el Obispo, después Arzobispo,
o la mención de los nombres durante la misa de los otrora socios
del gremio, ya muertos. Así los gremios vinieron a suplir algunas
de las funciones de las desaparecidas cofradías. (La Revista de
Mérida, 22 de sep. 1885). Otro punto importante de señalar
es el reconocimiento que la iglesia daba a la fiesta del Cristo, al publicar
el número de días de indulgencias plenarias ofrecidas por
participar en las celebraciones religiosas.
En cuanto a los gremios, los propósitos explícitos para
su constitución fueron:
1. Buscar el amparo del Santísimo Cristo de las Ampollas
2. Hacer una pública confesión de fe católica, apostólica
y romana.
3. Establecer un fondo para venerar al Santísimo Cristo.
4. Establecer un fondo para el mutuo socorro y beneficencia de los socios
(Reglamento de la Sociedad Católica del Gremio de los Barberos
de Mérida, 1872).
El primero se dio como corolario a la protección
por la que se había invocado años atrás, al Cristo
en casos de necesidad; el segundo, porque en el contexto de las Leyes
de Reforma y la libertad de cultos, se hacía necesaria la reafirmación
pública de la fe católica; el tercero y el cuarto, se dieron
como resultado de las características propias de este tipo de asociaciones.
Cada gremio tuvo un día especial de participación
en la fiesta. Un programa elaborado a finales de siglo incluye los siguientes
gremios con sus fechas de entrada a la Catedral:
29 de septiembre, Gremio de
Alarifes
29 de septiembre, Gremio de Talabarteros
30 de septiembre, Gremio de Curtidores
1 de octubre, Gremio de Barberos
2 de octubre, Gremio de Plateros, Pintores y Hojalateros
3 de octubre, Un Devoto
4 de octubre, Gremio de Zapateros y Ramoneros
5 de octubre, Gremio de Sastres y Fardeleros
6 de octubre, Gremio de Herreros y Maquinistas
7 de octubre, Gremio de Carpinteros
8 de octubre, Gremio de Señoras
9 de octubre, Gremio de Comerciantes y Hacendados
10 de octubre, Gremio de Abastecedores
11 de octubre, Gremio de Trabajadores del Comercio
12 de octubre, Gremio de Letrados y Estudiantes
13 de octubre, Gremio de Músicos y demás Artistas.8
Como
vemos, la mayor parte de la sociedad meridana estuvo representada. Como
asociaciones religiosas los gremios fueron, al parecer, los herederos
de las actividades que realizaron las cofradías durante las fiestas
patronales. En principio, concentraron en su mayoría a personas
de un mismo oficio, abriendo la posibilidad de incluir a otras de diferente
ocupación y sexo, siempre y cuando manifestaran la fe católica
y un modo honesto de vivir (Ver Reglamento de la Sociedad Católica
del Gremio de Barberos de Mérida, 1872). Sin embargo, existieron
otros con base diferente a la del trabajo, como el Gremio de Señoras.
La existencia de gremios como asociaciones religiosas
tenía que ser sancionada por el obispo, presentando un reglamento
que estableciera los objetivos, organización, normas de funcionamiento
y lista de socios. En general, podemos señalar que estas asociaciones
de ayer, como las de hoy, tendieron, en el papel al menos, hacia la pertenencia
voluntaria no exclusiva, hacia la integración vertical, expresando
una identificación simbólica, asentada sobre la base de
la imagen, del grupo y la localidad (Moreno, 1985).
La participación en la fiesta del Santo
Cristo de las Ampollas de Catedral no impedía que los gremios y
sus socios tomaran parte en otras festividades religiosas, como ejemplo,
aún cuando el gremio de carpinteros lo hacía en la fiesta
del Cristo Ampollado, reconocía como patrono particular a San José,
el cual también realizaba sus festejos (La Revista de Mérida,
18 de marzo, 1892). El Cristo de las Ampollas se visualizó como
el patrón de la ciudad, no obstante que desde 1542 se había
nombrado como tal a San Bernabé Apóstol (Carrillo y Ancona,
1979:17-18). Sin embargo, el propósito de la Iglesia se cumplía:
tener a la mayor parte de la población bajo control, en la devoción
a una imagen por ella propuesta.
