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La maldición

 

La metrópoli meridana se ensancha. En el lugar que ocuparon los antiguos edificios de la ciudad de Thó, se levantan hoy los templos cristianos y las opulentas casas de los castellanos. En lugar de la antigua plaza que daba acceso a los templos para sacrificios se encuentra la nueva plaza principal dominada por la soberbia casa de Montejo. En lugar de traficar por las calles los guerreros semidesnudos y los caciques conducidos en hombros por fuertes mozos, se pasean hoy los hombres de espada y coraza y los jinetes cubiertos de hierro montados en briosos caballos.

      La nueva metrópoli crece de un modo extraordinario. Sólo hacealgunos años que el valiente Don Francisco de Montejo terminó la conquista de la península dominando al cacique maya Nachi-Cocom y ya la nueva ciudad e Mérida tiene gran animación. En la noche, en lugar de triste silencio que caracterizaba a la ciudad e Thó, se escuchan hoy por las calles los ruidos de las fiestas que organizan los encomenderos en sus residencias. En lugar de la terrible oscuridad que dominaba la ciudad maya hay faroles en las esquinas que si no dan gran luz cuando menos permiten el tráfico nocturno. Recientemente han estado llegando a esta ciudad caballeros castellanos que vienen de la Vieja España en busca de fortuna sin más equipaje que su capa y su espada. En tanto que los antiguos soldados de Don Francisco de Montejo se han vuelto encomenderos y han adquirido ricas posesiones en este nuevo país, los nativos, antes dueños y señores de la tierra en que vivían han pasado a ser esclavos y de la apacible vida que llevaban pasaron a una más miserable y triste que la de los animales de carga. En vano los frailes fabrican colegios para la enseñanza de los nativos y se quejan de tanta injusticia, los encomenderos hacen de los esclavos lo que les da la gana. ¡Pobres hijos de la raza maya que tuvieron la desgracia de haber nacido en la época que se cumplían los augurios de Kukulcán!

      Entre los muchos españoles que vinieron a la península en busca de fortuna una vez conquistada ésta, llegaron dos amigos inseparables como Cástor y Polux compañeros de penalidades, de diversiones, y con el corazón lleno de ambiciones. Eran éstos Don Alvaro de las Torres y Don Alfonso Salazar, bien distintos de carácter aunque con los mismos gustos. El primero pacífico, amante de la tranquilidad y muy aficionado a las mujeres. El segundo, revoltoso, afecto a reñir, de carácter violento y muy amante de las riquezas. Sin embargo, a pesar de lo bien distinto de carácter no habían tenido en su vida riña alguna y por lo contrario cada vez más, eran mejores amigos. Habiendo peleado a las órdenes de los Montejo para dominar a los pueblos rebeldes y habiendo demostrado ambos un valor inaudito, Don Francisco los había recompensado dándoles tierras para cultivar y esclavos para servirse de ellos y comenzar su fortuna. Multitud de veces, Don Alvaro había salvado la vida a su inseparable amigo y otras muchas veces éste había hecho lo mismo.

      Apaciguada la rebeldía se habían retirado para dedicarse al progreso de sus dominios.

      Bien pronto se distinguieron los dos amigos en la administración de sus bienes. Don Alvaro con su carácter pasivo se había ganado la buena voluntad de sus esclavos, de los monjes y hasta de los mismos gobernantes de las colonias. Entre sus esclavos tenía uno al que trataba con más libertad que a los demás. Era por decirlo así, su secretario, pues lo acompañaba a todas partes. Lo había bautizado y le había puesto por nombre José y eran varias las veces que el esclavo le había salvado la vida a su amo. En cambio, Don Alfonso, con su carácter duro y ambicioso sólo se había ganado las enemistades de los encomenderos y el odio de sus esclavos, que le deseaban la muerte a todas horas.

      Doña Isabel de Montejo era una noble dama de la colonia, hija adoptiva del conquistador Don Francisco Montejo. En una de sus conquistas la había encontrado abandonada en un templo, la había adoptado acostumbrándola a la vida española y le había dado su nombre. Mas así, ella no olvidaba su verdadera raza y valiéndose de que el conquistador la quería mucho le había suplicado varias veces castigase a encomenderos a los cuales se acusaba de dar mal trato a sus esclavos, Don Francisco le había dicho muchas veces si quería viajar por España, pero ella había respondido que prefería defender a los indios en lugar de divertirse en la tierra de su padre. ¡Cuántas veces la pobrecita había tenido que salir de noche para ir a socorrer a un esclavo que se moría bajo el brutal castigo de su amo!

      ¡Fueron tantas y tales las quejas que el conquistador recibía debido al mal trato de los encomenderos a los esclavos que él mismo emprendió una campaña para defender a la raza que había vencido.

      Los dos amigos conocieron a la hija del conquistador. Ambos la amaron pero con un amor distinto: Don Alvaro enamorado de ella por su belleza; Don Alfonso por sus riquezas, esto lo comprendió toda la colonia y tanto, que el mismo Don Francisco le aconsejó a doña Isabel que eligiera a Don Alvaro, pero antes de la advertencia la joven había elegido a su prometido. El alma sencilla y buena de Don Alvaro la había cautivado.

      Los dos amigos comenzaron por tener ciertas diferencias y luego por enemistarse. Dejaron de visitarse, dejaron de hablarse y por último se volvieron enemigos sangrientos. Un día Don Alvaro recibió una tarjeta de duelo de Don Alfonso. Valiente como siempre Don Alvaro se presentó; pero sólo halló la muerte de su vil enemigo. Don Alfonso haciéndole propuestas de paz, lo había llevado a la orilla de un cenote que había allí cerca y en un movimiento brusco lo empujó. Don Alvaro sólo pudo exclamar:

      -Infame traidor, así morirás!...

      Y desapareció bajo la verde superficie del agua.

      Pero alguien supo este crimen aunque en la ciudad corrieron voces de que se había suicidado Don Alvaro.

      José, su fiel criado, al verlo salir muy preocupado lo había seguido sigilosamente y había visto el triste final de su amo. Tuvo deseos irresistibles de defender a Don Álvaro, pero comprendiendo que ya era tarde prefirió guardarse y esperar mejor ocasión para vengar la muerte de su amo…

      Quince días después, Don Alfonso recibió la visita de José.

      -Don Alfonso,-le dijo-, he sabido por un tío mío que acaba de morir, que en las afueras de la ciudad, cerca de un gran cenote hay oculto un gran tesoro. Pero como mi pobre amo ha muerto he creído justo decírselo a usted.

      Los ojos del traidor brillaron de ambición y de alegría.

      -Es preciso ir solos –le aseguro José-, pues es peligroso ir acompañados.

      En su exasperación sólo pudo decir Don Alfonso:

      -Mañana temprano iremos.

      Muy de mañana, el encomendero y el esclavo caminaban rumbo al cenote.

      -¡Falta mucho? -preguntó ansioso Don Alfonso.

      -Poco falta, señor -respondió José.

      Don Alfonso a todo correr había llegado a la orilla del cenote y esperaba a José que se había atrasado y venía meditando. Sólo entonces pudo darse cuenta del peligro que corría, estando en manos de un hombre de distinta raza y en un lugar deshabitado. Quiso sacar su espada pero no pudo, José lo había abrazado con todas sus fuerzas y lo empujó. Estrechamente abrazados cayeron en la profundidad del cenote…

      Una hora después las aguas habían recobrado su tranquilidad y ocultaban el secreto…




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