Desde 1937, las administraciones gubernamentales en turno se han empecinado
en pregonar que el tipo de posesión de la tierra de los campesinos mexicanos,
y sus formas peculiares de relacionarse con la naturaleza, han sido los obstáculos
de su propio desarrollo, causas de su pobreza y del deterioro del medio ambiente
natural. Sin embargo, la comparación entre su modo de poseer este recurso natural
con el propugnado por la nueva política liberal nos descubre la viabilidad que cada
uno de estos modelos de vida tiene en el contexto del actual proceso económico
globalizante.
En el marco de la política económica
neoliberal que el gobierno mexicano
asumió desde el sexenio de 1982-
1988 y de la reforma agraria que
impulsó durante la década de 1990, con
el fin de “capitalizar” y de otorgar “libertad” a los campesinos del país, este
numeroso contingente de mexicanos
y su forma de tenencia de la tierra fueron
cuestionados e incriminados, una
vez más, como formas de vida arcaicas,
causas de la pobreza y obstáculos del
desarrollo y modernización del campo
mexicano. Por consiguiente, el desmantelamiento
del sistema agrario mexicano
instituido a partir del movimiento
revolucionario de la primera décadadel siglo XX, fue declarado como el objetivo
de las acciones de los ideólogos
y promotores del nuevo liberalismo
económico y de la globalización del sistema
capitalista –tanto mexicanos
como del extranjero– y como la condición
a desterrar para abatir el rezago
del sector agrícola y lograr su despegue
económico.
Este trabajo tiene como objetivo
discurrir sobre el significado económico-
político que la tenencia de la tierra
ha tenido para el Estado mexicano
y confrontarlo con el sentido y valor
más profundos que, históricamente, ha
representado para las sociedades campesinas
del México rural. La finalidad
es la demostración de la viabilidad y
las implicaciones que cada una de estas
concepciones sobre la tierra, la
oficial y la sociocultural, tienen para la
reproducción de las sociedades que
dependen del trabajo de la agricultura
dentro del modelo capitalista liberal, a
cuya expansión los gobiernos nacionales
y los grupos de poder económico
de todos los países del denominado
tercer mundo le están apostando todo,
incluso a costa de sus soberanías e
historias particulares.
Postulamos que la persistencia de
la tenencia comunal de la tierra, las
formas peculiares de trabajarla y las
concepciones que las sociedades campesinas
han construido a este recurso,
contrariamente a los juicios que
los ideólogos de la modernización y
del desarrollo económico les han recriminado,
no han significado una contraposición
a la propagación de estos
procesos. Incluso se puede afirmar que
no sólo no han obstaculizado las políticas
de expansión del capitalismo en
el campo sino que, por un lado, las han
acatado y, como bien señala un especialista
del tema, han fungido como “sus compañeras de viaje, su contrapunto
y, a veces, su fuerza motivadora”1 ;
por el otro, han permitido a estas sociedades una mejor
disposición para transformarse y adaptarse a las condiciones
de trabajo, de vida y a los procesos que les inducen
desde fuera. Por lo tanto, que estas sociedades han sido
más dinámicas que la misma política gubernamental y que
los promotores del desarrollo, quienes, a fin de cuentas,
han sido los creadores del “tradicionalismo” paupérrimo
que tanto cuestionan y al que han sometido a estos numerosos
grupos sociales del campo mexicano.
Asimismo, planteamos que los cambios agrícolas y agrarios
que el gobierno mexicano han impulsado, a partir de
las reformas al artículo 27 Constitucional, en el contexto
del proyecto de nuevo cuño liberal, modernizador y globalizante,
paradójicamente entrañan una predisposición regresiva
al régimen de tenencia de la tierra y a las relaciones
de producción prevalecientes durante el porfiriato, cuyo
exterminio fue, precisamente, objetivo del movimiento revolucionario
de la primera década del siglo XX, que dio
lugar al actual Estado mexicano.
Para fundamentar estos presupuestos discurrimos, en
primer término, sobre las implicaciones y tendencias de las
reformas y derogaciones que el Estado mexicano propuso
hacerle a la legislación agraria desde los primeros días de
enero de 1992. En segundo término, las confrontamos con
la concepción y el modo como los campesinos de Dzan, un
municipio de la región sur del estado de Yucatán que ha
sido objeto de la política económica de desarrollo de la
agricultura comercial desde los años cincuenta, se han vinculado
con la naturaleza para su reproducción y han aceptado
y asimilado a sus formas particulares de trabajo, de
vida y a su cosmovisión, la actividad citrícola que les fue
introducida en 1964. También reflexionamos sobre los impactos
de estos procesos de cambio económico-político
en los aspectos socioculturales de estos campesinos.
El significado económico-político de la
tenencia de la tierra para los grupos
hegemónicos
En México, desde los tiempos de la Colonia, la tierra, su
propiedad y uso, han sido factores recurrentemente disputados
a las sociedades campesinas por los diversos grupos
de poder económico y político, los cuales desde entonces
sentaron sus bases en esta región del hemisferio para servirse
de los bienes sociales y naturales de estos conglomerados
humanos. Así lo plasmaron los indígenas yucatecos
en sus libros sagrados2 en los que escribieron su historia
desde los comienzos de la conquista en su propia lengua y
cosmovisión:
...Los Dzules... enseñaron el miedo; y vinieron a marchitar
las flores. Para que su flor viviese, dañaron y absorbieron
la flor de los otros... No había Alto conocimiento,
no había Sagrado Lenguaje, no había Divina Enseñanza en
los sustitutos de los dioses que llegaron aquí. ¡Castrar al
Sol! Eso vinieron a hacer aquí los extranjeros3 .
