Mérida: Algunos aspectos de su transformación y perspectiva actual
Luis A. Várguez Pasos
INTRODUCCION
Ubicación y condiciones climatológicas
La ciudad de Mérida, actual del estado de Yucatán, se encuentra situada al noroeste de la península de Yucatán. La distancia que la separa del puerto de Progreso es de 24 millas en línea recta. Su altura respecto del nivel del mar es de ocho metros y su superficie es de 858.41 kilómetros cuadrados, lo cual equivale al 2.18% de la superficie total del estado.
El clima que prevalece en Mérida y sus alrededores de tipo AW. De acuerdo a esta clasificación, es húmedo, con lluvias en verano y estación seca en invierno. La precipitación pluvial varía de 470 a 920 mn. Los vientos dominantes que recibe son del sureste y noroeste. Entre agosto y octubre se presentan ciclones procedentes del Mar Caribe, en tanto que el resto del año corresponde a la temporada de “nortes” o depresiones de vientos frío procedente de la parte norte del continente americano. Su temperatura media anual es de 27ºC, con una máxima promedio de 35ºC y mínima promedio de 17ºC.
Hidrología
En Mérida, como en todo Yucatán no existen ríos ni depósitos de agua dulce en su superficie, las condiciones geológicas y topográficas del estado impiden su formación. A cambio, en el estado existen acumulaciones subterráneas de agua provocadas por la filtración de las lluvias a través del suelo. La existencia de estas concentraciones acuíferas más otras técnicas para recolectar agua, hizo posible la supervivencia de los antiguos mayas, quienes les llamaron –en su lengua– t'sono'ot. Al llegar los españoles les dieron el nombre de cenotes con el que actualmente se les conoce. Según datos de la Enciclopedia Yucatanense , en Mérida existen doce de estos cenotes. Sin embargo, es posible que haya más.
La falta de una fuente permanente de abastecimiento de agua, fue un problema que los habitantes de Mérida tuvieron que enfrentar a lo largo de la Colonia, el período independiente y aún en las décadas posteriores a la Revolución. Hasta hace poco más de veinte años, la ciudad carecía de agua potable. Por lo que sus habitantes dependían de los pozos que excavaban en los patios de sus casas o del agua de las lluvias que solían almacenar en aljibes, cisternas o vasijas de barro. Luego de la introducción del agua potable, todavía en los primeros años de la década de 1970, se podía ver por las calles de los barrios de Mérida a los aguadores en sus carretas tiradas por mulas pregonando agua de lluvia para tomar.
Geología
En términos generales, la superficie en la que se encuentra situada la ciudad de Mérida es calcárea. En ella frecuentemente se encuentran grietas que contribuyen a la formación de suelo fértil. Las rocas son de tipo calizo y calcífero con arcilla, dolomita y óxido de hierro. La permeabilidad que caracteriza la parte norte de Yucatán, provoca que el agua de las lluvias arrastre el material orgánico y mineral impidiendo la formación de suelo vegetal. No así en la parte sur donde los suelos son más profundos.
Contaminación
Igual que toda ciudad en crecimiento poblacional e industrial, Mérida no está exenta de la contaminación. Ciertamente la polución atmosférica todavía no alcanza los niveles del Distrito Federal, no obstante en determinadas partes de la urbe se empiezan a sentir sus efectos.
Los elementos que contaminan la ciudad son humos y polvos procedentes principalmente de las fábricas de materiales de construcción que se encuentran alrededor de Mérida y de la planta termoeléctrica Nachi Cocom ubicadas al norte y oriente de esta misma ciudad. Otros elementos contaminantes son los provocados por los vehículos de combustión interna que arrojan, entre otros, monóxido de carbono, hidrocarburos y óxido de nitrógeno. La quema de los campos de henequén y pequeñas milpas que los ejidatarios realizan bajo técnicas primitivas, igualmente contribuyen a la contaminación del aire que respiramos en Mérida.
En conjunto, estos elementos inciden negativamente en la salud de quienes vivimos, siendo los más perjudicados los individuos pertenecientes a los sectores económicamente bajos. Como ya sabemos, en determinados casos, las clases medias no están libres de estos problemas. Sobre todo quienes viven cerca de las fábricas de materiales de construcción. Si bien el humo, polvo y residuos que generan estas instalaciones provocan daños en los habitantes de estas áreas, son los niños quienes resultan con mayores daños.
Hasta ahora, el problema más grave de contaminación que enfrentamos los habitantes de Mérida es el manto acuífero. Los mayores contaminantes son de tipo orgánico procedentes de las aguas negras y jabonosas de la ciudad. En menor proporción, el fecalismo al aire libre practicado por la población de bajos recursos económicos que reside en la periferia, igualmente contribuye a la contaminación de las aguas subterráneas. En promedio, es posible encontrar aguas contaminadas en Mérida hasta diez o doce metros de profundidad.
Como se puede fácilmente suponer, las condiciones anteriores provocan un alto índice de enfermedades gastrointestinales entre la población. A pesar que la mayoría de los habitantes de Mérida poseen agua potable, todavía hay numerosas familias que sólo disponen de un pozo para abastecerse del agua que a diario necesitan para beber, cocinar, bañarse y lavar sus ropas. Del mismo modo, no obstante que los servicios médicos del Estado se han extendido a los sectores inferiores de la escala social, las enfermedades señaladas arriba siguen siendo el padecimiento más grave entre los niños. La gravedad de este problema se puede contemplar tanto por sus efectos inmediatos como por los daños colaterales que se expresan en los años posteriores a la niñez.
II.- ANTECEDENTES HISTORICOS
Fundación
Mérida fue fundada por Don Francisco de Montejo “El Mozo” el 6 de enero de 1542. Este hecho era parte de la política de expansión colonial que Carlos V había emprendido en las tierras americanas con el propósito de explotar sus riquezas y así competir con las potencias europeas de esa época por el dominio del mundo.
Aunque la idea que justificaba la conquista era la evangelización de los indígenas, lo cierto es que los españoles llegaron a Yucatán buscando minerales que como el oro y la plata, sobre todo esta última, abundaban en el centro de la Nueva España. En Yucatán no encontraron ni oro ni plata ni algún otro. Solamente encontraron hombres y la tierra donde cultivaban su maíz, frijol y calabaza.
