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La desamortización de los recursos comunales

 

Durante la segunda mitad del siglo XVIII un nuevo grupo social empezó a adquirir una importancia creciente entre los colonizadores. Se trataba de los labradores, una clase social formada por estancieros, hacendados y rancheros criollos, para quienes la tributación indígena constituía un viejo lastre y por lo tanto tendió a modificar la forma de dominación que se ejercía sobre la población maya. Este grupo estaba interesado en la utilización de la mano de obra indígena directamente en la producción agrícola y ganadera. Durante un tiempo, tanto el crecimiento demográfico como los mandamientos de trabajo para usos agrícolas solucionaron estos requerimientos, pero al finalizar el siglo los labradores hablaban de una gran escasez de trabajadores indígenas en algunas zonas.

    La Corona, la administración de la provincia y los labradores estaban interesados en modificar la inserción de los pueblos y de los indígenas en el sistema colonial, aminorando la carga del sistema tributario para impulsar una economía empresarial en torno a la ganadería y a la agricultura. Asimismo, pretendía la transferencia de los recursos económicos que estaban en poder de los pueblos para capitalizarlos en sus manos. Esto se tradujo en un programa de desamortización que incluyó las cajas de comunidad y las haciendas de cofradías y la usurpación de las tierras comunales. Por su parte, los encomenderos privados y los religiosos pugnaban por mantener el viejo esquema, aunque disputaran entre ellos por una mayor proporción de los beneficios. Este enfrentamiento de intereses se tradujo en un prolongado periodo de transición de la sociedad tributaria hacia una sociedad apoyada en el trabajo servil de los indígenas, periodo que se prolongó hasta mediados del siglo XIX. La independencia de la Nueva España a la que Yucatán se adhirió, aceleró el desmantelamiento del viejo sistema, aunque de manera gradual.

    A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, empezó a generarse un dinámico proceso de los territorios de los pueblos a favor de españoles y criollos. Primero se ocuparon tierras que aparentemente estaban desocupadas y después continuaron con la expropiación de tierras comunales. En ese proceso jugó un papel importante la instrucción de 1754 que permitió a los poseedores ilegales de tierras denunciarlas para adjudicárselas mediante una moderada contribución a la Corona. Contra los despojos de tierras no reglamentadas como propiedad de los pueblos no podía hacerse mucho, pero cuando se tocaron las tierras del común se iniciaron de inmediato numerosas protestas, como la realizada durante la visita del gobernador, en 1796, cuando las repúblicas de Champotón y Seyba Playa se quejaron de los hacendados que se habían apropiado una gran extensión de tierras. Diversos factores confluyeron para que los territorios indígenas pasaran a manos de los particulares, pero deben destacarse el crecimiento demográfico y urbano que demandaba productos alimentarios; el aumento de la población no indígena, especialmente criolla y mestiza, que buscaba ocupar un papel predominante en la economía, así como el impacto de la política de la Corona que pretendía poner fin a las encomiendas privadas y a los repartimientos. Numerosos hombres empezaron a dedicarse a la agricultura comercial y a la ganadería, para lo cual demandaron tierras de cultivo y de pastoreo para multiplicar sus ranchos y estancias. En 1795 se habían abierto 872 estancias ganaderas que pronto se convirtieron en prósperas haciendas, además de que proliferaban los ranchos privados de cultivos de caña de azúcar, maíz, arroz y corte de palo de tinte.

    Como se sabe, durante los siglos XVII y XVIII se fueron estableciendo las estancias ganaderas que pronto empezaron a presionar sobre las tierras de los pueblos mayas. En cierta medida, el principio español de los pastos comunes para la ganadería se entrelazaba con el principio indígena de las tierras comunales con usufructo individual de parcelas. Así que la actividad ganadera se desarrolló mediante el pastoreo en tierras baldías y en las pertenecientes a los pueblos. Pero el ganado destruía las milpas de los indios cuando las estancias se situaban cerca de los pueblos. Numerosos testimonios lo atestiguan. Por ejemplo, el cacique de Seyba Cabecera levantó una protesta porque un español estableció su estancia con 300 cabezas de ganado a un cuarto de legua del pueblo, reivindicando el derecho de matar al ganado que afectara los cultivos indígenas. El estrechamiento de los pueblos por las estancias impactó, primero, en el ámbito local y después se dejó sentir de manera generalizada. Hacia 1796 algunos pueblos como Tenabo y Tinúm, del partido del Camino Real, ya no disponían de tierras para cultivar.