Así lo entrañaron también las diversas luchas que en
este país se libraron y que hoy conforman y dan contenido
a la historia del México independiente y del contemporáneo.
La fuerza motora y el objetivo principal de estas batallas
lo constituyó la liberación de la explotación de este
recurso de manos de la corona y, posteriormente, de las
de los señores latifundistas.
Después de varios siglos de continua e insaciable intervención
de agentes ajenos, llámense éstos terratenientes,
administradores gubernamentales o empresarios, en
los asuntos de la tenencia y explotación de la tierra, en la
“regulación” de su uso y, por concomitancia, de la vida y
organización de las sociedades campesinas del país, el sentido
de la concepción que esos personajes construyeron
de suelo y de su posesión no ha cambiado sustancialmente.
Para ellos, sigue siendo un recurso explotable con el
que se pueden crear cuantiosas riquezas materiales, proveedor
de poder económico y político y una mercancía
factible para producir sustanciosas ganancias.
Así lo constatan las reformas y derogaciones que el
Estado decretó al artículo 27 de la Constitución Mexicana y
a la Ley Agraria en febrero de 1992, tanto como parte del
objetivo de su nuevo proyecto económico-político liberal
como del acatamiento de las condiciones que los gobiernos
de Estados Unidos y Canada, impusieron al mexicano para
firmar el Tratado de Libre Comercio y permitirle conseguir
su boleto de ingreso al club del “mundo desarrollado”.
De acuerdo con las nuevas reformas al artículo 27 de
la Constitución y a la Ley Agraria, la concepción actual del
Estado sobre la propiedad de la tierra y su explotación,
además de que no es distinta de los significados que este
recurso representaba para los grupos de poder durante
los regímenes anteriores, plantea una predisposición de
regresar a ellos e incluso de propiciar el surgimiento de
acciones de despojo. En efecto, contrariamente a los lineamientos
formulados en este artículo cuando fue promulgada
la Constitución Mexicana el 5 de febrero de 1917,
que además de ordenar la restitución o confirmación de
las tierras y aguas a sus poseedores originales, la dotación
a aquellos campesinos que no la poseían y en general el
resguardo de la soberanía de la nación y la protección de
los campesinos contra las acciones de arrebato4 , en el marco
de las nuevas reformas, los deja sin protección y expuestos,
junto con las tierras, a las fuerzas del mercado.
Así, las omisiones y adiciones formuladas a las fracciones
IV, VI, VII y XV de este artículo constitucional están encaminadas
a liberar la tierra al mercado y sus relaciones en la
medida de que disponen la apertura de los candados que
impedían a “las sociedades comerciales por acciones adquirir,
poseer o administrar fincas rústicas”, “tener en propiedad
o administrar por sí bienes o capitales impuestos
sobre ellos”, la asociación de ejidatarios y comuneros con
el Estado o con terceros, el otorgamiento del uso de las
tierras y la transmisión de los derechos parcelarios entre
los miembros del núcleo de población5 .
Asimismo, la derogación de las prescripciones X, XI, XII,
XIII, XIV y XVI, que reglamentaban sobre la restitución y la
dotación de tierras y aguas suficientes a los pueblos, sobre
la estructura, gobierno y funcionamiento de los ejidos,
ahora su ausencia en el Artículo 27 denota y avala la actual
política gubernamental de dar por concluido el reparto
agrario, el desmantelamiento del régimen ejidal de
la tierra y, sobre todo, la cancelación del compromiso
político del Estado mexicano pos-revolucionario con los
campesinos del país6 .
De igual modo, las fracciones XIX y XX, que fueron adicionadas
a este artículo constitucional, además de prescribir
las atribuciones que el Estado se asignó para “la
administración de la justicia agraria”, para promover el cambio
de la estructura agraria y el desarrollo económico, representan
el espíritu “liberador” que se comenzó a fraguar
e impulsar desde el sexenio de 1982-1988, con la supuesta
finalidad de favorecer la superación del profundo rezago y
descapitalización de este sector, prevalecientes desde la
década de los setenta, y de propiciar su desarrollo, exponiendo
también la política mediante la cual las administraciones
subsecuentes procurarían este objetivo y la
propagación de la economía neo-liberal en el campo mexicano;
tal como se expresa, sobre todo, en la última de estas
fracciones que a la letra reglamenta que
el
Estado promoverá las condiciones para el desarrollo
rural integral, con el propósito de generar empleo y garantizar
a la población campesina el bienestar y su participación
e incorporación en el desarrollo nacional, y
fomentará la actividad agropecuaria y forestal para el óptimo uso de la tierra con obras de infraestructura,
insumos, créditos, servicios de capacitación y asistencia
técnica. Y expedirá la legislación reglamentaria para planear
y organizar la producción agropecuaria, su industrialización
y comercialización, considerándolas de
interés público7 .