Ante la falta de metales preciosos, los hombres y la tierra se convirtieron en la riqueza que ambicionaban los españoles. Sin embargo, los mayas no estaban dispuestos a perder lo que era suyo: su tierra y su libertad. Los conquistadores lo sabían y decidieron tomarlo por la fuerza. Para ello utilizaron un triple poder que en su conjunto no era otra cosa que la base sobre la cual construyeron su hegemonía: el de las armas, el de las instituciones civiles y el de la religión. El primer recurso al que acudieron fue el de las armas. Cuando ya tuvieron el suficiente control sobre la población indígena, decidieron fundar sus instituciones civiles e iniciar la evangelización. Naturalmente, esto no significa que los españoles hayan abandonado sus armas, de hecho éstas eran las que sostenían a las instituciones y a la religión inmediatamente impuesta.
Lo que he querido decir con lo anterior es que la conquista de Yucatán, y de toda hispanoamérica, se puede explicar desde tres niveles de análisis mutuamente complementarios: el militar, el civil y el religioso. Esta fue la fórmula mediante la cual los españoles conquistaron a los indígenas americanos. Sin uno de estos tres poderes, la conquista no hubiera sido posible en los términos en que se dio.
En el orden anterior de ideas, después que Montejo había dominado la mayoría de las provincias más importantes de la península, decidió fundar una ciudad que sirviera de sede del gobierno español. El sitio elegido fue la antigua ciudad maya de Ichcaanzihó o Thó. Ahí, el 11 de junio de 1841 al frente de su ejército había ganado la batalla que sería decisiva en la conquista de Yucatán. Por su posición estratégica este sitio le permitía mantener el control de las provincias conquistadas, continuar la pacificación de las que no había podido conquistar y además tener una salida al mar.
Por otra parte, los basamentos de los edificios mayas proporcionaban un buen sitio de defensa en caso de un ataque indígena así como también la piedra necesaria para la construcción de los nuevos edificios públicos y de las casas de los conquistadores. Al hablar de la fundación de Mérida, el historiador Juan F. Molina Solís, señala que el tamaño y ornamentación de los antiguos templos mayas, recordaron a los españoles los edificios romanos de Emérita Augusta, Mérida de Extremadura, por lo que decidieron darle a la ciudad el nombre que aún lleva.
La fundación de Mérida fue una empresa relativamente fácil para Montejo. No hubo necesidad de sitiarla, ni de derrumbarla con cañones. Al llegar a Ichcaanzihó lo que encontró fue una ciudad abandonada a la que los indígenas acudían a presentar sus ofrendas para sus dioses. Por ello, inicialmente decidió establecer ahí su campamento. Si bien había perdido importancia política, todavía conservaba importancia religiosa. Montejo sabía la fuerza que tenía la religión en la vida de los mayas y decidió aprovecharla. Simbólicamente, la fundación de Mérida significaba el triunfo del Dios de los españoles sobre los dioses de los indígenas. La superioridad de sus armas demostró a los mayas que el dios que traían era el verdadero en el que a partir de entonces tendrían que creer.
Primeras autoridades
El mismo día de la fundación de la ciudad, Montejo nombró los primeros funcionarios públicos que se encargarían del gobierno. Los primeros alcaldes fueron el capitán Gaspar Pacheco y Don Alonso de Reinoso y los regidores Jorge de Villagómez, Francisco de Bracamonte, Francisco de Zieza, Gonzalo Méndez, Juan de Urrutia, Luis Díaz, Hernando de Aguilar, Pedro Galiano, Francisco de Berio, Pedro Díaz, Pedro Costilla y Alonso Arévalo. Al día siguiente de haber prestado juramento, empezaron a desempeñar sus funciones.
En este día fueron nombrados Juan López de Mena como escribano público, el alcalde Gaspar Pacheco y el regidor Francisco de Zieza como tenedores de los bienes de difuntos, Alonso de Molina como mayordomo de la ciudad, Francisco de Lubones como Procurador y Cristóbal de San Martín como alguacil mayor. Este mismo cronista señala que en total fueron ciento ocho los primeros pobladores de la ciudad de Mérida.
Sin embargo, el trazo de la ciudad y la construcción de las casas y edificios públicos empezaron casi un año más tarde. El 29 de diciembre de 1542 los vecinos se reunieron en el cabildo en donde le hicieron saber a Montejo sus deseos de tener casas dignas donde vivir. En respuesta, no sólo les dio su consentimiento, sino que entregó a las autoridades del cabildo un plano con la distribución de los sitios destinados para las casas de uno y los que servirían para ejidos y arrabales.
Ignacio Rubio Mañé en su libro La Casa de Montejo, señala un plano del centro de Mérida al momento de su fundación. Las casas de los conquistadores y los edificios públicos y religiosos fueron construidos alrededor del espacio que se destinó para la plaza mayor, misma que ocupa hoy día la Plaza de la Independencia. De acuerdo a este plano la casa de Francisco de Montejo quedó ubicada al sur; al norte además de dos casas situadas en cada esquina, estaban las sedes del Gobierno, Ayuntamiento y la Alhóndiga; al oriente estaba la iglesia mayor, la cual fue sustituida por la actual catedral, y al poniente uno de los cinco montículos que servían de basamento a los templos de la antigua ciudad maya. De ahí los españoles tomaron piedras y demás materiales para construir sus propios edificios.
Con el establecimiento de la ciudad, y a medida que el gobierno español se fue consolidando en el poder, los conquistadores impusieron gradualmente su organización económica y social y sus instituciones políticas, civiles y religiosas; su tecnología –entendida en sentido amplio– y demás modelos de hacer las cosas; patrones de conducta y formas de concebir la naturaleza, al hombre y a la vida.
Lo que he querido destacar en este breve repaso histórico son dos cosas. Una es la forma como Mérida desde un principio se convirtió en un centro político desde el cual se organizaría la nueva estructura económica y social que habría de permanecer hasta nuestros días. La otra es el papel de la imposición de la cultura de los españoles. Vistas en conjunto ambas cosas nos permiten aproximarnos, parcialmente a la comprensión de la cultura y la conducta de amplios sectores de la población de Mérida. Del mismo modo nos permiten afirmar que la realidad actual de esta ciudad y de todo México, no se entiende sin los elementos que aportaron los conquistadores, tanto al momento de su llegada a Yucatán como a lo largo de la época colonial. A pesar de la independencia de México con España, la herencia española sigue vigente entre nosotros.
