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La rebelión de Nohcacab:
prefacio inédito de la Guerra de Castas (*) 1



 

Iglesia de Nohcacab, hoy Santa Elena, Yucatán
Foto de Christian Rasmussen

Desde el siglo pasado, la historiografía yucateca ha tenido en la rebelión de Canek en 1761, como movimiento promovido y realizado por indígenas, al antecedente más inmediato del levantamiento iniciado en 1847 y conocido como guerra de castas. Sin embargo, una documentación hasta hace poco inexplorada, nos ha proporcionado una novedosa información en torno a la población indígena y la situación que prevalecía en Yucatán en vísperas de esta insurrección, entre la que destaca la rebelión que en este trabajo presentaremos y la cual permitió a los criollos desde 1843 presagiar el inminente peligro que se cernía sobre ellos y sus instituciones. Asimismo los resultados de la misma nos ha permitido observar la irrupción de una acrecentada fobia criolla hacia el indígena, en especial contra los caciques, circunstancia que nos revela que éstos "empleados" habían ya asumido un trascendente papel en los pueblos, que la resistencia armada de 1847, perfilada como una apremiante alternativa indígena, y sus inmediatas consecuencias, terminarían por corroborar.

 

Los levantamientos

Los levantamientos rurales, sean rebeliones o insurrecciones1 han tenido en México un carácter endémico desde la época prehispánica, aunque el modelo de levantamientos cambió profundamente del siglo XVI al XVIII, e inclusive en las regiones donde los españoles se fueron consolidando imperó una relativa pasividad, gracias al éxito de la política española orientada a conservar a las comunidades como contrapeso de los terratenientes españoles. Sin embargo durante la segunda mitad del siglo XVIII, la inestabilidad rural de las zonas fronterizas comenzó a sentirse también en esas regiones controladas por los españoles, debido principalmente al aumento de la población indígena que hacía que las tierras que les tenían asignadas a las comunidades fuesen insuficientes para su manutención, pero también al acoso constante de sus espacios por parte de la población mestiza y blanca que también iba en aumento. El súbito surgimiento de la violencia campesina en el siglo XIX, estribó fundamentalmente a la inestabilidad del Estado mexicano y a que los distintos gobiernos, emanados precisamente por las constantes luchas entre los miembros de la élite, no estuvieron dispuestos a mantener la integridad de los pueblos indios como lo había hecho el régimen español. Como resultado aparecieron muy distintos motivos y modelos de revueltas campesinas en el siglo XIX2.

    Yucatán fue una de las regiones donde mejor se puede observar aquel proceso, mucho más en lo referido al siglo XIX, en el que el ejemplo clásico es la conocida guerra de castas iniciada en 1847. Precisamente la rebelión indígena que nos ocupará en páginas posteriores tiene un vínculo bastante estrecho con esa inestabilidad política de la élite nacional y la yucateca, cuyos resultados nos han llevado a considerarla como el más claro anuncio de esa conflagración étnica que se avecinaba.

 

El conato separatista

En 1841 las autoridades yucatecas, que emergieron de la insurrección federalista comandada por Santiago Imán, habían sido declaradas por el gobierno centralista mexicano como facciosas y sus embarcaciones como piratas. Empero ese mismo año los federalistas yucatecos no sólo habían promulgado su propia Constitución sino que ya habían madurado la idea de declarar la absoluta independencia de la península. Entretanto en México, López de Santa-Anna, confía a Andrés de Quintana Roo la misión de procurar la reincorporación de Yucatán al resto de la república. Pero después de varios intentos de negociación, Santa-Anna rechaza los convenios logrados por Quintana Roo3, exige que los yucatecos reconociesen al gobierno mexicano y que rompiesen sus relaciones con Texas, pero éstos deciden no ceder en sus prerrogativas y rechazan la propuesta de Santa-Anna quien resuelve someter a la península por medio de las armas. De ese modo, se inicia en julio de 1842 las hostilidades entre las tropas del gobierno general mexicano y las del gobierno yucateco, que inclusive llama a sus filas a combatientes indígenas. El enfrentamiento termina hasta el 24 de abril de 1843 cuando capitularon las tropas mexicanas. Fue el principio de una serie de gestiones que culminaron con la firma de un tratado celebrado el 14 de diciembre de 1843 que acordaba la reincorporación de Yucatán con ciertos privilegios para los peninsulares. Este tratado, aunque sacrificó la constitución yucateca de 1841, se diferenciaba muy poco a los tratados que dos años antes se había firmado con Andrés Quintana Roo4

 

Escenario y personajes de la revuelta

En Abril de 1843, precisamente en la Semana Santa de ese año, cuando las fuerzas mexicanas se hallaban asediando la ciudad de Mérida, aconteció la revuelta indígena más importante de las que precedieron a la guerra de castas, y que tuvo como escenario las haciendas Uxmal y Chetulix de Don Simón Peón y el pueblo de Nohcacab (hoy Santa Elena) en la jurisdicción del Distrito de Mérida. Los protagonistas principales fueron los integrantes de las repúblicas de indígenas5 de Nohcacab y de Tixhualahtún, este último, pueblo de la jurisdicción de Valladolid.