De esta manera, las reformas y adiciones al Artículo
27 y a la Ley Agraria decretadas en febrero de 1992, para
regular los proyectos de esta política de cambio socioeconómico
liberal, son claras y contundentes con respecto al
aniquilamiento del régimen comunal de la tierra, y expresan
la esencia mercantilista que se le está imponiendo a
este recurso, así como el objetivo de “capitalizar el campo”.
Así se exhibe en el artículo Sexto del Título Segundo
del apartado de las Disposiciones preliminares de esta Ley;
en los artículos 23 y 29 del Capítulo I, relativo a los ejidos;
en los artículos 45, 74 y 79 del capítulo II, “De las tierras
ejidales”, y en el artículo 100 del capítulo V, “De las comunidades”,
los cuales ahora reglamentan la autorización de
las sociedades campesinas para asumir el pleno dominio
de los terrenos, la capacidad para asociarse con el Estado
o con terceros o para transmitir a éstos el dominio de la
propiedad y explotación de los ejidos, ya sea por medio de
la renta, aparcería o de la mediería8 .
El examen más acucioso de estas reformas, derogaciones
y nuevas prescripciones, así como de algunos hechos
que se han dado a partir de la aplicación de estas “nuevas
viejas” disposiciones, nos revela muchas más implicacionesque la sola liberación de la tenencia de la tierra al mercado;
que la sola continuidad del significado económicopolítico
de este medio de producción para el aparato
institucional y otros grupos de poder, que la relatividad del
cambio promovido por las tres últimas administraciones
públicas y, por ende, que el verdadero significado subyacente
a los proyectos de “desarrollo” y “modernización” impulsados por el Estado mexicano para el campo.
Nos revela y da fe de la reinstauración de las añejas
ideas liberales a partir de las cuales, como bien nos señala
un autor, los ideólogos del desarrollo económico del siglo
XIX fundamentaban “al concepto de propiedad privada” como la “panacea para todos los males padecidos y particularmente
en la agricultura”9 , como la solución al estancamiento
producido por el tipo de propiedad comunal y el
minifundismo. Asimismo, nos da cuenta de la predisposición
al despojo del usufructo de las tierras a los campesinos
ya que, aunque bien se contempla que ante una eventual
asociación de éstos con empresarios u otros agentes interesados
en trabajar la tierra, el derecho de uso y posesión
del suelo lo refrenda el pueblo a quien se le dotó, restituyó o confirmó, a fin de cuentas les será devuelto prácticamente
exterminado de sus nutrientes y de las cadenas bióticas
que permitían su regeneración después de ser utilizados y,
por ende, de su capacidad para producir. Según prescribe
el Artículo 45 del Capítulo II, “De las tierras ejidales”, de la
Ley Agraria, “los contratos tendrán una duración acorde al
proyecto productivo correspondiente, no mayor de treinta
años prorrogables”10 .
Por lo tanto, estas nuevas disposiciones significan la
propensión del surgimiento de sucesivas generaciones de “campesinos” que ya no tendrán derecho de usar este recurso,
ya sea porque esté arrendado o porque esté inservible
y que, por la misma razón, no podrán ser socializadas
por sus padres en las actividades agropecuarias de subsistencia.
Trabajo que, no obstante las precarias condiciones
en las que los campesinos lo han ejecutado, ha fungido como
la columna vertebral de la economía de subsistencia y de la
reproducción sociocultural de la mayoría de las familias
campesinas mexicanas.
Del mismo modo, las prácticamente nulas acciones
oficiales en materia de promoción de condiciones adecuadas
para conseguir el desarrollo rural integral, plasmadas en
el papel, tales como los programas de fomento de la actividad
agropecuaria y forestal para el óptimo uso de la tierra,
de aprovisionamiento de obras de infraestructura, insumos,
créditos y asistencia técnica (que en teoría redundarían en
la disminución del desempleo, en la procuración de bienestar
a la población campesina y en una mejor participación
en los procesos de desarrollo), son claros indicadores de
la verdadera tendencia de la política agraria neo-liberal del
Estado mexicano, y de la verdadera “importancia” que le
significa el despegue económico de los pueblos campesinos
del país.
Por ejemplo, en el estado de Yucatán, las acciones que
el Estado emprendió para aplicar las reformas al artículo
27 y a la Ley Agraria se basaron, principalmente, en el cierre
de la paraestatal CORDEMEX, desde abril de 1991, en la
eliminación del subsidio que destinaba a esta rama
agroindustrial y en la liquidación de los ejidatarios trabajadores
del henequén de las nóminas ejidales a quienes, además,
depuró del Instituto Mexicano de Seguro Social, les
otorgó su jubilación anticipada y ofreció la parcelación y
entrega de los planteles del ejido, así como el apoyo financiero
para que fomentaran la actividad productiva que más
les interesara a estos nuevos campesinos libres. Sin embargo,
al cabo de poco más de doce años de iniciado este
proceso, los campesinos de esta zona, a diferencia de los
de la región sur de quienes hablaremos líneas adelante,
tuvieron que seguir vinculándose, ahora sí, inexorablemente
al mercado de trabajo local y de otras regiones del estado
y del país, para conseguir los ingresos necesarios a su subsistencia;
asimismo, sus familias han continuado sobreviviendo
con los subsidios que el gobierno federal les ha
concedido a través de sus programas de “desarrollo social”,
leánse, por ejemplo, Procampo, Progresa y, ahora, Contigo,
ya que los apoyos para impulsar la producción, en el
mejor de los casos, no se dieron en forma suficiente y continua
o, simplemente, nunca se los otorgaron, como tampoco
les concedieron el financiamiento prometido ante su
incapacidad para devolver los créditos.