III.- SU CONFORMACION COMO CENTRO ECONOMICO EN EL SIGLO XIX
Durante los siglos posteriores a la conquista, Mérida continuó siendo la capital de Yucatán y sede de los gobiernos tanto cívico-militar como religioso. Al finalizar el régimen español, Yucatán decidió permanecer unido al resto de México mediante su adhesión al Plan de Iguala. A partir de entonces, Yucatán quedó sujeto a las decisiones del nuevo gobierno cuya sede se instaló en la ciudad de México. Aunque la capital del estado no varió, en distintas épocas cambió el status que la organización política de la República le otorgaba a Mérida. Por ejemplo, en 1821 era cabecera de Partido y le pertenecían cinco pueblos; en 1845 era cabecera de Distrito al cual pertenecían cuatro partidos mientras que en 1853 los anteriores Distritos fueron nombrados con números ordinales y fue modificada la cantidad de Partidos que les pertenecían. El primer Distrito era el de Mérida y le pertenecían los Partidos de Mérida, Maxcanú y Ticul.
Transformación económica
Al principiar el siglo XIX, Mérida, era el centro de la actividad económica de Yucatán. Aunque en Campeche, Valladolid, Tekax y Ticul también había fuerte movimiento económico, no era comparable al que tenía la capital. Así, el comercio de Mérida y sus alrededores se hacía con el puerto de Sisal. De ahí los comerciantes de la región exportaban sus productos preferentemente a Cuba, Estados Unidos y Belice. Por su parte los comerciantes de Campeche enviaban sus mercancías a Veracruz y otros puertos menores del Golfo de México. Antes de terminar la primera mitad de ese siglo, el volumen de carga que se manejaba en Sisal era el doble del que salía por Campeche.
De todas las mercancías que Yucatán exportaba en la primera mitad del siglo XIX, el henequén fue la que en la siguiente mitad provocaría profundos cambios en la economía y sociedad del estado. En 1802, los comerciantes y productores de henequén exportaron 1,964 arrobas. Antes de finalizar esta primera mitad, 1847, el número de arrobas exportadas ascendió a 184,648. De las cuales, 100,000 fueron de fibra enviada a los Estados Unidos y 84,648 correspondieron a diversos artículos, sobre todo costales, destinados a la isla de Cuba. A fin de tener una idea de lo que significarían las exportaciones de henequén, debo decir que en 1845 equivalían al 13.7 por ciento del total de las mercancías enviadas al exterior, mientras que en el año fiscal de 1875-1876 este porcentaje se elevó al 69.6
El desarrollo de la economía de Yucatán, solamente fue posible a través de los distintos mecanismos que diseñaron las autoridades españolas, civiles y religiosas, para extraer de las comunidades indígenas los productos agrícolas y ganaderos que necesitaban los habitantes de las ciudades para su uso y consumo sin que a cambio les retribuyeran algo. Esta forma parasitaria que adoptó el colonialismo en Yucatán se mantuvo vigente a lo largo del dominio español. Su impacto fue tan grande que prevaleció después de la independencia de México. Robert Patch, citando a Rubio Mañé, dice que poco antes de 1810, los bienes que exportaban los yucatecos se generaban en las comunidades indígenas; mismos que los españoles obtenían de la explotación tributaria o del repartimiento y no de la producción de los españoles y mucho menos del intercambio igual con los indígenas.
Posteriormente con el desarrollo de la economía mercantil, la hacienda se convirtió en la unidad de producción dominante. Las comunidades indígenas perdieron tierras al expandirse la superficie que necesitaban los hacendados para cultivar los productos y criar los animales que enviarían al mercado y así reproducir su capital. Al no tener suficiente tierra, los indígenas se convirtieron en jornaleros de las haciendas en donde ofrecían su fuerza de trabajo. Unas veces mediante retribución y otras sin ella. Este fue el caso de los peones que trabajaban sin obtener ningún beneficio, excepto la esperanza de poder pagar algún día la deuda que tenían con el hacendado.
El desarrollo de la hacienda, y mediante ella del capitalismo, provocó fuertes cambios en las relaciones de producción entre españoles e indígenas. Además de la aparición de jornaleros, libres y acasillados, en las haciendas, en las calles y mercados de Mérida surgieron indígenas que ofrecían en venta los productos que cultivaban en sus parcelas y la fuerza de trabajo de llevaban consigo. Maíz, frijol, aves, carbón y henequén eran algunas de las mercancías que llevaban a la ciudad.
Simultáneamente el auge que adquirían la hacienda y el comercio, poco a poco surgían talleres de diversos oficios donde se manufacturaban los artículos de uso cotidiano o bien sus artesanos realizaban las obras que se requerían. Carpinterías, herrerías, velerías, sastrerías y curtidurías de pieles eran algunos de los talleres de mayor importancia en Mérida durante la primera mitad del siglo XIX.
Generalmente estos talleres eran totalmente domésticos tanto porque funcionaban en alguna parte de las casas de sus propietarios como por el personal empleado y su tipo de organización. En ellos, el padre era quien decidía quienes harían una u otra cosa, a quién se le vendería la producción y la forma en la que se distribuiría el capital obtenido. Aparte de los familiares del patrón, en los talleres más grandes se podían encontrar unos cuantos trabajadores entre los que estaban niños y adolescentes que asistían para aprender el oficio. De ahí el nombre de aprendices con el que se les conocía.
En aquellos talleres en los que se empleaba fuerza de trabajo ajena a la familia del patrón, en muchos casos era la de los indígenas que vivían en los alrededores de Mérida. A diferencia de los trabajadores de campo, todos los de los talleres percibían un jornal; es decir, el pago que les correspondía por cada día trabajado. Fuera de esto no tenían una sola prestación. Ni siquiera la seguridad de tener trabajo al día siguiente.
Las cordelerías fueron otro tipo de talleres que tuvieron un papel muy importante en la formación de lo que con el tiempo sería la clase obrera de Yucatán. Con la fibra del henequén en estos talleres se elaboraban hilos, cuerdas y sogas en general. En las primeras décadas del XIX, los artículos producidos en los corchaderos eran manufacturados manualmente por los indígenas que ahí trabajaban. Posteriormente, a medida que los consumidores empezaron a exigir mejores productos, los propietarios de los corchaderos introdujeron equipo mecánico para la realización de estas labores.
El primer corchadero que utilizó esta nueva tecnología fue instalado en 1839 por iniciativa de un español avecindado en Mérida. En 1847, los corchaderos existentes en esta ciudad eran siete. Además del anterior, los que completaban este número eran: “La Yucateca” y “La Mejorada” en el barrio de La Mejorada; “El Chivo” en la antigua calle de Conkal; “El Monifato” en la calle de Izamal; “La Constancia” en el barrio de Santiago y “La Amistad” a una cuadra de la actual plaza principal.
