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El despojo de las tierras comunales

 

Desde 1813, con la vida efímera de la Constitución de Cádiz, empezó a plantearse en Yucatán una fuerte política agraria, de carácter liberal, que buscaba privatizar las tierras comunales para promover el desarrollo de la ganadería y de la agricultura comercial. Pero no fue sino hasta después de 1821 cuando los criollos y mestizos, libres de las trabas impuestas a la propiedad agraria por el colonialismo español, se dieron a la tarea de concentrar tierras indígenas para el fomento de haciendas y de ranchos de caña de azúcar. De acuerdo con el espíritu liberal que reinaba en la época, se propició el despojo masivo de terrenos presuntamente baldíos a través de diversas disposiciones locales, en un proceso lleno de conflictos que se prolongó hasta el último tercio del siglo XIX.

    Esta usurpación de tierras afecto, de manera directa, la estructura de sobrevivencia y la cohesión de las repúblicas indígenas, restándoles capacidad económica para enfrentar las periódicas crisis agrícolas, así como disminuyendo la fuerza política necesaria para mantener a los winico’ob dependientes del cabildo y de los principales. Sin tierras, los pueblos tuvieron graves problemas para subsistir y producir los excedentes que se les continuaban exigiendo en forma de contribuciones civiles, obvenciones y servicios personales. Se abrieron, asimismo, diferencias de intereses entre los indígenas que permanecieron en los pueblos y los que pasaron a residir en las aldeas de las haciendas. El resultado final de este proceso de cambio en el régimen de propiedad de la tierra fue, por una parte, la creación de una extensa servidumbre indígena de tipo agrario dependiente de las haciendas, y por otra, la sublevación maya de 1847 que culminó con el desarrollo de una sociedad indígena independiente en las selvas del oriente.

    Las disposiciones legales más importantes en las que se apoyó el despojo territorial fueron la ley de colonización del 2 de diciembre de 1825, las reglas para la venta de terrenos de 1833 y la ley de 5 de abril de 1841, que se referían a la enajenación de terrenos baldíos. El mecanismo del despojo consistió, como en otras regiones de México, en restringir y delimitar las tierras comunales de los pueblos cabecera y de los ranchos milperos importantes, declarando baldías todas las extensiones excedentes, que pasaron a la administración del gobierno estatal. A partir de entonces sólo se reconoció como tierras comunales o ejidos cuatro leguas cuadradas por cada pueblo y una legua cuadrada para cada rancho indígena, a la par que se promovió la denuncia y adquisición de los demás territorios a precios diferenciales para inducir la colonización del oriente y sur del estado. Los gobiernos yucatecos también utilizaron las ventas y los arrendamientos de tierras para hacerse de fondos y mantener, así, a los ejércitos en pugna. Por ejemplo, el partido federalista concedió premios de campaña por un cuarto de legua de tierras baldías a los soldados que pelearon en contra del partido centralista, y en 1843, el calor de la guerra de facciones, se decretó un préstamo forzoso llamado “contribución patriótica”, a cambio de bonos que por falta de efectivo en la tesorería del estado terminaron devolviéndose con tierras. Otra disposición fue el establecimiento, en 1844, del impuesto de un real por cada 10 mecates de milpa trabajada en las tierras baldías, con lo que el uso indígena de la tierra sufrió un serio golpe. En general estas disposiciones tendieron a otorgar la seguridad en la propiedad privada de la tierra e impulsaron la apertura de centenares de nuevas fincas e innumerables plantaciones de caña de azúcar, así como de explotaciones de palo de tinte y madera. Se calcula que para 1847 entre el 65 y 75 ciento del territorio de la región noroeste de la península, distritos de Mérida e Izamal, había pasado a ser propiedad particular. Todavía en 1865 se promulgó un decreto de colonización de territorios baldíos que fueron debidamente ubicados y clasificados según su lejanía, calidad y precio.