Incluso, es importante mencionar que, contrariamente
a lo que una autora señalara en relación al posible desinterés
de los inversionistas por adquirir tierras y su
preferencia por arrendarlos para así poder invertir en otras
ramas de la producción11 , en el caso de las tierras de la ex-
zona henequenera, sobre todo de las que están cercanas a
la ciudad de Mérida, desde los años inmediatos a la aplicación
de las reformas adquirieron atracción para los inversionistas,
principalmente para aquellos dedicados al negocio
de bienes raíces, como también para aquellos especuladores
de terrenos12 , entre ellos varios políticos quienes, aprovechándose
de su capacidad económica o de los cargos que
desempeñaban en el gobierno estatal, lograron adjudicarse,
ya sea por medio de expropiaciones forzosas o por la
compra ante la apremiantes necesidades de los ejidatarios,
valiosos y extensos terrenos ubicados en el norte de Mérida,
hacia donde la mancha urbana de esta ciudad se ha ido
extendiendo y en donde grandes centros y plazas comerciales,
así como industrias maquiladoras, se han ido instalando
desde hace algunas años a costa de la falta de espacio
para el crecimiento natural de las numerosas poblaciones
de esta región y del asedio de que son objeto por parte de
especuladores de terrenos.
Asimismo, cabe mencionar que, en últimas fechas, como
resultado de los daños que el Huracán Isidoro ocasionó en
las viviendas de los ex-ejidatarios henequeneros, en septiembre
de 2003, muchos de ellos, ante la tardanza del programa
de reconstrucción anunciado por el gobierno del
estado y ante el temor de padecer de nuevo las inclemencias
de otro evento natural como aquél, prefirieron vender
sus terrenos con la finalidad de reparar sus viviendas y de
construirlas más seguras. La cuestión relevante para lo que
venimos reflexionando lo constituye el hecho de que, también
en esta ocasión, como antaño, al menos en el caso de
Yucatán, sí existe en efecto el interés por parte de los inversionista
de poseer y acaparar los terrenos que fueron
entregados a los campesinos y, por lo tanto, la tendencia
hacia la conformación de grandes propiedades en una cuantas
manos; así como otras tantas agravantes que han ido
surgiendo como resultado de la política económica neoliberal
que el Estado ha venido propugnando para este sector
social.
La otra tenencia de la tierra, según su
representación para la sociedad
campesina de Dzan, Yucatán
El municipio de Dzan dista a 91 kilómetros de la ciudad de
Mérida y está ubicado en la región sur del estado de Yucatán,
la cual constituye la zona agrícola de mayor potencial productivo
dado los suelos un poco más profundos que en
otras regiones. Esta cualidad le fue reconocida desde tiempos
tempranos de la Colonia española y que, según los
datos registrados desde entonces, permitía a los habitantes
de esta comarca el cultivo de una gran variedad de
productos y la obtención de cosechas generosas con las
que los naturales satisfacían sus necesidades y pagaban sus
tributos13 .
En tiempo anteriores al reparto agrario, la vida y la
reproducción de la sociedad campesina de Dzan, a diferencia
de los agricultores de las ex-zona productora de henequén,
se sustentaba principalmente en la milpa, la cual ha
constituido, desde tiempos remotos, un complejo productivo
que denota, una superficie de terreno cultivado con
maíz y una diversidad de productos, un proceso de trabajo
cuya organización ha sido exclusivo de la familia campesina,
una tecnología y una técnica peculiar para arar los suelos
yucatecos y, en general, un bagaje de conocimientos
para el manejo y transformación de la naturaleza en medios
de vida para la reproducción de sus productores.
Por añadidura, la milpa ha simbolizado un sentido mucho
más amplio y profundo en la medida de que es el sistema
productivo por excelencia que, además de revestir aquel
bagaje de saberes, ha connotado redes de relaciones sociales
y, en tanto productor del maíz concebido como fuente
de vida y comunión con los dioses del universo, ha sido
creador y reproductor de un sistema de creencias, de prácticas
y símbolos de esencia sagrada a partir de los cuales
estos campesinos han configurado y nutrido su cosmovisión
y los valores socioculturales acerca de sí mismos, de su
sociedad, de la naturaleza y en general del universo que los
rodea.
De acuerdo con la información recopilada en el campo,
antres reparto de las tierras, los campesinos de Dzan,
para cultivar la milpa, se veían precisados de solicitarle a
los terratenientes de las haciendas aledañas los terrenos
incultos y, como pago, les proporcionaban una parte de su
producción. De lo contrario, tenían que alejarse muchos
kilómetros para encontrar aquellos montes adecuados
para trabajar este cultivo, adonde sólo podían llegar caminando
o a caballo, lo que los obligaba a permanecer ahí por
varios meses y a distanciarse de sus familias por largas temporadas.