Los corchaderos eran sencillos, tanto por los aparatos utilizados como por el nivel alcanzado en la fabricación de los artículos de henequén. En términos generales constaban de una casa de piedra que lo mismo servía para efectos administrativos que de bodega; un corredor abierto con soportes de madera y techo de huano donde estaban instalados los aparatos de trabajo y un patio con funciones de basurero y corral. Inicialmente, los mismos trabajadores eran los encargados de mover dichos aparatos, pero a medida que éstos fueron más complejos, se introdujeron caballos y mulas para el mismo fin. En cuanto a su personal, estaba compuesto por hombres, mujeres y niños.
No obstante el crecimiento de una amplia de trabajadores en la primera mitad del siglo XIX que se caracterizaban por vender su fuerza de trabajo en actividades manuales no agrícolas, los jornaleros de las haciendas seguían siendo el grupo laboral más numeroso e importante en la estructura económica de Yucatán. La necesidad de tener un mecanismo legal que normara las relaciones entre los portadores de esta fuerza de trabajo y los que la empleaban, provocó que las autoridades legislativas del estado emitieran distintas leyes estableciendo cuales serían las obligaciones de estos trabajadores y los castigos que recibirían en caso de no cumplir con lo establecido.
En total, los documentos que en ese primer período se emitieron legislando las relaciones entre trabajadores y patrones, o amos como eran conocidos los hacendados en esa época, fueron cuatro. El primero que apareció es una orden dada el 19 de abril de 1824 por el Augusto Congreso del Estado aclarando algunas confusiones sobre el Reglamento para el manejo de hacendados, labradores y jornaleros. Este estaba dirigido a los asalariados que trabajaban en la agricultura, las haciendas y los talleres. Su objeto era dejar establecido los requisitos que debían cubrir los dos primeros tipos de asalariados para abandonar las estancias y haciendas donde estuvieran trabajando.
A pesar de su título, en este Reglamento no aparece nada que se refiera a los hacendados. A éstos únicamente les interesaba proteger el capital que tenían invertido en sus asalariados mediante el sistema de endeudamiento y para ello contaron con el recién instalado Congreso.
Las tres disposiciones restantes están dadas en los mismos términos que la anterior. El decreto del 12 de octubre de 1832 sobre asalariados y jornaleros se refiere a consideraciones generales en torno a los requisitos establecidos en la orden mencionada y añade los castigos a los que los deudores se hacían acreedores.
Hacia la década siguiente, el acasillamiento de los peones en las haciendas era un sistema de trabajo que se encontraba fuertemente arraigado en Yucatán, por lo que el 30 de octubre de 1843 se decretó una ley declarando la libertad de todo individuo para prestar sus servicios a quien mejor les pagare. No obstante, resultaba implícitamente contradictoria, ya que también dejaba claro que esta libertad podría ser coartada según las obligaciones contraídas por ambas partes.
El pago de la deuda era un punto sumamente importante en estas leyes. Tan es así que a partir de esta última, bajo pena de castigo, se facultaba a las autoridades para impedir el asentamiento en sus respectivos poblados y barrios a quienes adeudasen alguna cantidad. Si un individuo deseaba avecindarse en un sitio ajeno al suyo estaba obligado a presentar una constancia del pago de su deuda. A diferencia de las dos anteriores disposiciones, en ésta se establecen castigos para los hacendados, pero solamente para aquellos que aceptasen prófugos en sus propiedades.
La última ley emitida en esta primera mitad del siglo XIX, fue dada el 12 de mayo de 1847, poco antes de iniciarse la guerra de castas. En su contenido insistía en lo dispuesto por las anteriores. La única innovación fue la supresión de la herencia de la deuda por parte de los familiares del deudor. De todas formas, en su mayoría los hacendados no hicieron caso de esto último y los que sí, tuvieron suficientes recursos para cobrar lo que les adeudaba el trabajador fallecido.
La actitud que asumieron las autoridades estatales en Yucatán durante la segunda mitad del siglo XIX no cambió. Cuando aparentemente lo hicieron fue para proteger los intereses de los hacendados y de quienes en conjunto formaban la clase dominante. A pesar de la importancia que los artesanos iban adquiriendo en la composición social del estado, pero sobre todo en la zona urbana de Mérida, no estaban sujetos a reglamentación alguna como ocurría con los trabajadores agrícolas. En respuesta a este hecho, mediante decreto del 4 de julio de 1851, el gobierno local emitió el Reglamento para Talleres de Artes y Oficios en el que se establecían los tipos de artesanos que trabajan en estos sitios, sus obligaciones y las sanciones a que estaban sujetos. De acuerdo a sus conocimientos y habilidades estos artesanos estaban clasificados en aprendices, oficiales, maestros de taller y maestros mayores.
Como instrumento que normaba la fuerza de trabajo artesanal, dicho documento formalizaba la situación en que se encontraban los aprendices y oficiales. En él nada más se establecían las obligaciones que éstos tenían hacia los maestros así como los castigos que recibirían por incumplimiento. No así las obligaciones y castigos para los maestros en caso de que no cumplieran los compromisos con aquéllos. La fuerza de trabajo que requerían los patrones y el capital en general tenía que ser sumisa, tanto en los aspectos laborales como en los ideológicos. Para lograrlo, el mismo reglamento preveía el funcionamiento de una casa de corrección y de una escuela dominical. A la primera eran enviados los aprendices y oficiales que no hubieran cumplido con sus obligaciones en los talleres donde trabajaban. En tanto que a la segunda, se enviaba a los que carecieran de los elementos básicos de lectura, escritura, aritmética y doctrina cristiana.
No obstante el interés del Estado por los artesanos, la atención fundamental seguía descansando en los trabajadores agrícolas. Sobre todo los de las haciendas henequeneras que para entonces se concentraban en la región en torno a Mérida. Aparentemente, repito, el Estado los protegía. Aunque en la realidad a quienes protegía era a los hacendados. El 14 de mayo de 1853 fue promulgada una orden en la que se prohibía el trabajo obligado al que se había sometido a los indígenas. En todo caso, las tareas para las que fueran empleados, debían regirse por el decreto del 12 de mayo de 1847.
