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La mujer en la sociedad maya, la ayuda idónea

Landy Santana Rivas

 

Del nuevo mundo y sus habitantes ya se ha escrito, pero la mayoría de las veces esa historia ha sido contada desde el punto de vista occidental; visión que al pasar por el filtro del conquistador europeo ha oscurecido. Así pues, constituye un reto tratar de rescatar la historia sin nuestros juicios occidentalizados y reflejar la sociedad maya en su propio contexto.

    Llama la atención que el trabajo es mayor cuando se quiere describir a la mujer maya durante el período colonial. No es tarea fácil, hay que rastrearla y encontrar las piezas para armar el rompecabezas. Cuando entré al archivo, mis dudas sobre la mujer fueron en aumento y aparecieron innumerables interrogantes: ¿Qué implicaba civilizar? ¿Bajo qué parámetros se juzgaba a los mayas? ¿Cómo fueron transformados esos hombres y esas mujeres? En una primera mirada pareciera que cuando se describe a los mayas se les refiere de una forma asexuada o bien, el problema se interpreta textualmente en términos del ámbito de lo masculino: los mayas, el indio, los indígenas, etc.

    Ante estos interrogantes y el interés por despejar mis dudas, los estudios de género me abrieron una perspectiva más rica para analizar la historia y entender lo que lo masculino y lo femenino no se limitaba al reduccionismo biológico, pues no hay una naturaleza femenina y una masculina, sino que es una naturaleza humana, hombres y mujeres somos iguales. Una vez entendido esto, se empieza a hablar entonces, de condición social, o sea, aquellos aspectos de la sociedad que te determinaban para actuar de cierta forma, además de un condicionamiento social, “lo que tu cultura espera de ti” (Hierro 1993:19).

    Hombres y mujeres son fruto de las relaciones sociales, de tal forma de que si cambiamos las relaciones sociales modificamos las categorías “hombre y mujer”. Por tanto, el carácter universal de las expresiones “situación de la mujer”, “subordinación de la mujer” o “hegemonía del hombre” no resultan formulaciones correctas (Moore 1991:19-20).

    En el intento de hallar a la mujer maya consultamos información tanto de archivo como de cronistas e historiadores. Fue de sumo interés la información proveniente de las visitas pastorales del Archivo Histórico Diocesano de Yucatán, donde se registró lo que los curas doctrineros denominaban inquisición de la vida y costumbre de los indios”. Esta información era requerida por el obispo español de Yucatán y enviada al ministerio de ultramar. Para este trabajo se revisaron las visitas pastorales de 1782, 1784, 1787 y 1788, del obispo fray Luis de Pina y Mazo, y las de 1803-1805 realizadas por el obispo Pedro Agustín Estévez y Ugarte. En estos informes se relataban tanto problemas relacionados con la moral indígena como reglamentaciones en cuanto a su vida civil y religiosa. Asimismo, se consultó un documento fechado en 1846 llamado Costumbres de las Indias de Yucatán de Juan José Hernández, quien por 25 años se había dedicado al estudio de la cultura maya.

    En la historia del pueblo maya no se puede pasar por alto un acontecimiento de gran importancia para todos los pueblos que sufrieron el colonialismo. La conquista de América significó no sólo el descubrimiento de un territorio, sino que denotó la existencia de ‘otro' significativamente distinto. La conquista, como una empresa completa, tuvo la consigna tanto de la dominación física como psicológica; esta última quizá fue la peor, ya que creó en el conquistado la idea de una inferioridad étnica, de tal manera que el conquistador siempre es superior al conquistado (Tzevetan 1987:195). A esto se refiere Silvia Marcos cuando señala que la colonización se instaló en niveles más profundos. La negación del ser autóctono afectó las formas de concebir su mundo, su gente, la tierra, el sol, el tiempo y las fuerzas cósmicas. En estos términos fue genocidio al explotarlos físicamente y etnocidio al demolerlos espiritualmente (Marcos 1989:15).

    En la incógnita de cómo llevar a cabo la colonización de los descubiertos, algunos escolásticos acogieron la teoría clásica de la relación de los hombres bárbaros con los prudentes, llegando a predicar la servidumbre natural. La idea de la servidumbre natural es acogida por la Escuela, esta filosofía va desde el Renacimiento hasta los umbrales de la época moderna; desembocando con singular fuerza en la disputa acerca de los hombres hallados por Cristóbal Colón.