Estas condiciones de producción comenzaron a cambiar
en agosto de 1924, fecha en la que a los campesinos
de este municipio les fueron concedidas 5,160 hectáreas
de “terrenos incultos con sus accesiones, usos y costumbres
y servidumbres”14 , en atención a sus demandas de
tierras y en el ejercicio del marco constitucional vigente
desde 1917. Esta superficie fue expropiada de los terrenos
ociosos de las fincas circunvecinas productoras de
henequén y, a partir de la cual, el gobierno mexicano instituyó a estos campesinos la figura del ejido, con las disposiciones
y restricciones pautadas por el Artículo 27 de
la Constitución y la Ley Agraria que, desde entonces y
hasta los años noventa, impedían la transferencia, la venta,
el arriendo y prescribían la inalienabilidad de los terrenos
del ejido. Cabe agregar que, en 1941, dicha superficie del
ejido de Dzan fue ampliada a 5899 hectáreas y que, en su
totalidad, fueron asignadas para el beneficio de 317 nuevos
ejidatarios15 .
En este nuevo marco estructural, el ancestral complejo
productivo de la milpa continuó siendo eje de la reproducción
de los campesinos de Dzan. Incluso lo siguió siendo
después de 1952, año en el que el Estado comenzó los
primeros intentos de impulsar la agricultura comercial en
esta región del campo yucateco por medio de la introducción
de un sistema de riego por canales de gravedad. Sin
embargo, la predominancia de esta actividad comenzó a
dejar de ser tal después de 1964, cuando el gobierno estatal,
a través del Banco Agrario y del Departamento de Asuntos
Agrarios y Colonización, promovió entre los campesinos
de la región sur un proyecto de desarrollo agrícola al cual
denominó “Plan Chac”, y consiguió convencer a la mayoría
de ellos para que aceptaran participar, organizarse en unidades
productivas y, sobre todo, consintieran el uso de sus
tierras para tal finalidad.
Dzan fue uno de los 17 poblados de la región sur del
estado que, en 1964, fueron objeto de dicha política de
desarrollo agrícola y uno de los ocho en los que se introdujo
el cultivo preferente de naranja “valenciana”. En el
transcurso de más de tres décadas de estar cultivando cítricos,
los campesinos de este poblado han hecho suya esta
actividad, dicho esto en un sentido amplio, ya que, además
de que han conseguido retener el control de las relaciones
de producción que la agricultura comercial ha significado y
pese a las fuerzas adversas que se les han opuesto (la mayoría
de ellas emanadas de las acciones oficiales que han
intentado despojarlos de su control), la han integrado técnica,
económica y socialmente a su modo particular de
trabajo.
Asimismo, han generado su expansión con sus propios
recursos económicos y sociales e incluso la han arraigado
a su cosmovisión y a sus valores socioculturales.
Numerosos son los indicadores que denotan la integración
que estos campesinos han realizado de la agricultura
comercial a su sistema productivo que, de ningún modo, ha
sucedido en términos pasivos sino más bien dinámicos, tales
como el hecho de que, para 1995 y1996, de las 5899
que conforman la superficie total del ejido, estos campesinos
tenían destinadas 2,363 hectáreas al cultivo y explotación
de la naranja valencia, es decir, el 40% de sus terrenos.
Asimismo, lo expresa el hecho de que, para esas fechas, el
número de hombres que participaban en esta actividad era
de 1136 varones (todos mayores de 14 años), de los 2082
constituían la población total masculina, es decir, más del
cincuenta por ciento16 .
Otro indicador lo testifica la fusión que los campesinos
han hecho de sus técnicas agrícolas con las que les
fueron instruidas para el cultivo de la naranja. Por ejemplo,
el uso de agro-químicos en las milpas, principalmente de
herbicidas, para evitar el desyerbo, la práctica de hacer sus
injertos de naranja “sólo cuando la luna está en conjunción”,
ya que de acuerdo con sus concepciones es “el momento
en que la sabia de las plantas corre de modo más
fluido y propicia que peguen más rápido”, a diferencia de
los cítricos que las instituciones les otorgaban y los cuales
se morían cuando los trasplantaban a las parcelas. Otro
más lo denota el traslado de la costumbre de cultivar productos
hortícolas a las nuevas parcelas para aprovechar al
máximo el escaso riego, como también lo representa la
práctica que crearon de dejar dentro de la milpa un espacio
libre de la fumigación de herbicidas para seguir cultivando
otros productos complementarios para su
alimentación y economía.
No obstante a la expansión y arraigo que la agricultura
comercial ha tenido en esta sociedad del campo yucateco,
así como a la propagación de los procesos modernizadores
que ha conllevado su vinculación más estrecha con el mercado
y la sociedad más amplia, la tierra aún no ha perdido
el significado que desde mucho tiempo atrás ha revestido
para estos campesinos. Para ellos, dicho con sus propias
palabras, “la tierra es como uno, trabaja, da frutos, pero
también se cansa y hay que dejarla descansar”, es decir,
sigue expresando aquella dimensión del universo que tiene
vida, sentimientos y, por ende, espíritu.