La postura que ahora asumía el Estado no significaba un cambio de actitud respecto a los jornaleros de campo y demás representantes de la fuerza de trabajo. Por una parte, al darle vigencia a esta última ley dichos trabajadores quedaban a merced de los amos y patrones que los emplearan. Por la otra recuérdese que esta mano de obra era preferentemente indígena, que para ese momento la guerra de castas estaba en su apogeo y que la industria henequenera empezaba su desarrollo masivo.
En las anteriores condiciones, las autoridades locales no podían arriesgarse a una sublevación de los jornaleros, peones y trabajadores indígenas en general que llevara la guerra a Mérida y sus alrededores. No solamente implicaba la pérdida de vidas humanas, sino también la extinción de una economía que representaba la tabla de salvación para la población blanca y la élite dominante que se había enriquecido a costa del trabajo indígena. Igualmente significaba la extinción de las relaciones de dominación que daban sustento y razón de ser, a esta última población y su correspondiente élite.
Los indígenas no sólo representaban la mayoría de los trabajadores agrícolas, sino de toda la población. En 1982 Yucatán tenía en total 248,156 habitantes. De los cuales 88,020 pertenecían a la raza blanca y 160,136 a la indígena. A su vez, del total anterior, la población urbana era de 148,437 habitantes y la rural de 99,717. En la primera, los integrantes de la raza blanca eran 68,102 y los de la indígena 80,335. En tanto que en la rural, los blancos sumaban 19,918 y los indígenas 79,801. En términos porcentuales la raza blanca equivalía al 35.47 de la población total y la indígena al 64.53
La reproducción de la posición hegemónica de los integrantes de la clase dominante seguía siendo una preocupación para las autoridades locales. Su consecución implicaba preservar la situación en que se encontraban los trabajadores agrícolas así como también dejar establecido ante los demás cuál era ésta. El camino de las leyes seguía siendo una buena opción. El 18 de agosto de 1863, la Junta Gubernativa decretaba la vigencia de la ley del 12 de mayo de 1847 en la que se reglamentaba el trabajo de los sirvientes de campo. En realidad, como ya dije, la ley de 1847 contenía los mismos artículos que su antecesora. En ella se insistía en la libertad del individuo para la prestación de sus servicios laborales, los casos en que podía ser coartada esa libertad, los tipos de obligación a las que se sometían los trabajadores, el pago de la deuda como condición fundamental para abandonar el sitio de trabajo, las prohibiciones para aceptar prófugos y los castigos para éstos. La única ventaja que representaba esta ley, no para el trabajador, sino para sus familiares, era que impedía que éstos heredaran la deuda.
Las últimas disposiciones legales emitidas por las autoridades yucatecas en la segunda mitad del siglo XIX con el propósito de normas las relaciones entre quienes por un lado poseían su fuerza de trabajo y por el otro eran dueños del capital, fueron las contenidas en el Código Civil del Distrito Federal y el Territorio de Baja California. El cual habiendo sido promulgado el 8 de diciembre de 1870 por el Congreso de la Unión, comenzó a tener vigencia en Yucatán, por decreto del 18 de agosto de 1871, el 1° de enero de 1872.
Henequén y desarrollo
Los hechos más sobresalientes que incidieron en la transformación de la estructura económica y social de Mérida en la segunda mitad del siglo XIX son dos: el desarrollo de la industria henequenera y la consolidación de la capital del estado como centro comercial y artesanal de Yucatán.
La moderna ciencia social nos enseña que en la actualidad resulta sumamente difícil, por no decir imposible, concebir los hechos de la sociedad de manera aislada y autocontenida. El caso del henequén no es la excepción. No se puede hablar del auge henequenero en esta segunda mitad del siglo XIX sin mencionar el papel que para ello tuvo la guerra de castas.
En términos generales, este movimiento bélico –iniciado en 1847- influyó para que el cultivo y posterior industrialización de dicho agave se concentrara en las haciendas situadas en la región que rodea a Mérida. El hecho concreto que permitió este fenómeno fue la paralización de la producción de las haciendas maicero-ganaderas y azucareras a causa de los combates que se realizaban al sur y al oriente del estado. A pesar que los mayas rebeldes estuvieron a poco más de treinta kilómetros de Mérida, en ella nunca se registraron enfrentamientos entre los ejércitos que peleaban. Las haciendas cercanas no sólo mantuvieron su producción de henequén, sino también la de maíz y ganado. La seguridad de la capital provocó que numerosos trabajadores con sus familias encontrasen en las haciendas un sitio donde trabajar y, por supuesto, vivir.
La creciente demanda de henequén en el mercado internacional provocó que la migración de trabajadores a Mérida y su región se mantuviera al finalizar la guerra. Este movimiento migratorio no sólo fue local, sino inclusive inducida de un país a otro. En este último caso, era parte de las políticas que para ese momento desarrollaba el Estado. Con el propósito de reforzar la planta de trabajadores de las haciendas henequeneras y de la pequeña industria que surgía a la sombra de la industria henequenera, en marzo de 1883 la IX Legislatura Constitucional de Yucatán expidió sendos decretos en los que concedía a dos diferentes personas una subvención de diez pesos por cada varón, entre 18 y 50 años de edad que introdujeran al Estado para trabajar en dichas haciendas y pequeña industria. En estos mismos documentos se establecía que tales trabajadores fueran de las Islas Canarias o de alguna provincia española.
La información disponible sobre el crecimiento demográfico de Mérida mediante el cual se pueda apreciar el efecto de la migración es escasa y confusa. Suárez Molina señala que en 1845 Yucatán tenía 422,403 habitantes, de los cuales 48044 correspondía a su capital; en 1862 la población de Yucatán disminuyó a causa de la guerra, a 248,156 pero la de Mérida aumentó a 61,917. Pocos años después el efecto fue el inverso, en 1883 la del estado aumentó a 376,825 y la de Mérida se redujo a 49,436. En 1990 Yucatán había aumentado su población a 314,087 y Mérida a 60,156. Debo aclarar que cuando este autor habla de Mérida se está refiriendo al Partido de este nombre y no sólo a la ciudad, por lo cual es un poco difícil saber cuál era el número exacto de habitantes de esta ciudad. Sin embargo, en otra parte de su obra dice que la ciudad de Mérida a mediados del siglo XIX tenía 26,068 habitantes, cantidad que para 1900 ascendió a 59,195. Es decir, se duplicó. En este último año, la ciudad tenía 11,764 casas donde residían 11,197 familias.