    Simón Peón era miembro de una acaudalada familia, que poseía magníficas haciendas en un gran corredor que iba de Mérida a Uxmal y en otros puntos de Yucatán. El viajero norteamericano Stephens, quien fue huésped de don Simón en sus viajes de 1839 y 1841-1842, sorprendido de aquellas propiedades decía al respecto

"Estaba muy lejos de pensar, cuando conocí a mi modesto amigo en el hotel español de Fulton Street, que iba a viajar por más de cincuenta millas en tierras suyas llevado en hombros de sus indios, y almorzando, comiendo y durmiendo en sus magníficas haciendas, mientras que la ruta marcada para nuestra vuelta, nos había de conducir a otras, una de las cuales era más grande, que las que habíamos visto".6

    La hacienda Uxmal -con su anexa Chetulix- contaba con diez leguas cuadradas de tierras, pero solamente una pequeña porción estaba sembrada; el resto se componía de tierra de pasto para el ganado. Las condiciones de los indios radicados en ella no se diferenciaban de las que imperaban en la mayoría de las haciendas de esa época, estaban dedicados tanto a las actividades de la ganadería como de la agricultura que controlaba el amo o el mayordomo investidos de un poder casi absoluto.7

    Asimismo los indios de Uxmal no eran ajenos al sistema de deudas con los que los hacendados aseguraban la fuerza de trabajo en sus fincas.8

    El pueblo de Nohcacab, según observaciones de Stephens, estaba situado fuera de la linea de las principales carreteras, tampoco estaba en ningún camino que condujera a algún lugar frecuentado, ni poseía atractivos que indujeran al viajero a visitarlo. No obstante que las mejoras comenzaban a aparecer en el pueblo era, en opinión de ese viajero, el más atrasado y el "más indio" de todos los que hasta entonces había visto. Mérida -decía- estaba muy lejos para que los indios pensasen en ella; muy pocos de sus habitantes llegaban hasta allí, y todos reputaban a Ticul, cabecera del partido, como a su capital.9

    Contaba con una población de poco más de siete mil habitantes y por lo menos desde fines de la colonia contaba con una fuerte presencia de "castas", genérico que comprendía a españoles "europeos" y no europeos (criollos), mulatos y mestizos10. La mayor parte de los pobladores económicamente activos eran labradores independientes, pero también había un importante número de jornaleros y algunos artesanos 11.

    Tixhualahtún era un pequeño pueblo de labradores de poco más de dos mil quinientos indígenas, y se hallaba a escasas dos leguas de Valladolid que era su cabecera civil y eclesiástica. Sin duda los habitantes de ese pueblo compartían las condiciones de segregación que afectaba a los indios de los barrios de esa ciudad, cuyos ciudadanos blancos engreídos por su pasado se consideraban la flor y nata del estado. Decían que Valladolid era la Sultana de Oriente, y en sus principales calles había mansiones, la mayoría de ellas destechadas y abandonadas, con escudos nobiliarios castellanos sobre la entrada. En esta ciudad de hidalgos, los habitantes se preocupaban por la pureza racial, no sólo excluían al indio, sino también al mestizo, del centro de la ciudad12; "no podían mezclarse... ni en sus fiestas, ni en sus bailes, banquetes y paseos, aún cuando fuesen sólo como espectadores, aún cuando se presentasen con decente traje, procurando manejarse caballerosamente, porque de cualquier modo juzgaban eso una profanación contra la alta estirpe de que hacían alarde".13

 

La revuelta

El cacique de Nohcacab, Apolonio Ché, junto con su escribano y otros indígenas de su república, había salido de su pueblo con destino a la plaza de Campeche a llevar veintiún pesos de donativo a la división del teniente coronel Pastor Gamboa, con la que se encontraron el pueblo de Tenabo. Coincidieron también con el cacique de Tixhualahtún, Laureano Abán quién con su teniente, alcaldes y veinticinco o treinta indios más, había hecho lo propio con el objeto de llevar víveres al mismo Gamboa. Habiendo cumplido su objetivo, los de Nohcacab plantearon que se habían quedado sin provisiones y Gamboa los autorizó a que tomasen en su tránsito dos cabezas de ganado, debiendo apuntar el precio y el nombre del dueño, para que después se le hiciera el pago correspondiente. Las dos repúblicas emprendieron juntos el viaje de regreso y fue cuando planearon realizar un asalto a las haciendas Uxmal y Chetulix comarcanas al pueblo de Nohcacab.

    Guiados por el cacique Apolonio Ché, encuentran en su camino arrieros procedentes de la hacienda Uxmal que conducían doce mulas cargadas de maíz con destino a Calkiní, las embargan y las regresan a la hacienda a la cual llegan el lunes santo (10 de abril); entran a tropel en la casa principal, hallan al mayordomo Felix Castillo quién estaba postrado enfermo en una habitación; es sacado de ella a mano armada, le arrebatan las llaves del edificio y le encierran en una de las habitaciones. Revisan cofres y otras arcas de los que extraen más de setenta pesos que toma Ché, arrebatan entre ellos las ropas de Castillo, rompen los cuadernos de cuentas y demás papeles, se apoderan de cubiertos de plata, servilletas, loza, garrafones y cuantos muebles hallaron. Enseguida, los caciques, mandaron matar dos cabezas de ganado y extraer de una troje seis cargas de maíz para que todos ellos comiesen aquel día.

     Después de estos primeros acontecimientos, el cacique de Nohcacab, se dirige a su pueblo y ordena a los capitanes indígenas de que sus respectivas parcialidades (barrios) fuesen a Uxmal a tomar el maíz y la carne que quisieren para alimentarse; para tal efecto el cacique les hizo saber que tenían orden verbal del coronel Pastor Gamboa para destruir aquella hacienda y la de Chetulix.

    Al amanecer del día siguiente, es decir el martes santo, el cacique y una multitud de indios jóvenes, viejos, mujeres y niños llegaron a Uxmal, aquél manda abrir las trojes, reparte maíz no sólo a los de Nohcacab, sino a muchos más de Dzitbalché que iban llegando a la hacienda, atraídos por la noticia de lo que en ella sucedía, y también a individuos de Sacalum que incluso presentaban ante el escribano Gerónimo Yzá recibos del maíz que habían entregado por concepto de arrendamiento a Simón Peón. Tan solo este día sacrificaron más de cincuenta cabezas de ganado, cuya carne se distribuyó entre todos. También se llevaron muchas reses en pié e incluso vendieron algunas a vecinos de Nohcacab. Se acarreó maíz a la casa pública y a la de varios cabecillas de ese pueblo. Los de la república de Tixhualahtún hicieron lo propio tomando maíz que vendieron, además de diez cargas que reservaron para llevar a su pueblo. Un cálculo aproximado sobre estos dos días, arroja que se extrajeron más de mil cargas de maíz y se sacrificaron o llevaron cerca de doscientas reses, amén de que la matanza continuó hasta el domingo.