Por consiguiente, la tierra tampoco ha perdido su cualidad
trascendente e intangible porque, además de que proporciona “los sagrados alimentos”, en ella siguen morando
los dioses, lo vientos y las almas de sus antepasados, quienes,
por su gracia divina, permiten o impiden a los hombres
trabajarla, brindan o vedan los bienes que alimentan
tanto la vida material como la espiritual. Desde esta perspectiva,
como bien señala otro autor17 , para estos campesinos
yucatecos la idea del orden del mundo continúa
basándose en una fuerte jerarquización de las relaciones
de los hombres entre sí, con lo divino y la naturaleza, que
se expresa a través de valores primordiales como el respeto,
el derecho y las obligaciones, la reciprocidad, la lealtad y
la solidaridad entre estos tres niveles que, según sus concepciones,
conforman el universo.
La persistencia de esta cosmovisión animista y equitativa
se manifiesta en el hecho de que, para la mayoría de
esta sociedad18 , continúa siendo de vital importancia procurar
el descanso de los terrenos trabajados y la realización
de “las primicias” cada vez que hacen sus milpas, tales
como “el levantamiento del Saká”, u ofrecimiento de bebida
de maíz; el Wahil Kòol o comida de la milpa; los rituales
del Pibil nal o elotes horneados bajo tierra y el Chak’ bil nal
o elotes salcochados; las ofrendas de las mazorcas “más
bonitas y grandes de la milpa en el altar de la iglesia; la
celebración de “los novenarios” (rezos durante nueve días
consecutivos) a la Santísima Cruz, a San Isidro labrador, a
San Juan Bautista a Santiago Apóstol, al Cristo de San Román
y a todos los símbolos sagrados concebidos por ellos de
importante influencia para sus actividades productivas.
Por medio de estas ceremonias agrícolas, tanto de origen
prehispánico como cristiano19 , estos campesinos siguen
pidiendo la venia del Hahal Dios, o del Gran Dios, de los
santos y símbolos de la iglesia católica, de los Yúumtsilo’ob, o
Vientos Guardianes de los cuatro puntos cardinales y del
centro de la tierra y a todos los dioses y espíritus que fungen
como protectores y “Dueños” del entorno natural y del
universo para abrir un claro en el monte y trabajar, para
iniciar y concluir con bien las tareas de cada día, y les ofrecen
su expresiones de agradecimiento por haberles permitido
comenzar y terminar la recolección de los frutos.
En su conjunto, la verificación de estas prácticas denota
la persistencia de la concepción sagrada que estos labradores
tienen sobre la tierra, así como con respecto a los
demás recursos del entorno natural: montes, agua, cielo,
viento, luna, sol e incluso el propio hombre. Para ellos, la
tierra sigue siendo el ámbito en donde toda simiente depositada
crece, se reproduce y retorna para luego, en un
nuevo ciclo, volverse a regenerar y dar continuidad a la
vida; aunque, ciertamente, el mito de origen de “la tierra
madre y nodriza universal”20 , ya no esté presente en forma
explicita en la memoria colectiva de este pueblo, sino tan
sólo, como bien señalaron los informantes, como “la costumbre”,
“la ideología de nuestro pueblo”.
Sin embargo, no se puede obviar que algunos efectos
de la tendencia secularizadora21 irradiada por el desarrollo
económico y la modernización, sí están obrando sus influencias
transformadoras en las prácticas sagradas de esta
sociedad. Negar este hecho sería tanto como anular la persistencia
de la esencia primordial de la religiosidad y de las
acciones cotidianas de esta sociedad. Es decir, la construcción
y reproducción de los significados de la realidad, la
delimitación del mundo en que viven y la dotación de sentido
a todos los sucesos que dentro de él acontecen, incluyendo
a los que son producto de los procesos estructurales
que la sociedad más amplia les introduce.
Un claro indicador de estas influencias en las ideas de
estos campesinos lo constituye el paulatino abandono al
que han sometido la ceremonia agrícola del Ch’a’ chàak’, la
cual revestía uno de los rituales más significativos por medio
del cual los milperos suplicaban a los dioses mayas de
la lluvia su bondad para las sementeras. A la fecha de nuestra
investigación, (1995-1996), según nos informaron, hacía
aproximadamente dos décadas que habían comenzado a
abandonarla y, para entonces, sólo tres hombres de edad
avanzada seguían celebrándola. Éstos, por su parte, nos
expresaron que “por hacer las cosas como se deben” les
iba bien en sus cosechas, a diferencia de “otros pobres que
no les va bien en sus milpas”.
Según indagamos, los argumentos de los campesinos
acerca del abandono de este ritual agrícola apuntaron hacia
la influencia de la secularización del factor tiempo que
dedican a sus actividades productivas. Es decir, a la imposición
de un valor económico al tiempo de trabajo motivada,
precisamente, por la ampliación de las horas de
ocupación, por su distribución entre las actividades que
deben efectuar en la milpa (por las mañanas) y las que tienen
que desempeñar en las parcelas de cítricos (por las
tardes y hasta entrada la noche).
También convinieron en la monetización de su sistema
socioeconómico ocasionada por su mayor dependencia del
mercado y de la novedosa tecnología e incluso lo constituyó
el establecimiento de un paisaje natural distinto del cual
fueron eliminados los montes en favor de los bien alineados
sembradíos de naranjos y la consecuente necesidad
de contar con recursos en efectivo para adquirir aquellos
productos necesarios para sostener la nueva agricultura
intensiva o para adquirir aquellos bienes que no producían
o habían dejado de producir.