    Esta doctrina ejerció gran influencia en los debates de los siglos XVI y XVII. La teoría de Aristóteles captada por los pensadores de la Edad Media formaba parte de la ciencia política de la Escuela, por lo que no es extraño que al plantearse el problema de la dominación de los indios por los españoles, los teólogos y juristas de la época de los reyes católicos hayan recordado la teoría clásica acerca de la relación entre hombre prudentes y bárbaros (Zavala 1975:18). Frente a la teoría de servidumbre natural surgió la de procedencia religiosa que defendía la libertad de los indígenas, ero bajo la “tutela civilizadora” de los conquistadores.

    Las Indias surgieron como una realidad geográfica, antropológica y también como un problema político y religioso. Los escolásticos, entre ellos Sepúlveda, creían que los habitantes del nuevo mundo eran bárbaros de la especie a que se refiere Aristóteles: “Animales que hablan, hombrecillos, casi monos”. Ante este pensamiento se contrapuso el argumento de que esta doctrina no armonizaba con la idea de un creador poderoso y bueno, pues sería falta de Dios haber hecho hombres sin bastante capacidad para recibir fe y para salvarse. El obispo Las Casa, llevó este argumento religioso hasta sus últimas consecuencias, apoyado por Victoria, Cuevas y Salinas, reduciendo el argumento a que: de la idea de la creación se deduce la unidad del linaje humano y su igualdad ante la religión (Zavala 1975:122).

 

1. La moral impuesta

Si bien el argumento de la tutela civilizadora triunfó ante el de la servidumbre natural, la colonización consistía en la pretensión de que para salvarlos era preciso destruir su identidad (Marcos 1989:15). Civilizar o poner en policía implicaba destruir, en buena medida, los moldes culturales para adaptaros a las estructura de la civilización occidental. Cultura y religión, tanto para españoles como para los indígenas, eran elementos intrínsecamente unidos por lo que no se podía eliminar a uno sin el otro (González 1970:109).

    Ahora bien, el problema no sólo eran los habitantes. Debemos tener en cuenta que desde los primeros escritos de Colón, al referirse a las tierras descubiertas, los indios no sólo aparecen como bárbaros, sino que su tierra era del demonio, y quien impediría el proyecto redentor de la nueva cruzada. Colón consideraba que al extenderse la fe en el Viejo mundo, el demonio tuvo que refugiarse en el nuevo mundo donde reinaba como amo absoluto; por lo que todas las prácticas culturales y religiosas se inscribían en esta omnipresencia. El etnocentrismo europeo que desembocó en la estigmatización del “ser descubierto” (que por el simple hecho de ser diferente se era inferior) importó también concepciones negativas alrededor del género (Rozat 199587-88).

    En cuanto a esto podemos afirmar que la relación sexuada; cargada de sentido a través de acciones, prácticas, símbolos, valores, reglas, permisos y prohibiciones que no se presentan en un estado estático y que reproducen el ritmo de conocimiento que se marca desde la perspectiva del dominante, una época o lugar (De Barbieri 1992:56).

    La conquista y colonización dejó profundas huellas no sólo en las estructuras económicas y sociales sino, también, en la construcción de categorías de pensamiento con respecto a la sexualidad, que aun hoy se mantienen. Desde el tiempo de la Ilustración la sexualidad era combatida no sólo con la pretensión de cristianizar, sino también de imponer un modelo cristiano de conyugalidad y ejercer un orden social (Suárez 1997:141). En este sentido podemos mencionar, por ejemplo, cuando el cura de Maní señala que la idea con que se estableció el gobierno de indios: “fue para que viviendo uniformemente pudieran asentar un nuevo instituto de vida en que guardasen civilidad, sociedad, tranquilidad, subordinación y justicia, pues son los timbres que hacen feliz, armoniosa y lustrosa a una población” (AHDY Visita Pastoral, Maní 172).