    El mismo martes, aprehendieron al vaquero de Uxmal Bacilio Coyí, a quién condujeron a una pieza atado de las muñecas, le cuelgan en un hamaquero con los pies a media vara de la tierra, le dan doce o quince azotes y dejándolo colgado el resto del día hasta que en la noche fue trasladado al oratorio de la hacienda, que a la postre sería la antesala de su muerte.

    En la tarde de ese mismo día martes, el cacique de Tixhualahtún, Laureano Abán, después de encomendar a cuatro indígenas la custodia de los presos, salió con los de su república para la hacienda Chetulix, donde continuaron el saqueo, extrajeron cinco mulas, diez caballos rosines y también mataron ganado. El cacique Apolonio Ché, por su parte, se había dirigido a Nohcacab.

    El miércoles santo por la mañana hizo su arribo a Uxmal Domingo Cen, uno de los hombres del cacique de Tixhualahtún, a quien éste envió desde Chetulix con seis cargas de maíz para los que se quedaron en la primera hacienda. Al mismo tiempo arribó José Antonio Romero, quien por encargo de la mujer del mayordomo Castillo había ido desde Muna a saber si era cierto la captura de éste, pero Romero es también capturado por orden de Cen y es encerrado en la misma prisión del vaquero Coyí.

    Entre las once o doce de la mañana de ese día, Cen ordena al custodio Antonio Tacú abrir la habitación de Castillo, entra a ella acompañado de Gerónimo Yzá y Francisco Javier Keb estos armados con cuchillos, interrogan al mayordomo sobre el paradero de Don Simón Peón, y después de responderles que lo ignoraba y rogarles por su vida, Cen le propina varios machetazos en todo el cuerpo, arroja el cadáver a la puerta de la prisión y previene a su compañero Yzá que le corte la cabeza lo cual este ejecuta. Seguidamente Cen razga las vestiduras al cadáver y le arranca las partes genitales. Luego se dirigen a la habitación donde estaban prisioneros Coyí y Romero a quienes también asesta Cen múltiples machetazos, hace que Yzá y Keb les cercenen la cabeza, y él mismo corta a los cuerpos el escroto y los testículos. Por último, manda arrojar los cadáveres en un rincón de la manga de la hacienda, y abandona Uxmal para reunirse nuevamente con su cacique en Chetulix.

    Cuando ésto sucedía en Uxmal, el cacique de Nohcacab, al frente de más de ciento cincuenta indios, se presentó ante Esteban Medina, alcalde 2o. de aquel pueblo y le obliga a darle dos pasaportes, según él, para conducir maíz y ganado a Mérida donde ya se encontraban las fuerzas del coronel Gamboa, y un oficio para llevar a dos "centralistas" presos en Uxmal (se refería al mayordomo Castillo y al vaquero Coyí, pues no sabía que fueron ultimados por Cen). El alcalde sin otra alternativa sucumbe, pues el pueblo estaba muy exitado por el cacique Apolonio Ché, y los pocos que habían puesto en entredicho las órdenes de este habían sido puestos en prisión.

    En la tarde de ese mismo día, llegaron a Nohcacab los que estaban en Chetulix y se alojaron en la casa de Juan José Dzib, teniente de la república de Nohcacab. Por la noche, el cacique Apolonio Ché recibió una carta de los cuatro custodios que estaban en Uxmal, en la que le hicieron saber de las muertes. Ante tal noticia reúne a los de su república y a otros de Tixhualahtún, algunos armados con fusiles, se presenta de nuevo al alcalde y le exige que este proporcione una ayuda de vecinos para que fuesen a Uxmal a impedir que los alcaldes de Muna, a cuya jurisdicción pertenecía dicha hacienda, aprehendiesen a los que allí se encontraban.

    El alcalde fingió ser partidario de los amotinados y le manifestó al cacique que estaba de acuerdo en proporcionar dicho auxilio, pero que era necesario proveer a los vecinos de las escopetas que tenían los indios, así como de municiones. Enseguida el cacique Ché proporcionó media arroba de plomo y su respectiva pólvora y otra arroba que tenía en su casa. Armados ya los cívicos con doce o quince fusiles de los indígenas presentes, amagaron a éstos, rápidamente el alcalde puso en prisión al cacique Ché y a siete u ocho "orientales" entre los que estaba Domingo Cen, a quien se le decomisó el machete con el que dio la muerte a Castillo, Coyí y Romero. Sin embargo a la media noche, por orden del mismo cacique, se reunieron más de cuatrocientos indios para liberar a los presos, quienes burlándose de los custodios del cuartel abandonaron la cárcel y se unieron a los del tumulto.

    Luego se dirigieron a la casa del teniente Juan José Dzib, de allí salieron para Chetulix, que se hallaba en el mismo camino que conducía a Muna, en esa hacienda pasaron la noche, y todo el día del jueves se mantuvieron en actitud tumultuosa. Por la noche estando de nuevo en la casa de Dzib, el cacique Apolonio Ché dispuso formar un acta para informar a Gamboa de que los "orientales habían matado, todos juntos, a tres centralistas". Al día siguiente dispuso ir a Mérida a llevar maíz y dinero para las fuerzas de Don Pastor Gamboa, sintiéndose dueño de la situación, ordenó al alcalde Medina, asignase cuatro hombres para que cuidasen la hacienda Uxmal, recomendándole que tuviese especial cuidado con el maíz y los caballos, pero que permitiese matar ganado y llevar la carne a cuantos llegasen a la hacienda; seguidamente emprendió su viaje a la capital con más de cincuenta indios de Nohcacab.

    Los de Tixhualahtún, por su parte, se encaminaron de regreso a su pueblo, a su salida de Nohcacab, varios indígenas se reunieron a observar su partida, incluso el cacique Abán y sus compañeros, escucharon el ruego que de rodillas hizo Petrona Us, la cual les pidió que "disminuyesen" el número de blancos de ese pueblo, a lo que el cacique respondió que regresarían con más gente dentro de quince días.

