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El hechizado

Por Jacinto Castro V.

La perra estaba dando la batalla al cerdo. En el patio de la casita de paja bajo el ramaje frondoso de un aguacate. Paula arrodillada en tierra rasa molía maíz apresuradamente. El día se precipitaba y era menester acabar las tortillas para Colax que estaba por volver del chapeo.

      Jau…jau…jau..

      Kuis…kuis…kuis

      Seguía el pugilato en una carrera loca en el patio, entre la casa, alborotando a las gallinas manteniendo al gato en lo alto de un ciruelo.

      ¡Azucena, Azucena!

      Blanca, flaca y larga, con los ojos de humildad melancólica, la perra al oír su nombre se detuvo meneando la cola.

      -¡No te “digo” que dejes a Pancito!

      Pancito era el cerdo.

      La perra pareció comprender y se acurrucó frente al fogón.

      El maíz molido ya resbalaba de la piedra convertido en una masa nítida, compacta, olorosa, blanca.

      De cuando en cuando la perra lamía las migajas que caían y Paula con ese orgullo de las Indias de raza pura que comienzan a chapurrear el castellano cantaba mientras molía:

      “Fueron” tus ojos los que “dieron” el tema dulce de mi corazón tus ojos verdes claros serenos, ojos que han sido mi “inspiración”.

      Pese a los cuadros estupendos, el giro musical se desenvolvía ligero, fácil, preciso, ufano. En una olla de barro, los frijoles reventaban sazonados con sal y epazote, sobre el comal donde se iba a cocerse las tortillas, se tostaba el chile rojo compitiendo al crepitar, con la leña que se retorcía ahogada por las llamas. El olor que despedía el chile provocaba tos.

      Tsin…tsin…tsin.

      Era la perra que estornudaba por el chile quemado.

      -¡Quítate, se te va “enfermar” tu nariz!

      Siempre obediente, “Azucena” se levantó saliendo para el camino carretero en donde entabló según sus ladridos inmediatos, pendencia con sabe Dios quién o qué cosa.

      Canta y no “llores” porque cantando se alegran “cielito lindos” los corazones.

      Seguía la voz de Paula fresca y clara prendiendo el exotismo de la pronunciación de la amplitud espléndida de la mañana campesina. Los henequenales cerraban los horizontes. La tierra yucateca afirmaba sus prestigios tropicales. En el ambiente flotaba el olor del agrio de la penca ya raspada. De acuerdo en cuando el galope de un caballo, un silbido, un ruido de la plataforma que pasaba muy lejos… y de pronto el mugir de un ternero perdido llamando a la madre, el relincho brutal de un potro enamorado, la sirena de alguna finca cercana. La casita de paja de Colax era una gloria. La única nube que pasaba sobre ella eran los ojos golosos del “mayacol” que miraban a Paula con temblor de ansiedad fatigado por lo imposible, pero fuera de esto, el matrimonio vivía feliz y confiado al amparo de su amor y de su dedicación al trabajo.

      No contaban más de seis meses de casados y Paula hablaba ya con orgullo y esperanza de la llegada de Colaxito y como era buena mujer se esmeraba aquel día por dejar terminado el almuerzo, ansiosa de que cuanto antes llegase Colax. En estos afanes estaba cuando “Azucena” de un salto trepó sobre la albarrada moviendo el rabo y ladrando con entusiasmo. Era la señal. Colax estaba volviendo. Sonrió Paula y salió a la puerta. Lo vio llegar sudoroso, sonriendo alegra con el “calabazo” a cuestas, su “zabullan”, sombrero de huano de ancha ala y más debajo de las rodillas sus xbak’alooko’ob. La frugal cena precedió al recibimiento y todo era amor, cariño y esperanza. La noche tendió su manto negro y el horizonte prometía lluvia. Paula y Colax en distintas hamacas de blanco henequén corchado, se dedicaron al sueño. Llovía a mares y era muy de noche cuando alguien llamó a la puerta de su casa pidiendo albergue. Abrió el hombre y se encontró con una joven india de belleza extraordinaria que tenía los negros y abundantes cabellos empapados por la lluvia y la cual en tono suplicante, le pidió la dejara pasar allí aquella noche de tormenta. Colax extrañó que a tal hora y con aquel tiempo anduviera fuera de su casa una mujer, y más aún extraño el no conocerla, pues nunca hasta entonces la había visto. Le contestó afligida la otra, que esto sucedía así porque ella no era de aquella finca sino de otra que estaba algo distante y que se dirigía al pueblo inmediato por haber recibido aviso de que su padre que vivía allí estaba enfermo, y que andando, andando, la tormenta la había sorprendido. Con lo cual quedo tranquilo el hombre y consintió en albergar a la desconocida, cediéndole por galantería su lecho en tanto que él se tendía en el sueño. Allá por la media noche la mujer se aproximó a Colax que ya dormía profundamente y despertándolo comenzó a insinuársele con gran coquetería; pero el recto varón venciéndose a sí mismo, tanto más que en la misma casa se encontraba su mujer, hubo de rechazarla. La mujer, llena de despecho, le dijo entonces: “Está bien, me rechazas, pero habrás de recordarme”. Y aunque disgustada, como continuase la atormenta, volvió al lecho al parecer decidida a continuar durmiendo. Colax trató de conciliar nuevamente el sueño, pero es el caso que ya no pudo, y cual no sería su estupor al amanecer, al darse cuenta de que la mujer había desaparecido como por encanto, sin que la hubiese oído hacer movimiento alguno. Paula y Colax observaron las puertas y las encontraron como las habían dejado, fuertemente atrancadas hacia adentro, de modo que la fuga de la mujer era inexplicable. En la hamaca en que la intrusa había reposado, halló Colax un mechón de pelo negro, sin duda de la cabellera de la mujer, pero de hebras tan rígidas que punzaban.

