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Flor de sangre

Antonio Mediz Bolio

 

La hora fatal, padecida hacía mucho tiempo en las páginas de los analte’o’ob sagrados, donde con mano convulsa escribieron sus profecías los chilames.

       Habían llegado los hombres de blanca tez, habían venido de allá, de muy lejos, en sus buques maravillosos, llevando por delante un signo extraño que llamaban la Cruz y esparciendo en derredor la muerte con sus armas terribles que lanzaban el rayo, a conquistar la tierra de la que fueron los mayas, los únicos señores.

       Y gobernaba entonces en Sotuta, Nachi Cocom, el cacique indomable, el de voluntad recia como el pedernal de las hachas, de corazón de fuego en que se agitaba las pasiones y bullía el orgullo retador jamás humillado por el miedo o la vergüenza.

       Y cuando vinieron presurosos sus espías de las costas de Cuzamil y oyó la tremenda noticia de la llegada de los hijos del sol, el cacique sintió que la sangre ardía en sus venas, su corazón se estremeció con la rabia del tigre y un odio inmenso, mortal, brotó en el fondo de su alma.

Y ese odio durmió allí, pronto siempre a despertarse.

Un día se acercó a Cocom el jefe supremo de sus ejércitos.

       -Poderoso señor, -le dijo el guerrero- los dioses nos abandonan. Los dioses de los mayas han dado la ciudad sagrada de Baklumcháan a los extranjeros de rostro pálido. Sus estandartes ondean ya en lo alto de las pirámides de T-ho’, y han profanado nuestros templos con sus plantas impuras y han derramado la sangre de nuestros hermanos. La tierra y los cielos te piden venganza, ¡Oh gran cacique! Recuerda que nuestras flechas están prontas a dispararse, y piensa que a una señal tuya, cientos de miles de guerreros blandirán sus lanzas contra el invasor. ¿Han de ser nuestros señores, los hombres de Oriente?

       Nachi Cocom se irguió, brilló en sus ojos el relámpago de la cólera, y luego por fin, exclamó:

       _Los dioses lo han permitido. Pues bien, si los dioses protegen a los blancos, lucharé contra los dioses. Y si el sol su padre les da la victoria, los guerreros mayas lanzarán sus flechas contra el sol.

       Congréguense del poniente al levante y del Norte al mediodía todos los hombres capaces de empuñar, el arco o de manejar la borda. Y resuenen los cantos guerreros y retumbe el grito de combate. “Marchemos a la venganza, que estoy sediento de la sangre maldita de los hijos del sol”.

       Así habló al cacique, y del Este al Oeste y del Sur al Septentrión, no hubo un solo guerrero que no volase a formar parte en las filas del ejército que iba a combatir por su libertad. Aquella noche Nachi Cocom no pudo conciliar el sueño.

       Era una noche obscura, tenebrosa. El cielo encapotado, ocultaba las estrellas y en el seno de las nubes el trueno rugía amenazador. El fiero Xamanka’an el viento del norte, bramaba azotando con furia los troncos de los árboles; la tormenta se preparaba. El ciervo, tímido, se ocultó temblando en la espesura, huyó el gavilán a su escondite y el tigre aulló de rabia, guareciendo en su madriguera ¡Noche terrible!

       En vano quiso dormir el señor de Sotuta. Una idea fija se agita en su cerebro, cruel, obstinada privándole del reposo. Al cabo hizo llamar a sus consejeros.

       _¡Oid, -les dijo- la duda me atormenta y la ansiedad ruge en mi pecho como ahí fuera la borrasca. Alguno de vosotros sería capaz de llevar la tranquilidad a mi espíritu? ¡Decídlo!...

       Entonces un adivino, un anciano de arrugado rostro que conocía grandes secretos, se acercó a Nachi Cocom y le dijo en voz baja:

       _¡Oh, señor mío, yo conozco el remedio de tu mal! Escucha: ahora es de noche y se desencadena la tormenta. Los tallos del xha’il se dobla al soplo del vendaval. El xha’il es la flor de los misterios. Si miraras al fondo de su cáliz. ¡Oh cacique! En esta noche de tempestad en que no brilla la luna, allí verías el porvenir y la duda se ahuyentaría de tu corazón!

       _Traédme en seguida la flor de los misterios, la campanilla azul, -exclamó el cacique radiante de júbilo- ¡traédmela! Id a arrancar la primera que encontréis.

       Y todos los presentes, sin temer la furia del huracán, se lanzaron fuera de palacio. Y pronto un sacerdote presentó a Cocom la flor del xha’il, con sus pétalos azules, cintillantes de menudas gotas de lluvia. Febrilmente la tomó el cacique, y a través del sáastun mágico, el anteojo de los sortilegios, clavó sus ojos chispeantes de anhelo en el cáliz de la misteriosa flor… y los pétalos del xha’il, de color de cielo, se tiñeron con el rojo purpúreo de la sangre…Cocom palideció.

       Murieron asesinados los mensajeros de paz, los enviados de Tutul Xiu, el señor de Maní, en aras de la cólera de Nachi Cocom y sedientos de venganza, ebrios de furia, los ejércitos de Cocom y de Cupul se lanzaron sobre T-Ho’.

       La batalla fue sangrienta, terrible. Era el último y supremo esfuerzo que hacía una raza para decidir su suerte, para arrancar la tierra de sus mayores a los que habían tomado posesión en nombre de su rey, para salvar su libertad o hundirse para siempre! Por eso la batalla de T-Ho’ fue tremenda, encarnizada.

       Aquel día, en que midieran su fuerza por última vez el invadido y el invasor, la península se estremeció hasta sus cimientos.

       Opuso el maya su heroísmo al valor castellano, lanzó atrevido su azagaya a las bocas de los cañones y presentó su pecho desnudo al arcabuz del hispano de acerada cota…

       Pero había llegado el día en que un nuevo pueblo se abriese paso a la historia a través de las ruinas del antiguo, y una civilización traída de muchas leguas allende del océano iba a reemplazar la civilización maya. Y los guerreros de Cocom sucumbieron ante los soldados de Montejo.

       La raza de los mayas había caído para no volver a levantarse.

       Y es fama que anunciando la catástrofe se enrojeció la corola de xha’il, la flor de los misterios, aquella noche en que Nachi Cocom miró su cáliz a través del sáastun para interrogar el porvenir, aquella noche de tormenta favorable a los sortilegios…




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