    Pero el cacique Ché y sus compañeros fueron interceptados y apresados en las inmediaciones del camino a Sacalum. Los que aún continuaban el saqueo en las haciendas fueron desalojados, a pesar de un conato de resistencia, por una tropa que envió el jefe político del departamento. Los "orientales" fueron aprehendidos posteriormente en su pueblo y dio principio, lo que a nuestro juicio fue, el proceso judicial más destacado de la primera mitad del siglo XIX.14

 

El proceso

En las innumerables diligencias practicadas -incluido un careo entre Pastor Gamboa y ambos caciques- no hubo pruebas de que el coronel hubiese dado la orden de saquear las haciendas, amén de que el mismo Apolonio Ché, después de una serie de contradicciones, confesó haber actuado por cuenta propia. También tuvo su propio peso un antecedente que salió a flote en el proceso y consistía en que antes de emprender el viaje hacia Campeche miembros de su república habían tomado dos cabezas de ganado de la hacienda Chetulix, una que se llevaron entre sus víveres y otra que habían "regalado" a los luneros de la hacienda. Por su parte, el cacique de Tixhualahtún siempre "ratificó" en sus declaraciones y confesión que la "orden" la recibió del cacique Ché, quién a su vez la había recibido de Gamboa.

    Al cacique Apolonio Ché, cuya culpabilidad estaba plenamente demostrada con numerosas testificaciones, se le hicieron cargos por considerársele el "origen principal" de dichos homicidios, el "primer motor" y cabecilla de uno de los delitos considerados más graves en aquella época que era el "hurto calificado" y de los delitos perpetrados en las haciendas referidas, lo mismo que por los tumultos que encabezó en su pueblo y que hemos referido ampliamente. Al cacique de Tixhualahtún, Laureano Abán se le imputaron cargos similares a los de Ché.

    Del mismo modo fue probada la culpabilidad de Domingo Cen, indígena de Tixhualahtún, quién la había admitido y sólo había alegado a su favor que había obrado por "falta de entendimiento" por hallarse ebrio en aquel momento. También se pudo demostrar la culpabilidad de Gerónimo Ytzá, escribano de la república de Nohcacab, en dichos homicidios, y además de la parte muy activa que tomó como "capataz" de la revuelta, se le agregaba el cargo de haber pasado, antes de emprender su viaje a Campeche, a Chetulix a tomar y matar dos reses.

    A Francisco Javier Keb, capitán de la misma república de Nohcacab, se le hicieron los mismos cargos que a Yzá, tanto por los homicidios, la sustracción del ganado de Chetulix antes del viaje a Campeche, su participación como uno de los "capataces" de la revuelta, además de intentar herir al "ciudadano" Pablo Arana por el motivo de considerarlo "español". José Antonio Tacú, indígena de Nohcacab, fue asimismo encontrado directamente involucrado en los asesinatos de la hacienda Uxmal, a ello se sumaba la parte muy activa que tuvo en toda aquella revuelta y que se hallaba probado que fue el principal carcelero de los reos de Uxmal.

    Tanto Yzá, Keb y Tacú, intentaron atenuar las contundentes pruebas que habían contra ellos, alegando que ignoraban las intenciones de Domingo Cen y que obraron por miedo a éste. Sin embargo se les pudo probar que obraron de "común acuerdo y libre voluntad" e incluso que Yzá fue quién dio la idea de acabar con ellos para evitar que los llevasen a Mérida en calidad de "centralistas" como había pensado hacerlo el cacique Apolonio Ché.

    Después de un minucioso análisis del caso y de la conducta de aquellos seis reos "principales" para quienes propuso la pena de muerte, el fiscal Vicente Solís Novelo, apuntaba enérgicamente que era necesaria la ejecución de esta severa pena a dichos reos como un "ejemplar castigo" para detener los robos de este tipo. Señalaba que era "preciso cubrir con la sangre de estos malvados la perniciosa semilla que han sembrado para que no pulule", agregaba que era también imperativo demostrar al pueblo la severidad de la justicia para castigar a los criminales, "para que los escandalosos hechos de Uxmal no fomenten el contagio secreto de relajación y desorden".

    Tras expresar su convencimiento de que la inocencia, la seguridad personal, el asilo doméstico, la propiedad, el orden público y la justicia misma había sido burlada con insolencia por los acusados, el fiscal manifestaba la necesidad de los más severos escarmientos con la finalidad de amedentrar la osadía de todos aquellos que fuesen capaces de tales "maquinaciones" y así librar a la sociedad de esa "peste fatal de crímenes y horrores". En consecuencia consideraba que los acusados principales debían pagar con su vida sus crímenes, porque si no fuese de ese modo -decía-

"...semejantes delitos serán, o yo me engaño mucho, el origen, la emponsoñada raíz de incalculables males. Y en este caso ¿Cuál de nuestros pueblos puede estar confiado en que no será alterada su tranquilidad por tumultos de igual naturaleza? ¿Quién en el sagrado [recinto] de su casa se creerá seguro de una cuadrilla de malechores protervos que puede meterse en ella a la mitad del día para asesinarle? ¿Qué propietario puede confiar en la garantía que las leyes acuerdan a su propiedad, si cuando menos lo piense una turba de bribones cerriles y despiadados, puede saquearle sin miedo de pagar con la vida? En fin Sr. [juez] la seguridad de los jueces, de los magistrados, del Gobierno mismo, se vería comprometida y vacilante sin un ejemplar castigo. Todo grita, todo clama, todo exige la muerte de los criminales".

    En alusión al caso de los caciques Ché y Abán, el fiscal señalaba que era cierto que aunque no habían "empapado sus manos en sangre, se debía tener presente no solamente su mala intención y el daño hecho a la sociedad, sino "el fatalísimo ejemplo que han dado a los de su clase, en su mayor parte inmorales y de costumbres bárbaras; ejemplo que será [difundido] entre aquellas gentes, si su memoria no se conserva al mismo tiempo con el recuerdo aterrador, de que los principales cabecillas murieron en un patíbulo".