    La usurpación de sus tierras significó para los indígenas un rápido deterioro de su nivel de subsistencia, ya que, además de la tierra útil para las milpas se perdieron también los centros de abastecimiento de agua –como cenotes y aguadas que fueron muy disputados par los hacendados-, asimismo, se redujeron los lugares en donde se podía recolectar cera, miel, leña y otros bienes, así como de caza. Por otra parte, el ganado y los caballos de las fincas privadas destruían las milpas, no obstante la práctica de cercar los cultivos con una enramada. La ganadería extensiva demandaba, cada vez más, tierras de pastoreo; todos los días se dejaba libre al ganado, con la marca del propietario, para que se alimentara del follaje de los montes y por las tardes retornaba a los corrales de la finca bajo la vigilancia de los mayorales y vaquero mestizos. De esta manera se puede afirmar que durante la primera mitad del siglo XIX, debido a la apertura de nuevas haciendas y, sobre todo, a la multiplicación del ganado en cada una de ellas, los montes fueron ocupados por el ganado. En 1834 se calculaba la existencia de 400 mil cabezas de ganado mayor y 60 mil de caballar en Yucatán, éste invadía las tierras comunales y destrozaba las milpas, y aunque los indígenas se defendieron exigiendo, en un principio, que las nuevas crías se situaron lejos de sus comunidades, tuvieron que recurrir al cerco para evitar la pérdida de los cultivos. La ocupación de los montes por el ganado generó la proliferación del abigeato como una respuesta indígena frente al hambre, como lo demuestra el hecho de que en el periodo comprendido entre 1821 y 1847 se registraron 146 casos de abigeato por grupos de indígenas originarios de los pueblos, de las haciendas y especialmente de los ranchos.

    Los caciques, y en general las repúblicas, opusieron una resistencia permanente a la usurpación de sus posesiones, mediante numerosas quejas defendieron, legal y extralegalmente, las tierras que les pertenecían. Entre los años de 1812 y 1847, fueron muchos los litigios emprendidos por los caciques en contra de los antiguos hacendados y de los nuevos propietarios de tierras. Varios de esos procesos ilustran la manera como las fincas fueron cercando los asentamientos indígenas y la negativa de sus habitantes a convertirse en colcabo’ob. Así los atestigua, por ejemplo, un memorial de los indígenas del rancho Chac, de la república de Nohcacab, levantando en contra de los propietarios de la rica hacienda Tabi. Denunciaron que desde “tiempo inmemorial” estaban asentados en esas tierras, en donde formaron un rancho de 200 familias y en los últimos tiempos habían trabajado en la construcción de una plaza central, de algunas calles y de un pozo, así como de una casa real para el asiento de la “media república” que les estaba concedida como parcialidad de Nohcacab y que era encabezada por un teniente de cacique.

    También construyeron una ermita a la Virgen María en la que servían dos fiscales encargados del adoctrinamiento de los menores. Sin embargo, los propietarios de la hacienda Tabi reclamaban los terrenos y sus mayordomos exigían que os habitantes de Chac sirvieran, semanalmente a la finca con un día de trabajo gratuito por el uso de los montes. En 1820 el litigio todavía continuaba y los indígenas se negaban a convertirse en colcabo’ob de la hacienda.

    La disputa por la tierra se hizo cada vez más fuerte y aunque los indígenas lograron diversos dictámenes en su favor, en general no pudieron evitar la pérdida de las tierras donde habían vivido desde tiempos inmemoriales por medio de los procedimientos legales. Hacia 1834, diversas juntas municipales y repúblicas de indígenas se quejaban en contra de la reglamentación sobre tierras baldías impuesta un año antes, alegando que se ponían trabas para los cultivos de maíz, en un tiempo de penuria y escasez debido a las sequías. También demostraron que la enajenación de tierras obligaba a los hombres a caminar largas distancias para hacer sus sementeras y que tenían que añadir más trabajo por la necesidad de cercar las milpas.

    Los caciques principales comprendieron que la privatización de las tierras conllevaba graves consecuencias negativas para la organización de las repúblicas. Al perderse las tierras se perdía también parte de la población sujeta, lo que generaba el fortalecimiento de una clase de servidumbre que se apartaba de las autoridades étnicas y de los derechos y deberes que tenían los macehuales libres, por lo cual los caciques siempre se opusieron a la transformación de los macehuales en colcabo’ob. Por ejemplo, hacia 1837, don Narciso Dzuc, cacique de Kinchil en compañía de la república de ese pueblo, expresaba su queja en contra de la mensura de algunas tierras, advirtiendo acerca del deterioro económico y denunciando lo que representaba para los hunicco’ob convertirse en renteros o luneros de las haciendas. Decía que:

... si sus tierras aún son pobres para sus labranzas del precioso grano de sus sustentos ¿no es claro que el pretender algunos particulares que se vendan o arrienden, es aniquilarlos o al menos esclavizarlos haciéndolos feudatarios del comprador?