    A los ojos de los clérigos la inmoralidad en el nuevo mundo hacía necesario establecer órdenes precisas para corregir los errores, inmoralidades e injusticias. Así, desde 1552 las ordenanzas de Tomás López, pretendían señalar cada uno de los aspectos que había que corregir: su forma de habitar, comer, dormir, relacionarse en sociedad, trabajar, vestir, etc. Como se puede ver, se intentaba, hablando desde la perspectiva del género, crear una nueva formación social del género. ¿Qué se va a entender ahora por mujer, qué se va a esperar de ellas? ¿Qué se va a entender por varón? ¿Qué se va a esperar de ellos? Iniciada la Colonia, las escuelas de doctrina fueron los canales para resocializar a los mayas, la obligatoriedad de ésta se volvió parte de la cultura a la que los y las indias se resistían. Su forma de vestir llamó la atención desde un principio; la mujer fue calificada de deshonesta y afirmaba: “es gran deshonestidad que las mujeres anden desnudas como andan entre los naturales”, por lo que manda vistan con camisa larga y encima un hipil. Asimismo, “mando que ninguna india fuese a lavar con los hombres a donde ellos se bañaban, ni anden en hábito de hombre, ni el varón en el de mujer, aunque fuese por causa de fiesta y regocijo. No tocasen tambor, toponobuzles, o tunkules de noche, y si por festejarse le tocasen de día, no fuese mientras misa y sermón ni usasen de insignias antiguas para sus bailes ni cantares, sino lo que los padres les enseñasen” (Landa 1978:216-218). No obstante es esfuerzo de los religiosos y clérigos, en 1782 todavía intentaban corregir dicha inmoralidad.

    En la visita realizada a Teabo, el párroco menciona acerca de los mayas “son por naturaleza lascivos, deshonestos, pues jamás parlan sin traer en conversación palabras impúdicas y deshonestas, son incestuosos y regularmente conocen carnalmente a sus nueras”; pues su incentivo a la lujuria era que se “contentaban sólo con un pedazo de trapo para mal tapar las partes pudendas y no guardar recato ni cautela”. Asimismo, los párrocos manifestaban su impotencia para controlar a la gente en las poblaciones dispersas ya que las casas estaban distantes unas de otras y no bastaba un cura para “cuidarlos” y adoctrinarlos ni aun con los llamados “mandones”, quienes informaban de cualquier irregularidad observada en cuestiones morales (AHDY Visita Pastoral, Teabo 1782).

    Los españoles dividieron la familia extensa, tanto física como fiscalmente un unidades conyugales. La innovación colonial fue impuesta por el clero católico quien insistió en que cada matrimonio se estableciera en un lugar completamente independiente sobre todo para combatir, a su consideración, una marcada propensión de los mayas al incesto. Esta tendencia, decía el clero, era entre suegros y nueras, pero también entre padres e hijas. Por esta razón pretendió también estimular los matrimonios precoces (Farris 1992:271).

    En el discurso religioso, nos menciona Juan Vives, la mujer encarnaba a Eva y a María, el origen del pecado y la fuente de redención. Ya fuera para inculcar en el “sexo débil” el sentimiento de su propia inferioridad o para corregir sus “perniciosas” inclinaciones, la Iglesia reiteraba sus recomendaciones para fomentar las virtudes cristianas y sujetar las pasiones (Vives 1993:3).

    La iglesia trató de moldar la moral y la conducta a través de la educación y la doctrina, así como de un elemento importante, el honor, para encausar la sexualidad y establecer normas. Estos preceptos resaltaban la importancia de la virginidad, castidad y fidelidad en las mujeres así como la vida de recogimiento. Dentro de estas normas, como es costumbre en la cultura occidental, las mujeres fueron sujetas a controles más estrictos y sobre ellas recaía la pesada carga del honor, de soltera debía cuidar el honor de la familia y si era casada el honor del esposo.

    Las desventajas para las mujeres las podemos observar en las reglamentaciones de las Pandectas de 1839. En ésta, se habla de qué es el adulterio, de dónde toma el nombre y de quién puede acusar sobre él. Explican, claramente, que si una mujer cometía adulterio deshonraba al varón, pues era “contada por lecho del marido y no de ella” y lo deshonra si se embaraza de otro. En cambio, el varón adúltero “no hace daño, ni deshonra” y por lo tanto el marido puede acusar a su mujer de adulterio, pero ella a él no. En éstas se hace patente que así lo establecían las “leyes antiguas” y el “juicio de la Santa Iglesia (Pandectas Hispano-mexicanas de Juan N. Rodríguez de San Miguel. Faximilar 3ª. Ed. 1980:471).