    El fiscal no deja escapar la oportunidad de insinuar al juez una medida más severa cuando asienta que "otro fiscal arrebatado de su celo, pediría, tal vez, que la cabeza del infeliz Apolonio fuese expuesta por algún tiempo en el sitio más público del pueblo de Nohcacab", porque su delito acarreaba, según él, "funestas consecuencias en el orden social". Aunque el fin más inmediato de esa medida propuesta, como el mismo ministro indicaba, era restablecer en aquel pueblo "el sólido apoyo del temor a la justicia, el augusto imperio de las leyes".

    Además de estos reos para quienes el fiscal pedía la pena de muerte, otros de los inculpados fueron Andrés Chuc, de Nohcacab y cuarto custodio de los asesinados en Uxmal, Juan Bautista Kuyoc, teniente cacique de Tixhualahtún, Luciano Dzib y Gregorio Cen, alcaldes de Tixhualahtún y José Antonio Keb, vecino de Nohcacab. Estos cinco acusados también merecían la pena de muerte, según el fiscal, por el delito de robo calificado, o por lo menos la de diez años de presidio que era la pena más inmediata a la de muerte, "mas como los jueces -asentó- deben ser piadosos y mesurados" propuso que se les sentenciase a ocho años de prisión.

    Para otros doce reos el fiscal, en atención a su diverso grado de participación, propuso penas que iban de dos a seis años de presidio. Respecto a otros diez, el fiscal consideró que habían compurgado sus respectivos cargos con los tres meses que llevaban en prisión.

    En enseguida los defensores entraron en materia para refutar tales sentencias, sin poder alegar la inocencia de sus "clientes", trataron de diversos modos de plantear atenuantes con el propósito de evitar la aplicación de la pena de muerte a los reos principales o para intentar reducir la condena de los otros inculpados. En sus aspectos más generales, los argumentos de la defensa enfatizaron, en un primer término, el "acaloramiento" que la guerra había ocasionado en la península, a raíz de la cual se generó "una confusión del excesivo ardor patrio"; en segundo su "muy conocida y connatural estupidez e ignorancia", la cual los indujo a ir más allá de la orden dada por Gamboa; y, en tercer lugar en esta misma orden que aunque dada "con la más sana intención, fue, sin quererlo, la causa en cierta manera, de tan infaustos acontecimientos" puesto que nunca se debió dar

...a una gente ignorante, que casi está bajo curatela, pues acaba de sacársele de ella, a una gente que por su misma imbecilidad lleba a un grado ecsecivo el calor de sus pasiones pues carece de la reflección necesaria para contenerse en algún acseso ya empesado".

    Empero el 14 de octubre, el Juez de primera instancia del departamento de Mérida, José Jesús Castro, dicta sus sentencias apegándose a la petición de la fiscalía. Y a solicitud de Doña Joaquina Cano, madre de Don Simón Peón quien se hallaba ausente, se procedió al embargo de los bienes de todos los procesados.

    Tanto en Tixhualahtún como en Nohcacab, se les enajenaron utencilios domésticos, muebles, hamacas, sombreros, dinero, alhajas, imágenes religiosas, solares con sus respectivas casas, vacas, cerdos, caballos, colmenas pobladas, cera, maíz, semillas, milpas sembradas, en fin todo cuanto poseían. Los afectados, en especial el cacique Ché, protestaron enérgicamente a través de sus defensores y si bien no pudieron hacer que permaneciera intocable la mitad que según ellos correspondía a sus esposas, al menos lograron que se les restituyera a sus familiares las milpas y algunos utensilios domésticos de uso cotidiano como bancos y piedras para moler granos, bateas, y otros. Aunque también cabe aclarar que a algunos no se les embargó nada, pues no tenían nada en propiedad e incluso las casas que habitaban eran ajenas.

    No obstante a lo embargado y en la inteligencia de que apenas serviría su importe para cubrir las costas del proceso, Doña Joaquina tuvo que desistir en su denuncia dejando "su derecho a salvo para renovarla siempre que tenga esperanza de mejor éxito".

    El proceso, que se continúa en los tribunales de segunda y tercera instancia, dura hasta fines de 1844. Confirmadas las sentencias y después de considerarse que Domingo Cen, autor principal de los asesinatos, no tenía derecho al indulto que solicitaba su defensa, fue fusilado en el Campo de Marte la mañana del 4 de enero de 1845. En abril de ese mismo año los defensores, tras una ardua labor, logran el indulto del gobernador, para Apolonio Ché y sus otros compañeros, a los cuales se les "redujo" la pena a diez años de prisión con grillete en un pié y cadena en el otro.15

 

Las causas

Así se resolvió judicialmente la acción contra esta revuelta, cuya coyuntura fue la pugna política y militar que se suscitaba entre las élites gobernantes mexicanas y yucatecas. Sin embargo las causas de esta rebelión, no pueden atribuirse sólo a ese factor, mucho menos a la supuesta estupidez de los indígenas, argumento con el cual los criollos "cerrando sus ojos a la verdad" -como dijera Guillermo Prieto respecto a Alamán, apologista del régimen español- no querían ni siquiera suponer que su sistema haya podido hacerse de enemigos tan irreconciliables que incluso deseaban su exterminio de manera violenta16. Violencia que los colonizadores y ellos mismos como herederos de su sistema se habían encargado de llevar "a la casa y al cerebro del colonizado" en sus vanos intentos por domesticarlo17. Por lo tanto las causas tenían raíces más profundas que provienen de la relación que habían mantenido los dos grupos sociales más importantes de la península, como lo eran los criollos y los indígenas.

    En lo particular se ha podido constatar que en Nohcacab, ranchos y haciendas de su jurisdicción había prevalecido un tenso ambiente, caracterizado por continuos abusos de autoridad de los alcaldes municipales y jueces de paz, así como por atropellos cometidos por vecinos pudientes y hacendados. Hechos ante los cuales los indígenas no habían permanecido callados, pues los testimonios de tales abusos, más bien una muestra de ellos, son precisamente las denuncias respectivas ante los tribunales y autoridades como las siguientes.