    En este proceso de transferencia de la posesión de la tierra, durante la primera mitad del siglo XIX miles de macehuales se vieron en la necesidad de pedir tierras en arrendamiento a los propietarios privados, asentándose, más tarde, en las aldeas que se formaban alrededor de las fincas. De esa manera pretendían escapar, individualmente de los tequios y de la onerosa carga que representaban las exigencias del gobierno y de los religiosos.

    Sin embargo, hay que advertir que una parte de los indígenas que perdieron sus tierras no tuvo cabida en las aldeas de sirvientes, sino que permanecieron como jornaleros eventuales y se emplearon en los cultivos de arroz y caña dulce. Estos dos productos adquirieron una presencia significativa durante la segunda mitad del siglo XVIII en Yucatán; el arroz se cultivaba sobre todo en las tierrasanegadizas o de ak’alche’ de la costa campechana y la caña se comenzó a implantar en la región de la sierra, al sur, pero también se utilizaron otras regiones que tenían tierras aptas en el oriente. Por ejemplo, en 1796, en el partido de Tihosuco había 173 hectáreas de caña de azúcar y 24 de arroz, todas trabajadas por medio de los mandamientos de trabajo. Después de la guerra de independencia, el cultivo de arroz casi desapareció debido al cierre del mercado cubano y a lo anticuado de la tecnología que se utilizaba la cual no era competitiva frente a los agricultores norteamericanos, quienes empleaban maquinaria para descascarar, pulir y limpiar el grano. En cambio, hacia 1858 los cultivos de caña se habían desarrollado y las haciendas y ranchos privados de Campeche la sembraban regularmente, demandando trabajadores eventuales de las comunidades mayas en los tiempos de la cosecha. La caña era procesada en rudimentarios trapiches de madera y servía, sobre todo, para la elaboración de aguardiente que se consumía localmente.

    El impacto que provocó en las comunidades la proliferación de ranchos de caña de azúcar, como forma de dominio territorial por los labradores particulares, se ilustra en un documento redactado para la demarcación parroquial del pueblo de Iturbide en 1842. Un decreto del Congreso Estatal erigió al antiguo rancho Dzibinocac, situado al sur de la península, en el partido de Bolonchén Ticul, es decir en un nuevo pueblo. Al efectuarse su demarcación parroquial se consideraron dentro de la nueva jurisdicción 64 ranchos, parajes y aguadas pobladas que quedaban comprendidas en la región de Los Chenes. Varios de estos asentamientos habían sido “antiguos” ranchos indígenas que perdieron su independencia quedando situados en tierras privadas. Pero en su mayor parte se trataba de labranzas de caña y maíz y sólo eran habitados durante el tiempo que duraban los cultivos. Los indígenas se contrataban temporalmente y habitaban en los pueblos o ranchos libres, en donde estaban matriculados para el pago de las obvenciones. Aun en esta demarcación de poca densidad demográfica es notorio el creciente control sobre la tierra que ejercían los criollos y mestizos, ya fuera por medio de la apropiación privada o el arrendamiento al gobierno. Algo similar sucedía en toda la periferia de la península yucateca.

    La transición de indígenas tributarios a sirvientes de las fincas no fue un proceso homogéneo, por el contrario, evolucionó en forma diferenciada en dos grandes regiones de la península yucateca: en la antigua zona colonial situada en el noroeste y en las selvas del sur y del oriente. El paso del sistema tributario a la sociedad basada en la servidumbre indígena se desplegó con vigor, primero en la región noroeste que comprendía los distritos de Mérida e Izamal, en donde existía un mayor número de asentamientos concentrados y un mayor control político por parte de los criollos. En esta región, entre 1821 y 1847 los pueblos sufrieron una diáspora, se desgajaron en cientos de pequeños y medianos asentamientos o aldeas de hacienda.