Tomando lo que nos dicen otros investigadores tenemos que según González Navarro, en 1868 Mérida registró 23,000 habitantes y antes de iniciarse el último cuarto del siglo XIX dicha cifra aumentó a 30,000. Por su parte, Hansen y Bastarrachea apuntan que el censo de 1895 estimó la población de Mérida en 36,634 individuos.
De cualquier manera, a pesar de los diferentes datos que aportan las fuentes mencionadas, lo importante de este hecho fue el aumento poblacional de Mérida y su región a causa, primero, de la guerra y, luego, del desarrollo de la industria del henequén.
Las exigencias del mercado internacional sobre los productos de henequén provocaron nuevos cambios tecnológicos en los corchaderos de Mérida. Ahora, a fin de poder satisfacer esta demanda y poder seguir compitiendo en dicho mercado, los propietarios de estos talleres aplicaron el vapor como fuerza motriz. Su uso en la elaboración de los hilos y cordeles sustituyó la energía proveniente de los animales, la que a su vez había sustituido a la humana que se utilizaba en los primeros años del siglo XIX. La introducción de esta innovación, al mismo tiempo que modificaba el proceso productivo del henequén, transformó los rudimentarios corchaderos en fábricas que, por los artículos que originalmente se elaboraban con henequén, recibieron el nombre de cordelerías. El uso de tecnología cada vez más compleja puso a estas fábricas dentro de la moderna industria de la época.
Quienes han estudiado el industrialismo en Europa coinciden al reconocer que la fuerza a vapor y mecánica era la que caracterizaba esa moderna industria. A diferencia de Europa, Yucatán no posee carbón mineral, los indígenas sabían –y aún saben– cómo producir carbón vegetal. La primitiva tecnología agrícola que utilizaban y los árboles de los montes cercanos les proporcionaban los elementos necesarios para este fin.
Un ejemplo de la rápida transformación que experimentaron los corchaderos por la incorporación de nueva tecnología, es el de la cordelería “Miraflores”. Su instalación ocurrió a fines de la década 1860. En 1870 estaba catalogada como cabullería, pero a medida que su propietario instaló equipo mecánico procedente de los Estados Unidos, se convirtió en una de las más modernas cordelerías de entonces. En 1884, disponía de 12 máquinas impulsadas por vapor así como 85 aparatos mecánicos para peinar la fibra, encordarla y hacer hilos, jarcias y cuerdas de varias clases. Varios de estos aparatos eran utilizados por primera vez en Mérida.
Además de estas máquinas, la magnitud de este establecimiento se puede estimar por el personal que en ella trabaja. En la fecha antes señalada, de acuerdo a la producción empleaba entre 40 y 80 trabajadores quienes se encontraban divididos en dos secciones: una de hombres y otras de mujeres y niños. Con estos adelantos tecnológicos y esta fuerza de trabajo, dicha cordelería pudo aumentar su producción a un promedio mensual de 200 tercios, de a 500 libras cada uno, de cabullería cuyo destino era La Habana.
El rápido desarrollo que experimentó la cordelería “Miraflores” y otras más no solamente se debió a la tecnología de utilizaban. Además de este elemento y la fuerte demanda del exterior por los productos de henequén, en la explicación de este hecho hay que incluir la intervención del Estado. Cuando inició sus actividades esta cordelería, el gobierno yucateco todavía se encontraba combatiendo a los indígenas que aún no se rendían, por lo que la economía estatal no se recuperaba en su totalidad. De ahí que fuera necesario continuar enviando tropas al frente de batalla y a la vez estimular la producción henequenera mediante la protección, entre otras cosas, de la fuerza de trabajo que en ella ocupaban hacendados e industriales.
Con este último fin, el 13 de agosto de 1870, la III Legislatura del estado mediante la emisión de sendos decretos, dispensaba a veinte trabajadores de cada una de las cabullerías “La Yucateca”, “La Mejorada” y “Miraflores” para que tan sólo pagaran la mitad de la cuota de tres pesos que señalaba el reglamento vigente de la Guardia Nacional, por su excepción del servicio de las armas. Tres años después, un nuevo decreto prorrogaba por cuatro años más estas concesiones.
El henequén era en aquel momento la fuente de la riqueza de Yucatán y por supuesto el eje del desarrollo industrial de Mérida. Ante esa realidad las autoridades apoyaron la apertura de nuevas fábricas cuyos objetivos fueran la elaboración de nuevos productos o bien mejorar los ya existentes. Ya antes habían acordado la exención de impuestos y demás contribuciones para que hacendados y empresarios pudieran competir en el mercado del henequén, por lo que en esta ocasión repitió la estrategia a fin de aprovechar la fibra y los residuos de las pencas de esta planta.
El 8 de febrero de 1983, la XIV Legislatura expidió un decreto en el cual se otorgaba, durante quince años, una exención de impuestos municipales y estatales al Sr. Santiago Page a fin de que estableciera una fábrica de papel que utilizara como materia prima los residuos del henequén. Esta exención incluía el capital que invirtiera el Sr. Page en la adquisición de maquinaria, acciones que emitiera, edificios y demás propiedades de dicha fábrica.
La política económica que seguía al Estado a fin de impulsar la industria henequenera no varió con los cambios de gobernantes. A mediados de la última década del siglo XIX el nuevo gobernador de Yucatán, Carlos Peón, mantuvo la línea trazada por sus antecesores con respecto a dicho agave. El 22 de febrero de 1895 se dirigió al pueblo yucateco para hacerle saber la XV Legislatura de Yucatán había decretado la exención de todo impuesto municipal y estatal por un período de diez años a quien estableciera una fábrica para elaborar aguardiente y alcoholes a partir, exclusivamente, del jugo del henequén.
Al año siguiente, 15 de marzo de 1895, la misma Legislatura emitía sendos decretos concediendo nuevas exenciones de impuestos. En el primero de estos dos, se exentaba de toda contribución municipal y estatal a los propietarios de las cordelerías establecidas o que a partir de esa fecha se establecieran en el estado. La concesión otorgada abarcaba desde el primero de abril de ese año hasta el final del año fiscal en curso. En el segundo decreto, se concedía una prima, pagadera en cinco anualidades, a quien estableciera en el estado una fábrica de costales y otros tejidos de henequén. Además, durante diez años, quedaban exentos de todo impuesto municipal y estatal tanto la negociación como sus edificios y dependencias inmediatas.