    En 1831 los alcaldes y justicias Marcos Bak, Andrés Yah y Simón Uc, Teodoro Cocom así como Pablo Canul e Ygnacio Coyí, del rancho Kauil y del rancho Chac, ambos anexos a Nohcacab, hicieron llegar al gobernador una denuncia por las "tropelías" que cotidianamente recibían sus habitantes del juez de paz Victoriano Machado. Este por concepto de obvenciones adeudadas del año anterior al párroco de Ticul Fr. Juan José Garrido, quería obligar a que cada uno de ellos cultivase dieciséis mecates de milpa roza, lo cual implicaba un "precario" trabajo, pues también requerían trabajar para el sustento de su familia y para pagar las contribuciones del año en curso.18

    Los afectados propusieron por tanto, que el pago de las obvenciones atrasadas se hiciese en razón de un real y medio por cada pareja de casados, como les había sugerido el cura antes de la intervención del juez. Sin embargo el cura desmintió que fuese esa su propuesta y aclaró que debía ser, incluyendo a los de Nohcacab, de un real por cabeza, "así de varones como de hembras" excepto los tres meses en que pagaban "obvenciones gruesas" que en enero era el pach, en septiembre el patrón y en noviembre finados, y con la condición de no interrumpir el pago de las del año que corría.19

    Finalmente el subdelegado del partido, a quien el gobernador encomendó el caso, convencido por la aclaración del cura y con la intervención del auxiliar del juez de paz José Trujeque Zetina quien aseveró que la denuncia estaba "animada" de las "mayores falsedades y calumnias" dictaminó que los indígenas debían pagar estrictamente como había aclarado el párroco.20

    En 1832 los "norieros", o alcaldes de norias de Nohcacab, Juan Antonio Keb, Juan Kuyoc, Lorenzo Ceh, Vicente Canché y Juan Poot, del barrio de San Mateo, y Manuel Antonio Kuyoc, Valentín Canché, Pablo Dzib y Mariano Canché, del barrio de Santa Bárbara, denunciaron ante el juez de primera instancia que, hallándose los primeros en el cumplimiento de sus obligaciones en el andén de la noria el alcalde Luciano Negrón golpeó con un palo a Keb y reprehendió y bofeteó a otro acusándolos de estar ebrios.21

    Remitido el caso al gobernador amplían su denuncia señalando que, además de los malos tratos del alcalde, éste se había estado posesionando del sobrante del maíz que se tributaba por el uso del agua después de que cada uno de ellos tomaba el cuartillo que les correspondía y de que se alimentase a las mulas de las norias, y también de que mandaba cerrar la puerta del andén antes de tiempo lo cual impedía a muchos acarrear el agua necesaria a sus casas, incluyéndolos a ellos que estaban ocupados todo el día. Las diligencias para esclarecer el caso fueron comisionadas al alcalde de Ticul, quien recogió las declaraciones de los testigos que presentaron ambas partes.22

    Hubo un estancamiento de seis meses, tiempo en el que el alcalde de Ticul hizo que los norieros le pagasen doce pesos por concepto de las diligencias efectuadas y que también había aprovechado el alcalde Negrón para enviar a la prisión de Tekax a Keb y embargarle unos cerdos de su propiedad. Hechos que Keb presentó en una nueva denuncia al gobernador para reactivar la anterior y advirtiéndole que a él tocaba "ponerle remedio a tan grandes males, pues de lo contrario desampararemos aquel punto [Nohcacab] y nos refugiaremos donde se nos trate con hermandad". No obstante, el gobernador Juan de Dios López emitió un dictamen que avaló el senado en el cual asentó, omitiendo las testificaciones en favor de los norieros, que las declaraciones de los testigos José Arana, Urciano Lope y Victoriano Machado dejaban claro que Negrón "no cometió ninguna violencia contra Keb ni contra sus compañeros" y que lo que les había cobrado el alcalde de Ticul era justo porque siendo los promotores no pr0obaron su acusación.23

     En 1835, el mismo Simón Peón había sido denunciado ante el gobernador por Hemenegildo Keb, vecino de Nohcacab, por haber mandado a sus criados a destrozar cinco mecates de su milpa hecha en terrenos que arrendaba de la hacienda Uxmal, y amenazarlo con destruirle los setenta y tres restantes, si en un plazo de ocho días no le pagaba una carga de maíz por cada diez mecates, cuando que hasta el año anterior, lo cual demostró con veintiún recibos, era en razón de una carga por cada veinte mecates. El denunciante pedía que se tomasen como abono de dicho arrendamiento los cinco mecates destruídos y que Don Simón se abstuviese de enviar a sus sirvientes a hacer lo mismo con el resto de su milpa y con las de sus "compañeros convecinos". La querella no tuvo respuesta.24

    En 1841, Antonio Keb, vecino de Nohcacab, expuso al gobernador que el año anterior se había quejado contra el alcalde Antonio León por diversos atropellos en su persona y bienes y no logrando nada a su favor por la "preponderancia" de su adversario, solicitó un oficio al juez de primera instancia de Mérida Mariano Brito para prevenir al alcalde de que no se le molestase en vista de que había decidido "evacuar" de aquel pueblo. Añade que puso la orden en manos de dicho alcalde quien al enterarse de su contenido hizo mofa de ella jactándose de que no había procedido nada contra él y que le iba a demostrar a Keb que aquel juez mandaba en la capital y él en Nohcacab.25

    Desde entonces puso a Keb varias veces en prisión y en obras públicas, exigiéndole contribuciones que arbitrariamente le imponía, a sabiendas de que Keb todavía no podía separarse del pueblo por tener pendiente la cosecha de quinientos mecates de milpa que tenía en sus inmediaciones. Finalmente sólo obtuvo de esta nueva denuncia una nuevo oficio en el que se le prevenía al alcalde se abstuviese de molestarlo mientras dejaba el pueblo.26