    En cambio, la historia de los pueblos del oriente y del sur de la península siguió un derrotero diferente. En esta región se retardó la usurpación de las tierras comunales y la desarticulación de las estructuras étnicas. Agotadas las tierras disponibles en el noroeste, los criollos se lanzaron, entre 1830 y 1847, a la colonización de los territorios de la periferia. Las haciendas y, en especial los ranchos privados dedicados a la producción de caña de azúcar y aguardiente empezaron acercar los pueblos de esta región. Sin embargo, en este caso las estructuras políticas de las repúblicas se conservaron prácticamente inalteradas e incluso se vieron fortalecidas con el papel que jugaban los caciques en las revueltas y golpes de estado realizados por los criollos federalistas y centralistas en su disputa por el control del Estado. Ambos partidos realizaban continuas promesas económicas y armaban a grupos de indígenas para su causa, pero no se percataron que los mayas tenían una causa propia y sólo esperaban una oportunidad para manifestarla.

    Los caciques del oriente y del sur no estaban dispuestos a correr la misma suerte que los del noroeste, quines habían perdido poder y derechos. Comprendían que la avanzada de la nueva colonización sobre sus territorios conducía abiertamente a su extinción. Por su parte, los macehuales acrecentaban su resentimiento en contra de las obvenciones, los servicios personales y los castigos corporales a que los sometían los religiosos, y ahora sentían peligrar las tierras indispensables para cultivar las milpas de subsistencia. En esas condiciones, la sublevación era cuestión de tiempo y de que existiera una oportunidad.

    En el noroeste el desarrollo de las haciendas propició una división entre dos sectores de la población indígena. Los sirvientes de las fincas se diferenciaban cada vez más de los mayas de los pueblos y ranchos libres, recreando su cultura bajo una nueva forma de dominación. En cada una de las numerosas haciendas se fue desarrollando una microsociedad o aldea de sirvientes con una estructura social bien definida. Los integrantes de estas aldeas quedaban inscritos en una rígida estructura jerárquica en torno a la actividad desempeñada en el trabajo, donde se encontraban los mestizos y mulatos en las posiciones superiores como asalariados en la cría de ganado, en labores especializadas y en los puestos de mandos. Los indígenas ocupaban puestos inferiores de trabajo y estaban dedicados, principalmente, al cultivo de maíz.

    Diversos lazos unían a los indígenas con las fincas. El endeudamiento los obligaba a radicar en forma permanente en su interior, a vivir acasillados. Por otra parte, el acceso a un solar doméstico y a tierra de cultivo, así como la posibilidad de utilizar ciertos recursos fue incrementando el apego de los sirvientes hacia las haciendas. Cada finca levantó una capilla y la dedicó a un santo patrono, al que los mayas rendían culto, asimismo se recrearon muchos aspectos del cristianismo maya. Incluso se formaron cofradías para la organización de la fiesta anual.

    Una parte de los indígenas que se vieron obligados a salir de sus pueblos por la falta de tierras para cultivar, logró escapar al peonaje en las haciendas refugiándose en los montes apartados, lejos del controlpolítico y religioso de los blancos. Estos mayas continuaron con una tradición de la época colonial, cuando era frecuente que los grupos de indígenas que se fugaban hacia zonas lejanas para escapar de la tributación llevaban una vida independiente. En Yucatán, estos mayas eran conocidos como wites. Los indígenas de los ranchos libres que se fundaron en el siglo XIX pudieron, en unión de los wites, recrear antiguas tradiciones religiosas y sociales que a los ojos de los blancos aparecían como una “vida verdaderamente salvaje”. Estos ranchos impulsaban la dispersión de la población maya y al mismo tiempo fueron nutriendo al contingente dispuesto a participar en una rebelión en contra del gobierno yucateco y de “los blancos”.

    En esa misma época, la región de refugio de los mayas libres, que se encontraba en el centro de Belice, se redujo considerablemente debido a la creciente actividad que los colonizadores ingleses desplegaron desde el sur. Es decir, se trataba de un proceso similar al que estaban sufriendo los pueblos mayas de la periferia de Yucatán. En Belice, entre 1817 y 1847, la demanda de madera para la construcción y de caoba se expandió considerablemente en perjuicio del territorio maya. Los asentamientos indígenas tuvieron que adentrarse aún más hacia el interior de la selva.

Material tomado de: La memoria enclaustrada. Historia de los pueblos indígena de Yucatán, 1750-1915. Bracamonte Pedro, México 1994 ISBN 968-496-262-2 (Volumen) 968-496-259-2 (obra completa)

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