    Juan José Hernández, quién puede ser considerado como cronista del siglo XIX, al no ser religioso, es interesante la descripción que realiza de las costumbres que observaba al estar en contacto con las indias de Yucatán por más de veinticinco años. En cuanto al acontecimiento de la moral maya, éste menciona su curiosidad por entender la cultura: “¿Será que entre nosotros la soberbia misma de los muros nos provoca a espugnarlos; será que la ilustración nos sugiere recursos para poner asechanzas contra la hermosura!”

    Hernández ponía en tela de juicio la constante crítica a las costumbres mayas, las cuales veía como arte de una cultura que no por ser distinta tenía que ser combatida. Como podemos ver, no es lo mismo la mirada de un cura doctrinero que la de alguien que no tenía por tarea la instrucción. Lo relacionado con las características género/biológicas y género/culturales, se matizan por distintos filtros y sus contenidos y significados varían conforme la interpretación y la intención (Pinto y Santana 1995:179).

    Son censurables, aunque comprensibles, las afirmaciones de historiadores y cronistas como Eligio Ancona, quien en pleno siglo XIX menciona que la conquista española “Rehabilitó a la mujer, tan despreciada en la antigua legislación del país, la hizo ocupar en la familia el lugar que le correspondía como esposa y como madre... Introdujo también entre los mayas ciertos hábitos de civilidad y algunas medidas de policía, que corrigieron considerablemente su antigua propensión al salvajismo... Hizo algunas reformas en el traje nacional en obsequio del pudor y de la higiene. El hombre cambió la faja y la manta por calzones y la camisa, y la mujer se presentó honestamente cubierta en su hipil y su fustán ”. (Ancona T. 2, 1978:160).

    Contradiciendo su anterior aseveración, Eligio Ancona más adelante nos menciona lo siguiente:

Cuando en el año de 1545 el ilustre Las Casas, que iba a tomar posesión de su obispado de Chiapas, se detuvo algunos días en Campeche, llamó fuertemente su atención que mientras no había ningún indio varón que se hubiese convertido al Evangelio, hubiese sin embargo muchas mujeres que aseguraban haber recibido el bautismo. Sorprendido el obispo de que el padre Hernández, único clérigo que había entonces en la península, hubiese limitado su catequismo al bello sexo, quiso saber de algunas personas la razón de esa preferencia. Entonces se le informó que como los conquistadores eran muy buenos cristianos, y en su calidad de tales, incapaces de mancharse con el contacto de ninguna mujer idólatra, hacían bautizar previamente a la que elegían para instrumento de sus placeres. Así, solamente la diferencia de religión puso al principio a la lascivia un freno; pero como éste fue fácil de romper, sobre todo cuando los franciscanos generalizaron en el país el cristianismo, los españoles no tuvieron embarazo en hacer un remedo de las costumbres orientales en la tierra conquistada (:169-170).

    Tal rehabilitación de la mujer no pudo haberse dado como nos menciona Ancona; es cierto que en la sociedad prehispánica existían diferentes sectores sociales, también es cierto que esa diferencia se fundamentaba en bases distintas a las que llegó a imponer el grupo conquistador. Esto llevó a establecer que independientemente de la estratificación de la población indígena, en su conjunto pasara a ser un grupo inferior, no obstante sus propias divisiones preestablecidas. Se ve al grupo como un todo común (iguales entre ellos mismos pero diferentes a los conquistadores), aplicando, por principio, el grado inferior al conquistado; pero dentro este grupo conquistado, la mujer era ubicada como inferior. La inferioridad de la mujer para Occidente no estaba en discusión, era algo, incluso, obvio, y esta visión fue la que prevalecía a poner en práctica el sistema de tutelaje. La tarea consistía en educar al “indio bárbaro y a la mujer bárbara”, transformarlos en un hombre y una mujer “de razón”.

    Ante tales planteamientos, la cultura maya fue depositaria de concepciones importadas que en algunos casos se imponían y en otras se fueron interiorizando paulatinamente; sin embargo, muchas costumbres y hábitos de comportamiento pudieron sobrevivir durante varios siglos, porque no merecieron la atención de los clérigos y oficiales civiles o porque eran aspectos que escapaban del control colonial. Las fuentes consultadas nos aportan información que nos lleva a tener una idea de la situación de desventaja de la mujer “al ser víctima tanto de un régimen jurídico como religioso con un alto grado de misoginia” (Russotto 1997:10).