    En ese mismo año de 1841, Carlos Euán, Lucas Keb, Juan Santos Euán, Esteban Balam, Ylario Coyí, Ylario y Bacilio Us, integrantes de la república de indígenas de Nohcacab, promovieron un litigio contra Manuel Quijano, propietario de la hacienda Yaxché, quien se había apropiado de un pozo llamado San José que desde marzo de 1821 bajo su inspección y peculio habían logrado "granjear" dicho pozo ubicado en tierras del común. Sin embargo desde hacía cinco años que Julián Molina, anterior propietario de Yaxché, se había apoderado del pozo haciéndoles pagar cuatro reales anuales por individuo, lo cual resistieron al principio pero que finalmente acataron por la necesidad. Por su parte, Quijano continuó con la misma exigencia hasta que, ante la severa escasez de agua que prevalecía en febrero de 1841, comenzó a exigir un peso por cabeza, lo cual evidentemente era un atropello amén de que Quijano no contaba con pruebas de que se le hubiesen vendido las tierras donde se hallaba el pozo.27

    El gobernador mandó hacer las investigaciones pertinentes con el juez de primera instancia del parti os indígenas Ermenegildo Keb y Francisco Pech, "sujetos de respeto por su edad e íntegros procederes", quienes unánimemente dijeron que el pozo estaba ubicado en tierras del común y por lo cual el gobernador falló en favor de los querellantes y mandó que no se les molestase ni cobrase impuesto alguno a los que se provean de agua en aquel manantial. No obstante Quijano arremetió diciendo que tenía pruebas de dicha propiedad, el cacique Apolonio Ché lo denuncia por rebeldía 28 y tal vez obtuvo un nuevo oficio con la blandura característica de los juzgados cuando de hacendados se trataba.

    Los procesados en el caso de la rebelión no habían podido estar exentos de diversos incidentes con los alcaldes de su pueblo, como salió a relucir de sus declaraciones en sus "careos suplidos" con sus respectivos testigos de cargo. Varios de ellos habían sido obligados a rellenar la plaza, así como otro tipo de faginas, a otros no habían estado exentos de atropellos cometidos por "vecinos" pudientes por concepto de deudas o de injurias por parte de estos. A esto se sumaban los atropellos de los terratenientes de ese pueblo, en los que los indígenas, como ya se ha dado una muestra, no se habían quedado con los brazos cruzados, mucho menos cuando se trataba de problemas limítrofes de las tierras de su comunidad con las de los particulares, como fue el caso de un pleito suscitado entre los miembros de la república de indígenas y Juan José Lara, que los primeros sacaron a relucir en un careo "suplido" con éste quién con motivo de la revuelta había actuado como testigo de cargo contra varios integrantes de la república.29

 

Los resultados

Se puede decir que, en abril de 1843, se conjugaron en Yucatán, dos modelos de levantamiento rural característicos del siglo XIX, uno en el que se desarrolló un patrón de alianzas temporales entre los campesinos y las élites para resistir el control del Estado central, y otro en el que los campesinos que tenían desavenencias pendientes, especialmente con los terratenientes, consideraron que estando el gobierno debilitado, había llegado el momento de saldar sus agravios mediante la violencia. Asimismo es importante destacar que la rebelión que hemos referido vino a romper una vieja frontera, pues tuvo lugar en un territorio considerado entre los de la antigua colonia, lo cual la distingue de las rebeliones que se habían gestado en el oriente de la península, es decir, allí donde tanto los españoles como los criollos no habían hecho sentir todo el peso de su poderoso brazo.

    Nohcacab, no fue arrasado ni se ordenó que nadie osara volver a habitarlo como se hizo con el pueblo de Cisteil en 1761 a raíz del levantamiento armado que encabezó Jacinto Uc de los Santos (Canek); pero los datos del Censo de 1845, el más cercano al año de la rebelión, reflejan una drástica disminución de más del 50 por ciento de su población30, lo cual hace suponer que muchas familias decidieron abandonarlo. Los blancos que probablemente procedieron así, tenían ya motivos poderosos como el temor a una nueva agresión; los indios, sin duda por las inevitables represalias que sufrirían y también porque quizá al fin, como había advertido Juan Antonio Keb, fueron en busca de algún refugio donde se les tratase con hermandad.

    La rebelión de 1843, tuvo un gran impacto por todos los rincones de la península, y desde ese momento se acrecentó la desconfianza y el temor hacia los indios y sus caciques, sentimientos un tanto adormecidos desde la segunda época del constitucionalismo español (1820-1821), pues durante la primera (1812-1814), el grupo liberal sanjuanista adoctrinó a los indios sobre sus derechos de libertad31, lo cual acarreó serios problemas que estuvieron a punto de arruinar a la élite colonial de la provincia. Ese temor, matizado por las circunstancias de 1843, había vuelto recrudecido sobre todo en los hacendados que, al percibir algún asedio a sus propiedades, no dudaban en hacerlo saber inmediatamente a las autoridades, a las cuales no dejaban de recordarles las "trágicas y lamentables escenas de Uxmal y Chetulix" que corrían el peligro de que se repitieran en sus haciendas.32

    Tal fue el caso de la denuncia interpuesta por Joaquín Castellanos en diciembre de 1843, contra los indios del pueblo de Acanceh, de la jurisdicción de Izamal, por reincidir en la invasión de los territorios de sus haciendas Tepich y Tehuitz, así como por amenazas y las lesiones que sufrió su mayordomo en la primera; motivos por los que el cacique de Acanceh Doroteo Yam, de carácter "maligno" según Castellanos, y otros indígenas de su pueblo, que habían estado presos por efecto de una primera denuncia del mismo hacendado, fueron nuevamente turnados al juez para hacerles los cargos respectivos.33

    El proceso contra el cacique Yam había quedado truncado, por haberse fugado junto con otros inculpados y solamente fueron encausados Martín, Romualdo y Francisco Cen, Pedro y José María Puc, Norberto Cen, Antonio Kantún e Ylario Chí, quienes purgaron sus condenas en el año de 1844 y quedaron en libertad después de una "transacción celebrada con el propietario de las haciendas" y de amonestárseles "para que en adelante oigan con sumisión las determinaciones judiciales y ovedezcan a las autoridades; entendidos que de reincidir en esta falta serán castigados con el rigor de l as leyes".34