      Confundido el hombre consultó con los vecinos y éstos fueron de parecer que en día viernes y a la salida de la luna se quemasen el mechón, se hiciese un hoyo en la tierra y en él enterradas las cenizas. Y así trató de hacerlo Colax, pero sucedió que conforme se excavaba el hueco volvía a llenarse inmediatamente sin que nadie pudiese explicarse fenómenos tan raros. Preocupado andaba Colax pues era claro que se había interpuesto en su camino, la “mujer mala” kak’as ch’uup; cuando días después regresando de su milpa al comenzar la noche vio a una pequeña venada junto a una ceiba. El animal no se atemorizó ni trato de huir. Pensó Colax en aprovechar tan magnífica pieza y la tiró con su escopeta. Cayó herida la venada y Colax se apresuró a recogerla, pero el espanto se apodero de él al oír que el animal hablaba como un ser humano para decirle:

      -“Tonto creíste cazar una venada y es la venada la que te ha atrapado”. Y en aquel instante el animal desapareció quedando en su lugar la hermosa mujer a la diera albergue aquella noche de la tempestad. Y ocurrió sin que fuera darle impedirlo que ella se le abrazo ciñéndose a él frenéticamente.

      Pugnaba Colax por desasirse, pero fue en vano, y considerándose perdido comenzó a dar voces de auxilio y entonces la mujer aquella blandiendo filoso puñal intentó clavarlo en el pecho, pero el hombre, sin perder la sangre fría esquivó inteligentemente el golpe. Colax comenzó a dar gritos de dolor y tan fuerte gritó, que fue oído hasta en la finca.

      Al oír los gritos corrieron varios vecinos del lugar, mas al llegar pudieron ver llenos de terror cómo la tierra se abrió en el punto en que luchó Colax con la xtáabay y apareció una hermosa mujer de larga cabellera que desapareció en el instante como por encanto. En el instante fue recogido Colax, quien pálido y tembloroso apenas podía articular algunas palabras. Paula muy ufana y sonriente sobre el brocal del pozo vio venir al grupo de jornaleros trayendo a Colax.

      -¡Qué te sucede Colax!

      -¡Dolor de mi barriga!

      -¡Ave “marilla” debe ser aire, flótate, anís, ven!

      -¡No, no, es la Xtáabay, es la Xtáabay!

      -Ave “marilla” “masi lo estás hechizado Colax!

      -Sí Paula, “lo estoy hechizado”, la Xtáabay.

      Desde aquel día Colax no volvió al trabajo. El dolor siguió lento, martirizándolo, sin dejarlo comer; ni dormir y ni reposar un instante.

      Pobre Colax, la desventura había entrado en la casita de paja. Fue un transcurrir desesperante cruel. Colax estaba escurrido, amarillo. Y Paula lloraba en silencio, bebiendo sus lágrimas mientras molía maíz, mientras hacía las tortillas, mientras atendía a las gallinas, al gato, a la perra….

      -Me voy a morir Paula, me voy a morir.

      -No lo “digas” tonterías Colax.

      Voy a encenderle su lámpara a Santa Cruz para que “sanas” pronto. Pasaron los días Colax siguió sufriendo. Lo llevaron al pueblo, a la ciudad y nada, los médicos no sabían lo que tenía; el caso era que Colax se estaba secando día a día y a los quince días el pobre indio que era modelo de esposo murió dejando en el fondo del dolorido corazón de Paula un cálido soplo de dolor. Y Paula lloraba en silencio bebiendo sus lágrimas mientras molía maíz, mientras hacia las tortillas, mientras atendía a las gallinas, al gato, a la perra… Al poco tiempo el advenimiento de un bebé que tenía las características físicas de Colax alegró aquella casita de paja y Paula, orgullosa cifraba sus esperanzas de felicidad en aquel hombrecito. Los indígenas supersticiosos dicen que en el lugar en que Colax fue víctima de las iras de la “mala mujer” salió una planta que es la llamada “Tzakam” que por las noches quien pasa junto a ese arbusto escucha gemidos y risas a un mismo tiempo que parecen salir de la misma en el punto en que la xtáabay cumplió su macabro ofrecimiento.




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