    El tránsito de la propiedad de la tierra comunal hacia manos de particulares trajo consigo una grave crisis en el interior de los pueblos indígenas. En primer lugar propició una continua migración, numerosas familias abandonaron los pueblos para pedir tierras arrendadas en las haciendas. En ocasiones, las rancherías independientes quedaron inmersas en las tierras deslindadas por la propiedad privada, como le sucedió al rancho Xholcá que pertenecía al común del pueblo de Dudzal, cuando fue mensurada la hacienda Nohdzonot. Sus habitantes se decían dueños del rancho “desde tiempo inmemorial”. En segundo lugar, la transición de la propiedad territorial fue socavando la autoridad de los principales y de los caciques en beneficio de la autoridad de los principales y de los caciques en beneficio de la autoridad de los hacendados y de sus representantes, los mayordomos y capataces.

    Durante la segunda mitad del siglo XVIII la población indígena comenzó a dividirse en dos segmentos cada vez más distantes. Por un lado, los habitantes de los pueblos y de sus rancherías sujetas, en pleito continuo con los ganaderos y hacendados, y gobernados por los principales, los caciques y las repúblicas. Por otro lado, los sirvientes o criados de las haciendas, quienes pasaron a radicar en el interior de las fincas, en aldeas que se encontraban bajo la estricta vigilancia de los mayordomos. Estos indígenas sirvientes se insertaron en un nuevo contexto regido por el endeudamiento y la disciplina laboral.

    Las cajas de comunidad sufrieron los embates de la nueva política colonial. La centralización de dichos recursos en manos de la tesorería representó, de hecho un fuerte golpe a las finanzas de los pueblos, pues si bien los fondos de comunidad crecieron al ser administrados por el gobierno colonial, la disponibilidad de recursos para saldar las necesidades de los pueblos se hizo cada día más difícil. En realidad se perdió el acceso a dichos recursos.

    El siguiente ejemplo ilustra como afectó a los pueblos la transferencia de sus cajas a manos españolas. Durante 1803 y 1804 los indígenas de Halachó padecieron una sequía que arruinó sus labranzas de maíz y los obligó a emigrar en busca de socorro. El cacique solicitó al gobierno que se les eximiera del pago de los 1 750 pesos de tributos retrasados que debían a su encomendero o que el pago se realizara de los fondos de la comunidad. Mientras el pueblo padecía hambre, Halachó tenía 7 089 pesos a su favor en la cuenta general de las comunidades indígenas y además 750 pesos de intereses por un capital que el rey tomó de las comunidades para imponerlo como un préstamo a la Dirección General del Tabaco. El dinero de los pueblos se usaba para otros fines. Por otra parte, la administración de los recursos por parte del poder colonial se prestaba a robos y desvíos de ciertas cantidades en beneficio de particulares. Durante la visita efectuada en 1796, se descubrió que un juez español retuvo 17 pesos destinados a la construcción de la audiencia del pueblo de Conkal y otro juez malversó fondo para la construcción de la audiencia de Temax.

    También los recursos económicos de las cofradías indígenas fueron enajenados a favor de los españoles antes del final del siglo XVIII. Hacia 1780 el obispo Luis de Piña y Mazo siguiendo el espíritu de las reformas borbónicas, decidió subastar las propiedades de las cofradías indígenas y como resultado la mayor parte de las estancias cambiaron de manos, ya que se vendieron 78 de las 117 registradas. El obispo esgrimió como argumento para efectuar la medida, el deterioro que sufrieron las estancias durante la sequía de los años 1769-1774 y una supuesta incapacidad y una supuesta incapacidad de los mayas para el manejo de las empresas. Sin embargo, en realidad se intentaba proteger el capital invertido de los censos hipotecarios eclesiásticos en dichas fincas y estimular en la provincia una economía empresarial. Con esta subasta, las comunidades perdieron parte de sus tierras, así como los recursos empleados en la organización de las fiestas anuales y en el auxilio de las familias en caso de muerte de alguno de sus integrantes, pero sobre todo perdieron un recurso muy importante que les permitía hacer frente a las continuas hambrunas. La enajenación de las estancias de las cofradías no sólo fue un golpe a los recursos para la sobrevivencia colectiva de los pueblos, sino que representó, además, una afrenta a la organización religiosa en torno al cristianismo indígena.

Material tomado de: La memoria enclaustrada. Historia de los pueblos indígena de Yucatán, 1750-1915. Bracamonte Pedro, México 1994 ISBN 968-496-262-2 (Volumen) 968-496-259-2 (obra completa)

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