    Algunos sujetos como el alcalde Rosales de Kanasín intentaron capitalizar la sicosis reinante en contra los caciques. En el primer semestre de 1844, aquél denunció al cacique Luis Baas de ese mismo pueblo por resistencia a mano armada al citársele a comparecer ante el juez de paz, hecho al cual se le quizo agregar, por efecto de las declaraciones de testigos incondicionales de Rosales, que dicho cacique pretendía "sublevar a su gente". Para fortuna del acusado, el fiscal Francisco Calero advirtió la maniobra y "poniendo a un lado todo lo que la animosidad ha inventado, con los chismes que en tales ocasiones se presentan", según sus propias palabras, calificó la falta del cacique "de alguna trascendencia por el buen ejemplo de subordinación y respeto que debe dar a sus súbditos". De ese modo consideró que la sentencia del juez de primera instancia era adecuada, al dar por compurgado su delito con la prisión que había sufrido y con el pago que Baas debía hacer de la tercera parte de las costas del proceso, lo cual fue confirmado en el tribunal superior.35

    Cabe apuntar que aquella situación de los indios, se agravó aún más con las pasiones políticas de los criollos que se habían desencadenado en la península, en especial con motivo de las elecciones, luchas en las cuales los indígenas y sus caciques estaban presentes y por tal motivo habían sido procesados varios de ellos por desacato a la autoridad. El mismo fiscal Calero advertía en otro caso posterior a la del cacique Baas, que se había recrudecido "hasta un punto casi increíble el odio y la animosidad" que había dividido a los pueblos y hacía un llamado a los jueces, en atención al notable incremento de procesos de "esta naturaleza", en el que señalaba que su indulgencia y tolerancia sería perniciosa en esos momentos y los exhortaba a no cometer faltas de "consecuencias trascendentales al buen orden y seguridad social".36

    Una observación final, es que las posibles consecuencias que había señalado el fiscal Vicente Solís Novelo sobre la revuelta que hemos referido, vino a sumarse a un presagio que el gobernador Juan de Dios Cosgaya comunicó al congreso, cuando por el decreto de 9 de septiembre 1840 se redujeron las obvenciones que pagaban los varones a sus párrocos de un real y medio a un real y se abolieron las que pesaban sobre las "hembras". Antes de que se decretara Cosgaya había asentado que aunque reconocía como justa aquella disposición, no debía decretarse a fin de que los indios no creyesen que se les estaba premiando por sus servicios prestados en la revolución federalista que había encabezado Santiago Imán ese año, pues con ello los indios -decía- dada su "estupidez natural", iban a concebir

"que si una revolución les proporcionó el descargo de sus obvenciones, otra les quitará el resto, y otra los constituirá en señores de su país. Por ella nos miran aún como a sus conquistadores, y no perderán la ocasión de sacudir el yugo que su ignorancia les presenta como resultado de la invasión española. Si la dispensa que contiene el decreto, les hubiera sido dada tal como se halla, habrían creído que fue el fruto de aquel trabajo y no el resultado de la justicia : y que sucedería? que mañana o más tarde, ya por sí, o exitados por algún hombre desnaturalizado, nos presentasen una guerra cruel, no muy fácil de concluir, sin grandes sacrificios".37

    La rebelión de la Semana Santa de 1843, puso en estado de máxima alerta a los criollos, en especial contra los caciques quienes para esas fechas, no obstante al limitado poder que les confirió el gobierno criollo, dada su supeditación a los párrocos y autoridades blancas locales, muchos de ellos, ya habían ganado un prestigio ante los indígenas que gobernaban; particularmente a través de su papel en los litigios con los terratenientes y otras diversas desavenencias con las autoridades y ciudadanos no indígenas. A todo lo cual se sumaba la misma fragilidad que mostraba la unión blanca en el momento de dirimir sus diferencias políticas en que también participaron y las amargas experiencias que habían tenido sus súbditos ante las promesas incumplidas, o cumplidas a medias, por los políticos criollos cuando los reclutaron en a sus filas para pelear contra el sistema centralista o para auxiliar a sus tropas con víveres y dinero.

    Pero un hecho como el de la rebelión de Nohcacab y sus resultados inmediatos, llevaría al clímax la aversión contra los movimientos promovidos por los caciques, la cual no tardó en corroborarse con la conducta sanguinaria que adoptaron las tropas del gobierno cuando se tuvo noticia de las primeros movimientos que significaron el preludio de la insurrección de julio de 1847, conocida como la "guerra de castas", promovida y dirigida en sus inicios por los caciques Cecilio Chí de Tepich y Jacinto Pat de Tihosuco, y cuyo primer ajusticiado, por el gobierno fue el cacique de Chichimilá Manuel Antonio Ay.

    En las inmediaciones de la capital donde las autoridades percibieron o supusieron se había propagado el proyecto de la insurrección se emprendió una brutal represión contra los potenciales cabecillas. Poco después un consejo de guerra condenó a muerte -otros fueron puestos en prisión o desterrados- a los caciques de Motul, Nolo, Euán, Yaxcucul, Acanceh y del barrio de Santiago en Mérida, junto con otros de sus compañeros. Entretanto en el oriente de la península las tropas del gobierno continuaban su encarnizada persecución de los sublevados, hasta que el levantamiento indígena adquirió las proporciones que estuvieron a punto de propiciar el exterminio de los "blancos" según algunas obras sobre la guerra de castas. 38


Arturo Güémez Pineda Regresar
Mtro en Historia, egresado del
Colegio de Michoacán
Profesor-investigador Titular
Unidad de Ciencias Sociales
Centro de Investigaciones Regionales
Universidad Autónoma de Yucatán
upineda@tunku.uady.mx

* Este artículo fue publicado en:Saastun, Revista de Cultura Maya, Núms. 1 a 3, Universidad del Mayab, Mérida, Yuc., 1997. Regresar


 


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