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9.
LA DISTANCIA
DE UN GRITO |
H
oy se detuvo el sol en la cintura del cielo. Pisó su habla.
Hoy vino el diablo a meterle pleito al mundo:
Manos de sangre adornan mis paredes;
El de la Guacamaya-ardiente que viene del rostro del sol
No encenderá más el altar.
Sol, rostro, ojos, fuego y guacamaya han sido denigrados,
Nadie vale la pena de enseñar;
El día hace su montón y recoge su cosecha.
Si alguna vez bajan los siervos a regar agua caliente
en la cara de las polillas de la tierra,
De los pícaros bellacos,
De los buitres de los pueblos,
De los engendrados de locos lascivos,
Enredadores y embaucadores;
Si algún día el agua caliente logra limpiar tanta basura,
Levantaré entonces la cabeza y bajaré mi rabia;
Levantaré la cabeza entonces, porque si la levanto ahora
La bajo agujereada.
A la distancia de mil siglos,
A la distancia inacabable de mi grito,
Maldigo a los disputadores,
A los cenadores de dos días,
A los deslenguados y a los lascivos del poder,
A los monos del mundo que tuercen la garganta
y babean sus palabras;
A los extranjeros del pueblo,
A los que dicen que son verdaderamente respetables,
Los Siete-Casas-Desiertas.
Torcidas llevan sus gargantas, ladeadas sus bocas,
Colgante su saliva.
Así los hombres, sus mujeres, sus príncipes,
su justicia;
Sus prelados, sus cristianos,
Sus maestros, sus grandes, sus pequeños;

Todos, torcidos.
¿Quién será, oh Vientre de la Tierra,
El que pueda explicarnos rectamente
la conducta de estos hombres jeroglíficos?
Cuando ya no se hunda en mis costillas la rodilla
de mi redentor,
Cuando le quite los sellos a la ceiba
y vuelva a rebosar su savia,
Cuando no tenga que venir Tutul-Xiu a tomar
su puesto entre mendigos.
Alzare de nuevo la cabeza.
Cuando ya no esté de nuevo bajo el peso de mi rabia.
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