No obstante al abandono de esta ceremonia agrícola,
cabe señalar que la esencia de la creencia de estos campesinos
en los poderes sagrados y en su benevolencia para
proveerlos de agua, así como en la necesidad de solicitar
permiso, de pedir o agradecer a los seres sagrados el bien
de las lluvias o de las cosechas, aún persiste. Para el cumplimiento
de estas normas cósmicas, los agricultores han puesto
en práctica otras acciones por medio de las cuales
continúan cumpliendo con ellas, tal como lo refieren la
actitudes de pagarle al cura para que oficie una misa a los
santos de su devoción, los rezos que las mujeres celebran
en los altares de sus domicilios o en la iglesia durante nueve
días consecutivos, las ofrendas de comidas y bebidas
que preparan con los primeros y mejores frutos de las
milpas para dar a sus símbolos sagrados.
Asimismo, otro hecho revelador de la persistencia y
transformación de la cosmovisión sagrada de los campesinos
en torno a la tierra y al trabajo que en ella hacen lo
denota el traslado de las “primicias” a las parcelas en donde
cultivan la naranja valencia de exportación. En estos
espacios también han comenzado a practicar “el levantamiento
del Saká”, el Wahil kòol, u ofrecimiento de bebida y
comida a la tierra, los rezos y demás ofrendas a los vientos,
a los espíritus y a todos los seres sagrados que también
moran en las parcelas. A fin de cuentas, como dijeron los
propios campesinos, “las unidades productivas de naranja
están ubicadas en los mismos terrenos” que sus ancestros
les heredaron y a los cuales “acostumbraron darles sus
primicias”.
Estas son las razones por las cuales los campesinos de
Dzan consideran que también en las parcelas deben celebrar
las ceremonias agrícolas y por las que aquí igualmente
deben de estar atentos de las señales que les envían “los
dueños” y seres sagrados, custodios de la tierra: calenturas,
accidentes de trabajo, muerte repentina de algún frondoso
naranjo, serpientes en el camino u otras manifestaciones
mediante las cuales revelan y recuerdan a los
productores que no han cumplido con la parte del compromiso
contraído en el proceso de trabajo.
Incluso, los agricultores han asumido nuevas prácticas
para consagrar la actividad citrícola y por medio de las
cuales siguen reproduciendo la esencia de su cosmovisión
religiosa y los valores intrínsecos: consagrar la naturaleza y
el trabajo, el agradecimiento de los dones recibidos y la
reciprocidad con los “dueños de la tierra”, es decir, verter
significados y sentido a la realidad. Así lo representa la nueva
acción que la mayoría de esta sociedad agregó a los
festejos sacros que celebran desde hace muchas décadas
en honor al Cristo de San Román.
Desde hacía aproximadamente once años a la fecha
del trabajo de campo de esta investigación, que la comunidad
católica de Dzan había añadido un día más para realizar
una procesión con la imagen del Cristo venerado por
las parcelas citrícolas. La finalidad de esta acción es que el
símbolo de su fe, “conozca el lugar de trabajo de su gente”
y “para que deje su bendición en las parcelas”, como señalaran
los informantes. Cada año, el recorrido de la imagen
por el campo se efectúa por alguno de los rumbos del
ejido en donde están ubicadas las parcelas, ya sea en el
norte, sur o el este.
Cabe señalar que el inicio de la cosecha y la comercialización
de la naranja coincide, precisamente, con la celebración
de la fiesta del Cristo de San Román y que durante los
cuatro días que los feligreses destinan a la celebración también
de los eventos profanos, como la noche del baile regional
o “la vaquería” , los bailes populares, el corte del árbol de
ceiba (para colocarlo en el centro del coso taurino), las corridas
de toros, los agricultores prácticamente detienen sus
actividades productivas para entregarse a la conmemoración
del símbolo más importante de su fe católica.
En este sentido, se puede precisar que la nueva expresión
religiosa que los campesinos crearon para consagrar
también la agricultora comercial, guarda estrecha
relación con la costumbre prehispánica de los pueblos
mayas yucatecos de ofrendar las primicias de agradecimiento
a las deidades de la naturaleza justamente antes
de iniciar la cosecha, como han hecho a través de los
siglos en el caso de la milpa. Asimismo, esta prioridad de
configurar significados y sentidos a la citricultura y, por
ende, de asimilarla a su cosmovisión y a sus valores socioculturales,
se constata en la instauración de “una segunda
fiesta grande del pueblo” en honor a la Virgen de la
Candelaria, símbolo religioso a quien la comunidad católica
únicamente ofrendaba novenarios, rezos y procesiones
por las principales calles del pueblo, desde ocho días
previos al 2 de febrero.
A la fecha señalada, hacía cerca de ocho años que los
organizadores de la primera fiesta grande idearon y decidieron
realizar otro festejo grande para la Virgen de la Candelaria,
la vaquería, los bailes populares y las corridas. Con
en el caso anterior, estas festividades acontecen precisamente
cuando el ciclo de la cosecha de la naranja está
concluyendo y está por abrirse uno nuevo, el de floración
de los árboles. En otras palabras, el de una nueva producción,
pero también el inicio del periodo de la sequía que,
como dijeran los informantes, “es el tiempo de mayor estrés
para las plantas” y, por consiguiente, de más incertidumbre
para los campesinos.
