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La resurrección de Mayapán

Marcos Chimay

 

No quedará piedra sobre piedra. San Mateo

      ¡Antigua ciudad de Mayapán, mis ojos no contemplaron sus alcanzares soberbios, residencia de los señores absolutos de esta tierra! ¡Capital del antiguo imperio de los mayas, emporio de su nobleza, privilegiado recinto, mi imaginación se xtadia, soñando en tus muchas veces secular historial! ¡Estancia del pueblo rey de la península, de “la bandera de los mayas”, mi espíritu se eleva pensando en que está vinculada a tu grandeza la celebridad de la Itzalana tierra, y se contrista, observando que al finalizar tu poder absoluto, se acentúa su ruina!

      ¡Que maldición pesó sobre ti y la potente raza de tus pobladores, que el tiempo abatía y la miseria arrasaba desde antes del advenimiento de tus conquistadores?

      ¿Por qué hallaron éstos en lugar de tu exclusivo poderío, dividida la tierra en numerosos cacicazgos?, ¡Qué se hicieron los descendientes de los dioses que levantaron tus cimientos soñando en la unidad absoluta del poder?

      Así exclamaba yo en trasporte de entusiasmo a la del sitio en que existió la antigua capital de los mayas.

      Allí se ven numerosas colinas en el espeso bosque, algún lienzo de pared derrumbado, una que otra de esas características de la construcción aborigen escombros con piedras esculpidas por doquiera. Por silencio, gran tristeza del lugar e idea de su antiguo esplendor, siéntese impulsos de prorrumpir con el cantor de Itálica: “Estos Fabio, ¡oh dolor! Que ves ahora. Campos de soledad, mustio collado…” y se apodera del ánimo un extraño y religioso respeto, algo que obliga a descubrirse reverente, ante las reliquias de la gran ciudad.

      Llegamos cuando el sol estaba próximo a ocultarse y empezaban las sombras de la noche a velar el paisaje.

      Rendido, me senté sobre una de las piedras esculpidas, y fije tenazmente la vista en aquellas colinas próximas a quedar sepultadas en las tinieblas. Mis reflexiones retrospectivas, la hora, el silencio que reinaba y mi inmovilidad, me fueron dejando paulatinamente en abstracción completa y me hicieron experimentar una sensación de alivio, del mucho molimiento que por viaje tal sufría.

      Y vi aquellas colinas se coronaban de palacios y aquella soledad se convertía en populoso recinto.

      Y varios edificios al estilo de los de Chichén Itzá y Uxmal, se alzaron en los cuatro puntos cardinales.

      Y esos edificios parecían deshabitados, pues reinaba la quietud y el silencio en ellos, o acaso sus habitantes se entregaban al descanso.

      Y he aquí que salió de uno de aquellos palacios un noble indio, adornada la cabeza de vistosas plumas, el xikul y larga capa bordados al estilo de la gente principal del Yucatán antiguo; y llevaba el calzado a manera de coturno o alpargata india.

      Y en pos de él salieron otros seis menos ataviados, y provistos de sus instrumentos antiguos, de flautas de barro y el arco con la cuerda musical de ochil.

      Y el noble indio volviendo a mí su rostro, con ademán amable y en lengua maya dijo:

      -Chimay, soñador de nuestras fiestas y torneos, costumbres y supersticiones, acompáñame; soy el príncipe Osil, que conoces, hermano del rey de Mayapán; amo a ti’ibilbeh y te invito a escuchar la música y canto que en su honor he preparado.

      Y dí al príncipe las gracias por su invitación:

      Y acompañé al príncipe al palacio del oeste, mansión de su amada ti’ibilbeh.

      Y llegado que hubimos a lugar, tocaron los instrumentos una rara y triste sonata que me oprimió el corazón y convirtió mis ojos en dos manantiales.

      Y dije al príncipe: ¡Qué rara música es ésta, que oprime el corazón y entristece el alma?

      Y contestó el príncipe. Es el preludio de mi canto; la del desterrado, recordando su ausente patria y lejano hogar, es la expresión que he querido imprimirle.

      Y dicho esto el príncipe con entonación tristísima y siempre acompañado del sonido melancólico de los instrumentos cantó:

      -¡Duerme…! Duerme, duerme, gran señora, mientras canto tu sueño.

      Está oscuro; ni tus dedos distingues a la luz de las estrellas; nadie anda de paso, a nadie se vislumbra en el camino; sólo yo me acerco a traerte mi corazón mientras canto tu sueño.

      Oye mis ruegos, preciosa niña, escúchalos, virgen señora; premia mis sufrimientos, premia mi amor, de hinojos de digo: duerme, duerme, gran señora, mientras canto tu seño.

      Me mata la tristeza si no me amas; suspira mi alma cuando pienso en ti; se ofusca mi entendimiento cuando empiezo a cantarte: duerme, duerme, gran señora, mientras canto tu sueño.

      Abrí los ojos nuevamente y el príncipe Osil, sus acompañantes y los palacios desaparecieron.

      ¡Seculares reliquias del histórico imperio de los mayas, mis ojos admiran vuestra grandeza!, ¡Colinas levantadas en honor de un rey absoluto, mi espíritu se extasía fingiéndolos habitados! Población antigua, secular Mayapán, pesa sobre ti la maldición que pesa sobre Jerusalén, la ciudad deicida: no queda de ti piedra sobre piedra!




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