Los ingresos de los gremios para las celebraciones
en su día de fiesta provenían de varias fuentes: cuotas,
multas, donaciones, y recaudación. Las cuotas se dividían
en ordinarias, con una cantidad establecida y semanal, y extraordinarias,
cuyo fin era socorrer a socios en desgracia. Las multas provenían
del incumplimiento de algunas disposiciones del reglamento. Las donaciones
provenían de socios y operaban como “acción de gracias”
a peticiones al Señor de las Ampollas (Reglamento del Gremio
de Barberos, 1872). La recaudación del dinero extremaba precauciones
publicando en la prensa a las personas autorizadas para ese fin, así como los lugares de recolecta (La Revista de Mérida, 24
de sep. De 1885).
Las actividades de los gremios beneficiaban de
manera directa a la parroquia con el pago de las misas, rosarios, así
como con la entrega de limosnas, a más de que no en pocas ocasiones
financiaron mejoras y reparaciones de altares, goteras, etc. No obstante,
la parroquia no fue la única beneficiada económicamente;
el comercio esperaba con ansia la fiesta del Cristo de las Ampollas, pues
la sociedad se “ponía de estreno”; también hubo
derramas en pólvora, música y comida. Otro punto que debe
tomarse en cuenta es el velado ofrecimiento de la Iglesia a los integrantes
de las asociaciones, de que a través del ritual puede alcanzarse
reputación, precedencia, y de esta manera determinado estatus en
la sociedad (Peristiany y Pitt-Rivers, 1992:21).
Entre las actividades que se realizaban fuera
del templo (la fiesta profana), el bronceo se consideró fundamental.
El llamado bronceo se daba después del rosario, durante la noche,
y consistía en la quema de fuegos artificiales que deleitaban a
la sociedad meridana cada noche, mientras duraba la fiesta. La formación
de una comisión, dentro de los gremios, para tal fin, es indicadora
de la importancia que tenía para la fiesta. El bronceo incluyó,
durante el siglo pasado y principios de éste, el empleo de armas
de fuego que eran disparadas de manera conjunta con los juegos pirotécnicos;
por los inminentes peligros que las armas representaban, las autoridades
suspendieron su uso (Crónica Yucateca, octubre 1905).
Asimismo, en manos de los gremios también se encontraba la presentación
de algún conjunto musical. Generalmente se usaba el espacio de
la Plaza Grande o plaza central de la ciudad, para amenizar la noche.
La devoción al Santísimo Cristo
de las Ampollas se reflejó también en su capilla, la cual
tenía para el año de 1897 un altar principal, y dentro de
él, en una urna grande de vidrio con marco dorado, la imagen del
Cristo en una cruz forrada de plata, corona de tres potencias y tres clavos
de oro, con perlas y brillantes. Acompañando al Cristo de las Ampollas,
en el altar principal se encontraban La Virgen de la Soledad y San Pedro,
cada uno con sus vestidos y aureolas. En otro altar se encontraba un Cristo
de la Expiración, con corona de plata; una imagen de Ntra. Sra.
del Pilar con dos ángeles y un calvario de marfil adheridos a ella,
y con corona de oro y filigrana, y custodiándola una imagen de
San Agustín. Ambos altares estaban provistos de sacras, atril de
madera con espejo, aras y demás enseres para celebrar.
Por donaciones, tanto de los gremios como de devotos
particulares, cuyos nombres quedaban registrados para la posteridad en
los libros, el Cristo tenía en su inventario ricos ternos encarnados,
grandes columnas de plata con luces, elegantes capas y costosas casullas,
muchas de ellas encargadas a Roma, fina mantelería, gran cantidad
de vasos sagrados de oro y plata. Cada año se reportaban regalos
y donaciones al Cristo de todo tipo: quinqués, candelabros, casullas,
sudarios, lámparas frontales, manteles, blandones de metal, azucenas
de filigrana de oro, etc. Era tal la cantidad de ornamentos y regalos
que con aprobación del gobierno eclesiástico se donaban
algunos a parroquias y capillas no tan afortunadas. Asimismo, las casullas
se regalaban a diferentes curas. Las donaciones, lo mismo que la filiación
a las asociaciones, cumplen con entreveradas funciones en la sociedad.
Se trata de una cuestión de conciencia religiosa, cumplir con Dios,
hacer peticiones y pagar los dones recibidos. También se persigue
honor y reconocimiento social al hacer pública la ofrenda: mientras
más ostentosa mejor; y se busca el favor de la Iglesia como poderosa
institución, como aliada e intercesora en asuntos políticos
y económicos, muy lejos de la proclamada espiritualidad católica9.