    Podemos arriesgarnos a decir que la mujer prehispánica era más valorizada y tenía más libertad de acción y participación, y que el concepto de subordinación, desigualdad, inferioridad, fue un concepto que no se conocía y fue importado por el colonialismo; no en vano Sepúlveda decía al referirse al indio: “Son tan inferiores a los españoles, como los niños a los adultos y las mujeres a los varones” (Zavala 1975:47).

 

2. El universo maya. Un concepto dualista

La introducción del concepto inferioridad, no obstante el interés de los españoles de civilizar y cristianizar a la raza descubierta, interpreta las relaciones entre hombres y mujeres de tal forma que resulta que por ser mujer se era inferior. Lo que para los indios era complementario, se tradujo en desigualdad e inferioridad.

    En la cosmología maya se ha podido observar un concepto dualista donde lo masculino y lo femenino no se oponen sino, más bien, se complementan. En el panteón maya el principal representante era Itzamná. Llevaba el signo del día Ahau, que representaba el día y era el señor de los cielos, de la noche y del día. Durante el mes Zip lo invocaban junto con su mujer Ixchel, como al dios de la medicina. Por otro lado, mientras Itzamná era el dios del sol, Ixchel era la diosa luna, patrona de la preñez e inventora del arte de tejer. Mientras Itzamná era protector, Ixchel era diosa de torrentes e inundaciones (Morley 1975:210-218). Por su asociación con los cuerpos acuosos recibía los títulos de “Señora del mar”, “la que está en medio del cenote”, “la que se sienta en el lodo”, “la que emerge de la arena”; también era vista como deidad de la tierra asociada a las cosecha, es decir, a la generación de vida y alimento (Benavides 1998:39).

    Las deidades mesoamericanas, como todo en el cosmos, tenían dos partes complementarias: femenino y masculino, benéfico y malévolo, luz y oscuridad, etc. Las identidades de género se movían a lo largo de un continuo cambiante donde el factor determinante era el logro y el mantenimiento del equilibrio (Marcos 1991 (b):436-437). Éste era importante como fuerza sustentadora del universo y de la sociedad; masculino y femenino no eran excluyentes. La presencia femenina abarcaba lo masculino, se orientaba hacía lo opuesto y en una eterna alternancia, se movía entre las dos cosas al mismo tiempo. El concepto de unidad dual era aplicado para todo Mesoamérica, así como Landa menciona a Itzamná e Ixchel, Las Casas menciona a Itzamná y su esposa (Marcos 1991(a):332-333).

    En el análisis de las esculturas de los centros clásicos mayas, observamos esa dicotomía del género concebida como complementación. En un estudio en donde se analizaron las esculturas de Yaxchilán, Palenque, Chichén Itzá, Tikal, Copán y Calakmul, se pudo observar que en todos estos centros la iconografía apoya la complementariedad del género en las relaciones entre hombres y mujeres. Las figuras femeninas y masculinas en Zinacantán, con concebidas como la madre me' y el padre tot , juntos totilme'il significa padres, consejeros de rituales y los dioses antiguos. La totalidad del género en Zinacantán tiene las nociones de origen y autoridad. Los pares de hombres y mujeres en un texto son representados primeramente como padres simultáneamente, las composiciones de figuras en Palenque enseñan a gobernantes recibiendo regalos de su padre y su madre (Yoyce 1990: 11-16).

    Landa nos menciona que al nacer un niño llevaba un nombre hasta que era bautizado, cuando ya eran “grandecitos” dejaban aquello nombres y comenzaban a llamarlos por el de los padres hasta que se casaban; entonces se les llamaba por el del padre y la madre (Landa 1978:58). Un ejemplo de esto es Nachi Cocom que interpretado es: hijo de madre Chi y padre Cocom. Como se puede observar, primero está el apellido de la madre.

    Las evidencias arqueológicas nos indican que para los primeros gobernantes o rectores, la descendencia patrilineal y un vínculo original con las deidades era muy importante, al tiempo que la descendencia matrilineal tenía un papel relevante en el sistema de parentesco; no sólo los varones fueron fundadores de linajes o dinastías de elevada posición política y social, por lo que hubieron mujeres que dieron origen a varias familias de gobernantes (Benavides 1998:35).