El último decreto que el gobierno de Yucatán emitió en el siglo XIX para la instalación de cordelerías y fábricas que manufacturaran artículos derivados del henequén, es el que corresponde al 11 de junio de 1897. En su artículo único concedía al norteamericano Alfredo Heydrich, por sí o a la compañía que organizara, exención de toda contribución ordinaria o extraordinaria para el estado o los municipios sobre las fábricas que estableciera en Yucatán. La exención incluía los impuestos sobre el capital de la empresa, acciones, edificios y almacenes; la materia prima que se empleara en la elaboración de los diversos artículos; así como también el servicio de las armas y tequios vecinales que debían prestar los empleados y jornaleros de las fábricas, telares y talleres anexos. Antes de un año, el 28 de marzo de 1898, con la presencia del gobernador de Yucatán, Gral. Francisco Cantón, en representación del Presidente de la República fue inaugurada “La Industrial”. Inicialmente, la sociedad que se formó para la instalación de esta cordelería contó con un capital de 800 mil pesos, de los cuales 300 mil se invirtieron en la importación de la maquinaria necesaria. La fábrica se distinguía sobre las demás por poseer modernas instalaciones, casas para su gerente y trabajadores así como por los dinamos y el motor de 300 caballos de fuerza que movían la maquinaria. La capacidad de producción estimada era de 300 mil kilos mensuales de diversos productos de henequén.
Otro de los elementos que se derivaron del desarrollo de la industria henequenera y que incidieron en la transformación de la estructura económica y social de Mérida y su región, fue la aparición de una amplia red de ferrocarril y tranvías tanto rurales como urbanos.
Durante la primera mitad del siglo XIX, los cortadores utilizaban sus propias espaldas para trasladar las pencas desde los planteles y las desfibradoras de las haciendas. Una vez obtenida la fibra y elaborados los distintos productos, el hacendado los enviaba en carretas tiradas por mulas al comercio más inmediato. Quienes estaban cerca de Mérida los llevaban a esta ciudad donde aprovechaban adquirir otras mercancías. No así los que estaban alejados. Para éstos les era más redituable acudir el comerciante más cercano. De todas formas, para quien quisiera enviar sus productos a la capital del estado y sobre todo a los puertos exportadores, primero Sisal y luego Progreso, la distancia entre estos puntos y sus lugares de origen representaba mayores costos de lentitud de las carretas, el mal estado de los caminos, el alimento de las mulas y el salario del carretero, provocaba que mientras más lejos estuvieran el productor directo o el comerciante, así fuera el monto del capital que tenían que invertir.
El primer intentó por remediar esta situación provino del gobierno federal. En 1856 el presidente Ignacio Comonfort autorizó la creación del puerto de Progreso situado a 36 kilómetros al norte de Mérida en línea recta. Al año siguiente el camino carretero ya estaba incluido. Además de ser más corto que el de Sisal, tenía la ventaja de no atravesar poblados, por lo que el tiempo que tenían los exportadores para depositar su henequén en los barcos era menos del que disponían antes.
No obstante, el problema seguía siendo llevar el henequén desde los planteles y comercios intermedios hasta Mérida para después poderlo trasladar a Progreso. Por ello, la existencia de un sistema de transporte que estuviera de acuerdo con los adelantos tecnológicos que se estaban introduciendo seguía siendo prioritario, tanto para la comunicación de la población en general como para acelerar el flujo de bienes materiales.
La instalación de una amplia red de vías de ferrocarriles a lo largo y ancho de los principales centros productores de henequén, vino a resolver las demandas anteriores. Sin embargo, los hacendados y comerciantes no tan sólo requerían un sistema de transporte con tales características, sino que además estuviera bajo su entero control el mayor tiempo posible. Dichas necesidades los llevó a solicitar una vez más el apoyo del Estado, tanto para que las autoridades yucatecas les autorizaran la instalación y explotación de este sistema como para que los eximiera de los impuestos correspondientes.
A pesar de los avances que se lograron con la apertura de rutas ferroviarias, permanecían aislados numerosos poblados y haciendas cuyos habitantes y propietarios respectivamente acudían a los transportes tradicionales para llegar a las villas y ciudades donde se encontraban los servicios administrativos y comerciales que requerían. Después de todo el ferrocarril era una empresa creada para satisfacer las necesidades de los grandes hacendados y comerciantes henequeneros. Por una parte, unía los centros productores de mayor importancia con los manufactureros –Mérida- y los exportadores como era el caso del puerto de Progreso. Pero, por la otra, dejaba aislados haciendas y pequeños productores y comerciantes de este agave.
El problema que enfrentaban estos últimos era que al no tener acceso directo al ferrocarril quedaban fuera del mercado internacional y a merced de las condiciones que imponían quienes sí tenían ese acceso. En estos términos, la marginación a que estaban sometidos algunos hacendados y pequeños productores y comerciantes, era aprovechada por aquéllos para absorber la mayor cantidad posible de fibra y productos manufacturados con ésta.
De la misma manera que el ferrocarril, la instalación de una red de vías vecinales para tranvías rurales, vino a resolver este problema. Siguiendo el mismo modelo, los demandantes acudieron a las autoridades correspondientes para solicitar los permisos necesarios y obtener de ellas los máximos beneficios. En pleno porfiriato, la respuesta del Estado fue a favor de quienes estimulaban el capital y la libre empresa. Igual que en el caso de los ferrocarriles, en la instalación de estas vías participaron tanto hacendados y comerciantes como también a los representantes de una fracción de las clases dominantes de la sociedad yucateca que emergía conjuntamente con el henequén.
Un efecto más que tuvo el auge de la industria henequenera en Yucatán, fue la conversión de su capital en un centro financiero. Los hacendados requerían de capital para invertir en las distintas fases de la producción del henequén así como también para adquirir la maquinaria que necesitaban para la desfibración y elaboración de sacos, hilos, cuerdas y demás artículos de uso diario. Los comerciantes igualmente requerían de fuertes sumas de dinero para pagar los gastos de operación que implicaban las exportaciones e importaciones de mercancías.
Al principiar el siglo XIX las casas comerciales dedicadas a la exportación de henequén cumplían funciones bancarias. Entre ellas estaban la Casa Escalante, la de M. Dondé y Compañía y de la Ibarra Ortoll. Las tres compartían el común denominador de estar vinculados con la casa banquera norteamericana Thebaud Brothers de Nueva York. No debe pensarse que había divorcio entre el capital de las casas comerciales de Mérida y el que generaban las haciendas, ya que generalmente los comerciantes eran a la vez hacendados.