El inventario del Cristo de las Ampollas reporta
riquezas sin igual, sólo para tener una idea, su corona tenía
un valor total de $13,970.00, que se desglosa de la siguiente manera
34 |
brillantes a 255 c/u |
8,670 |
16 |
brillantes a 100 c/u |
1,600 |
1 |
roseta de 6 brillantes
y perlas |
135 |
|
en perlas |
600 |
3 |
esmeraldas |
200 |
|
oro |
700 |
6 |
crucecitas con 6 diamantes
c/u |
65 |
|
hechura de mano |
2,000 |
(AHAY, Inventario
de la Capilla del Smo. Cristo de las Ampollas, Mérida, 1897).
Sin
embargo, la historia sigue su curso y la iglesia vive peores momentos
que los de la época de la Reforma. Muchos de los espacios que logró
a través de una inteligente política, llevada a cabo fundamentalmente
por el obispo Crescencio Carrillo y Ancona, con la continuación
del arzobispo Martín Tritschler y Córdova, se perdieron
durante la época de la revolución (Menéndez Rodríguez,
1995). A raíz de ésta, la nación mexicana entró
en una vorágine de cambios que se venían gestando tiempo
atrás. Las críticas a las fiestas religiosas se volvieron
más vehementes, etiquetándolas de fanáticas. El arribo
del Gral. Salvador Alvarado a tierras yucatecas trajo consigo el propósito
revolucionario de “desfanatizar” a la población, lo
que se llevó a cabo de manera altamente represiva.
El arzobispo, anticipándose a la persecución,
se exilio en la ciudad de La Habana, el 24 de agosto de 1914. Las agresiones
anticlericales se limitaron, en un primer momento, a la expulsión
de los curas extranjeros, a la demolición de algunos edificios
y al decreto sobre cultos del 13 de noviembre, que imponía severos
límites al ejercicio de las prácticas religiosas (Cantón
Rosado, 1943: 103-177). Inmediatamente fueron expropiados el palacio del
Arzobispado y el Seminario, así como ocupadas algunas iglesias.
Posteriormente esta acción se dejó sentir en todos los templos
católicos del estado.
Sin embargo, el episodio que más conmovió
a la sociedad católica yucateca fue el ataque a la Catedral de
Mérida, el 24 de septiembre de 1915. Varias fuentes reportan el
estado patético en que la dejaron, destrozando y quemando el interior.
Teniendo en cuenta la importancia del Cristo de las Ampollas, su capilla
e imagen recibieron el peor trato. Intentaron quemar la imagen y al no
conseguirlo, la trasladaron a la Comandancia Militar, sin saberse más
de ella (Cantón Rosado, 1943: 108-110).
Una devoción tan arraigada como la del Cristo
de las Ampollas, es difícil de extirpar, sean cuales fueren los
métodos utilizados, por lo que el Arzobispo, en cooperación
con algunos devotos, en un intento por recrear lo perdido, hizo construir
en Querétaro otra imagen, lo más parecida posible. El 28
de septiembre de 1919 la bendijo solemnemente con la asistencia del V.
Cabildo Eclesiástico, el clero, los diversos gremios católicos
y la mayor parte de la población fiel (Novena Eucarística
a Cristo Ntro. Sr. Crucificado, 1923), desafiando al gobierno anticlerical.
Sin embargo, con el correr de los años, nuevos intereses y nuevas
políticas se han impuesto, dejando de lado las imágenes
locales, para dar paso a las nacionales como principal foco de atención.
El ejemplo más claro es el de La Virgen de Guadalupe en torno a
la que giran la mayor parte de las actividades religiosas populares, emanadas
desde el Palacio Episcopal.
Con el ejemplo del Cristo de las Ampollas se quiere
destacar la importancia de la Iglesia en el control social y promoción
de cultos populares para su propio beneficio. Ello permitió al
clero secular, en un principio, erigirse sobre el regular, logrando que
las lealtades de los devotos de la ciudad capital se desplazaran, de la
Virgen de Izamal hacia El Cristo. Con la emisión de las Leyes de
Reforma y posteriormente con los gobiernos anticlericales, la Iglesia
hizo gala de poder, al organizar prácticamente a todos los sectores
sociales en agrupaciones religiosas. Asimismo, entrelazadas con la oferta
religiosa de intermediación, presenta las posibilidades de satisfacer
las necesidades de acceso a espacios de poder requeridos, a través
de la filiación a las asociaciones, y la demostración pública
de riqueza y estatus por medio de donaciones. Todo esto sin minimizar
la actuación, autogestión y recreación de la población
devota, y las formas específicas que adquiere la expresión
de la religiosidad popular.
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