De este modo, se puede confirmar que a los significados
que esta sociedad ha conferido a la agricultura comercial
subyace la esencia primordial de su cosmovisión del
mundo: mantener vigente la cualidad sagrada de la naturaleza
y, junto con ella, la función elemental de sus rituales
agrícolas, de sus símbolos y creencias: bajarle de tono a la
incertidumbre que genera en ellos el principio de la labor,
la cosecha, la comercialización, la conclusión de la recolección
y el inicio de un nuevo ciclo. En síntesis, atenuar la
ansiedad que para ellos ha significado la transformación de
la naturaleza, la dependencia de sus tiempos y la contingencia
de sus elementos.
Conclusiones
De la confrontación entre ambas concepciones sobre la
tierra, podemos concluir que, en primer término, para el
Estado neoliberal y sus aliados, la tierra, su posesión y
uso, continúan revistiendo exclusivamente un medio para
obtener poder económico y político. Incluso, a manera
de un contrasentido con respecto a la bandera de la modernidad
y del desarrollo que enarbolan, sus políticas agrarias
significan, en esencia, un retorno a las condiciones
que imperaban dentro de los regímenes estructurales que
dieron lugar a los procesos de independencia del siglo
XIX y a los revolucionarios de la primera década del siglo
XX. Las derogaciones y reformas al Artículo 27 Constitucional
y a la Ley Agraria hablan por sí mismas sobre esta
inclinación regresiva y alertan sobre el resurgimiento de
acciones de despojo y especulación de la tierra de los
campesinos.
En el contexto de esta política asumida por el Estado
mexicano para el campo, los conceptos de desarrollo y
modernización, después de muchas décadas de haber sido
acuñados por los pensadores sociales y por los Estados
nacionales, que han sido sus ideólogos y promotores, a esta
alturas han sido desconceptuados y vaciados de sus significados
originales: –progreso, mejores condiciones de vida
para todos los grupos sociales que conforman una sociedad–
y se les han imprimido una connotación más economicista
y política.
En segundo término que, para la mayoría de la sociedad
campesina de Dzan, el significado de la tierra, de su uso
y aprovechamiento, así como el de los demás elementos
del entorno natural, es mucho más trascendente y significativo
que el de la concepción exclusivamente material y
secularizada de la perspectiva oficialista. Para la gente del
campo, la tierra es un bien sagrado, custodiado por poderes
también sagrados, por esto no se le posee, sino sólo a
sus frutos, y siempre con el permiso de los dioses, de sus
“dueños” verdaderos. Así, su uso no se trata simplemente
de un régimen de posesión vacío de significados o de expresiones
exclusivamente economicistas, sino que entraña
relaciones que trascienden el campo terrenal, a partir de
las cuales se configuran, erigen y afirman importantes valores
socioculturales, como la bondad, la reciprocidad, el respeto,
la solidaridad y la lealtad.
Desde esta perspectiva, la relación que guardan estos
campesinos con la tierra expresa, ante todo, una forma de
vida y un sistema de producción a los que subyace una
cosmovisión que implica la regeneración integral del universo,
del entorno humano, social, natural y sagrado, y la
cual erigen frente a ellos mismos como el arquetipo a partir
del cual ordenan, orientan y dan sentido al mundo en el
que viven, al tiempo que les permite identificarse como
parte de una cultura históricamente determinada.
En tercer término, que la persistencia y recreación de
estas formas particulares de vida y de sus sistemas simbó
licos, concebidos por los agentes externos a ellas como
tradicionales, no han implicado de ningún modo ni necesariamente
una contraposición a los procesos de desarrollo
económico y modernización cuando se los han promovido.
Por el contrario, la continuidad y recreación de los valores
socioculturales en el caso reflexionado nos viene a
demostrar la capacidad que ha demostrado tener la cultura
maya yucateca a través de las centurias para integrarse y
asimilar los procesos y los cambios que les han inducido
desde fuera, para transformarse sin diluirse en el contexto
general en el que participan.
Por lo tanto, esta experiencia de los campesinos de
Dzan nos evidencia también la falacia de la polaridad construida
a través de los conceptos de tradición y modernidad
y, con ello, de la descalificación de estos términos para
fundamentar y justificar las deplorables condiciones de vida
en las que se encuentran sumergidas en su gran mayoría
las sociedades campesinas del país. Igualmente, nos indica
las tendencias subyacentes a las políticas y proyectos de
desarrollo económico que se ponen en marcha sin un plan
sociocultural y político que sea integrador, equitativo y respetuoso
de la diversidad cultural.
Por último, de la comparación de ambas concepciones
sobre la tenencia de la tierra podemos concluir que estas
culturas particulares, concebidas desde hace mucho tiempo
por los agentes externos a ellas como retardatarias,
obstáculos de la modernidad y del desarrollo, han sido
mucho más dinámicas y que, cuando han tenido la oportunidad
de participar en proyectos de desarrollo de la agricultura,
han sido más ricas en alternativas y dispuestas a
transformarse sin desechar las otras dimensiones de su
realidad, sin someter al abandono su sistema de valores
culturales y, por lo tanto, son más viables para su propia
reproducción como también para la del entorno natural.