Inicialmente, los comerciantes más importantes de Mérida se opusieron a los intentos de establecer un banco en Yucatán por temor de ser desplazados de su posición económica y del control que ejercían. En el caso de la Casa Escalante, como representante de la Thebaud Brothers, no solamente controlaba la exportación de henequén, sino también toda la mercancía que salía de Yucatán a través de los buques de esta última casa. El primer banco que se instaló en Yucatán fue el Banco de Avío de la Península. Tuvo lugar en 1864 por decreto del Comisario Imperial José Salazar Ilarregui. Este decreto obedecía un mandato de Maximiliano que disponía se hicieran préstamos a artesanos, industriales, agricultores y pequeños comerciantes. Al restaurarse la República; este banco desapareció y nuevamente los comerciantes tuvieron la exclusividad de las operaciones bancarias.
Los bancos volvieron a aparecer en Mérida hasta la década de 1880 cuando el porfiriato se encontraba en su mejor momento. En 1882 se fundaron en esta ciudad el Banco Nacional Mexicano y el Banco Mercantil Mexicano. Dos años después se fusionaron las casas matrices en la capital del país y apareció el Banco Nacional de México, con lo que se hizo presente esta institución en Yucatán.
La expedición del Código de Comercio de la República, el 20 de abril de 1884, dio la oportunidad a los hombres de negocios de Mérida para que abrieran sus propios bancos. Los primeros bancos con capital totalmente local fueron el Banco Yucateco, S.A. y el Banco Mercantil de Yucatán, S.A. El primero inició sus actividades el 1° de febrero de 1890, con un capital inicial de setecientos mil pesos, en tanto que el segundo hizo lo mismo el 4 de marzo del mismo año. El capital de este último era de quinientos mil pesos.
Ambos bancos tuvieron éxito en sus respectivas operaciones. Así, en 1893 los accionistas del Banco Yucateco aumentaron su capital a un millón doscientos cincuenta mil pesos; al año siguiente, 1894, este capital había ascendido a dos millones. Antes de finalizar esa década, 1898, este banco abrió una sucursal en la ciudad de Campeche con un capital de doscientos cincuenta mil pesos. Del mismo modo, los socios del Banco Mercantil de Yucatán, aunque en menor cantidad y mayor tiempo, aumentaron su capital. En 1900, era de un millón quinientos mil pesos.
En su totalidad, los cambios ocurrieron en Mérida y su región durante la segunda mitad del siglo XIX a causa del auge de la industria henequenera, provocaron la transformación de la estructura social de Yucatán. Con la recomposición de la sociedad, aparecieron nuevas categorías que evidenciaban la agudización de las diferencias ya existentes. Al producirse la bonanza del henequén los propietarios, asalariados, peones y campesinos minifundistas reforzaron la posición que ocupaban en la sociedad.
Ahora bien, las diferencias que ocurrieron no sólo se dieron a nivel de dominados y dominantes, sino que aun al interior de estas categorías. El campesino minifundista que acudía a la hacienda a trabajar luego de cultivar su parcela era diferente del peón acasillado en ella y éstos lo eran de quienes asistían a las cordelerías, fábricas y talleres de Mérida.
Entre la clase dominante aparecieron grupos que estaban más identificados con ciertos sectores de la economía que con otros. En la primera mitad del siglo XIX los grupos dominantes eran los hacendados y los comerciantes. La diferenciación entre ellos era de acuerdo a la magnitud de sus respectivas haciendas y comercios. Conforme fue cobrando importancia el cultivo del henequén la diferencia fue en términos del tipo de su producción. En el caso de la hacienda, aunque nunca fue especializada, se podían distinguir hacendados maiceros, azucareros y henequeneros. Con el paso del tiempo, los dos primeros desaparecieron y de nuevo solamente prevaleció una categoría: los henequeneros. Sin embargo aparecieron en escena actores sociales asociados con el financiamiento del henequén, su cultivo, su desfibración, su comercialización y su transformación. La identidad que guardaban entre sí estos grupos se expresó en las distintas sociedades que formaron. Dos ejemplos de esto último fueron los banqueros y los empresarios ferrocarrileros. Con ellos, surgía una nueva élite compuesta por individuos que tenían en común haber ocupado o que ocuparían puestos de decisión en el aparato estatal. Se incubaba lo que Salvador Alvarado llamaría en la segunda década del siglo XX, la “casta divina” de Yucatán.
La herencia del henequén
Para concluir este apartado quiero tan sólo mencionar que la vinculación del henequén y de sus productores y comerciantes con el capital y el mercado extranjeros, trajeron consigo un efecto más. Un efecto que habría de contribuir fuertemente a la conformación de las características sociales y económicas actuales de Yucatán y de México entero. Si bien fue un hecho cuya expresión concreta ocurrió en un ambiente geográfico, tiempo y grupos sociales específicos, su impacto fue mucho más general. El hecho al que me refiero fue la gestación de un modelo económico basado en la dependencia de las regiones productoras de materias primas respecto de los grandes centros industriales y financieros. Es decir, basado en relaciones desiguales de producción entre países periféricos y países centrales.
En última instancia, la producción de henequén de Yucatán en el siglo XIX estaba dirigida preferentemente a la satisfacción de las necesidades de la agricultura norteamericana. Fueron sus necesidades las que transformaron la región durante el gobierno de Porfirio Díaz. Al quedar sujeta la producción henequenera a este tipo de demanda, se produjo una diferenciación radical entre los productores y comerciantes locales de fibra de henequén y quienes industrializaban y financiaban esa producción y comercio. Aparentemente, los primeros creían tener el control del henequén, pero en la realidad no era así. En “El episodio del henequén en Yucatán” Howard F. Cline señala claramente esta diferenciación. Lo que estaba en manos de los yucatecos era el cultivo de las plantas, la extracción de la fibra, la elaboración de diversos productos y su transformación hasta el puerto de embarque. No así el traslado de dicha fibra hasta las cordelerías de la Internacional Harvester, el monto de los préstamos por las casas importadoras y bancos norteamericanos y la distribución de los productos en el extranjero.
En nuestros días, la historia parece repetirse. Aunque este hecho adquiere diferente morfología, internamente sigue siendo el mismo. Ante una nueva realidad enmarcada por la crisis financiera del país, las expectativas de los gobiernos federal y estatal han diseñado para lograr el desarrollo de Yucatán, se basan en la producción de bienes para la satisfacción de las necesidades del mercado externo.
Material tomado de: Mérida: Algunos aspectos de su transformación y perspectiva actual de Várguez Pasos,Luis. Ediciones de la Universidad Autónoma de Yucatán. |