    Las afirmaciones anteriores derivan fundamentalmente, del análisis de imágenes jeroglíficas contenidas en estelas, dinteles, altares y tableros contenidos en las construcciones mayas. En Palenque, por ejemplo, se sabe que de doce gobernantes dos fueron mujeres y ambas tuvieron un papel fundamental en la preservación del poder político familiar. La señora Kanal Ikal gobernó del 583 al 604 y, posteriormente, la señora Zac Kuk gobernó del 612 al 640 de nuestra era. La presencia de mujeres con relevancia política fue un fenómeno común en varias regiones del mundo maya. En el noroeste de Quintana Roo, la Estela 1 de Tulum, con fecha de 564, representa una dama con falda de jade y una serpiente que cae de sus manos, lo cual significa poderío y mando. De esta misma manera en Uxul, Campeche, la estela 2 representa a una mujer con falda de jade y barra de mando, poco después del año 613 (Benavides 1998. 35-36).

 

3. El importante papel de la mujer

En cuanto al género entendemos que las bases originales de la cultura prehispánica, en general, no manifestaban desigualdades y sojuzgamiento evidente entre hombre y mujeres; de tal manera que diferencia significa distinguir entre rasgos, prácticas y costumbres distintas dentro de un todo, donde no necesariamente esas diferencias tenían que significar desproporción en la calida ni cantidad de derechos y obligaciones, se era diferente mas no desigual. Se ocupaban espacios distintos que no implicaban inferioridad o superioridad.

    Se percibe que la mujer maya tenía una movilidad mayor a la promovida en la Colonia, no sólo ocupó cargos políticos y participó en el control y transferencia del poder, sino que existieron mujeres guerreras, líderes sacerdotisas, maestras, parteras, curanderas; además, la mujer común realizó un papel importante en el desarrollo de la sociedad y en la reproducción familiar. La arqueología muestra la actividad de la mujer en labores productivas a través de innumerables objetos arqueológicos. Se hace referencia a las muchas vasijas de cerámica de carácter doméstico, que hoy adornan las vitrinas de los museos; éstas, pasaron por las manos de las mujeres, así como las figurillas de cerámica que muestran los rasgos físicos, vestimenta, peinado, actividades económicas, usos, costumbres de la sociedad maya del periodo clásico. Estas figurillas nos indican la importante actividad económica desempeñada por la mujer maya en la elaboración de textiles, el arte plumario, la cestería, así como las representaciones de deidades femeninas de importancia en el panteón maya (Benavides 1998:38).

    La visión occidental encontró en el mundo maya inmoralidad, desvalorización y subordinación. Esa perspectiva fue la que dominó cuando el historiador Eligio Ancona, al recapitular sobre cómo se encontraba el imperio maya antes de la Conquista, expresa que la mujer estaba “excluida de la sociedad y casi hasta de la familia” (Ancona 1951:165).

    Por otro lado, a pesar de que Fray Diego de Landa trabajara incansablemente para la sujeción maya al gobierno español, en sus ilustraciones acerca de la mujer no tuvo reparo en describir todas las actividades que la mujer realizaba, además de plasmar aspectos de su carácter:

Son celosas y algunas tanto que ponían las manos en quien tienen celos, y tan coléricas y enojadas aunque harto mansas, algunas solían dar vueltas de pelo a los maridos con hacerlo ellos pocas veces. Son grandes trabajadoras y vividoras porque de ellas cuelgan los mayores y más trabajos de la sustentación de sus casas y educación de sus hijos y paga de tributos, y con todo eso, llevan algunas veces carga mayor labrando y sembrando sus mantenimientos. Son la maravilla granjeras, velando de noche el rato que de servir les queda, yendo a los mercados a comprar y vender sus cosillas... crían aves de las suyas y de las de castilla para vender y para comer. Crían pájaros para su recreación y para las plumas con las que hacen ropas galanas, crían otros animales domésticos... (Landa 1978:57).

    Las fuentes nos hablan de la importancia de la participación de la mujer maya en el ámbito familiar y social. Hernández menciona que “las mujeres mayas trabajan constantemente para dominar a sus maridos y les reprobaban cuanto hacían sin su consejo” (Hernández 1846: 298).

    Entre los mayas, el concepto de unidad dual se observa entre las divinidades como una complementación que daba lugar al mantenimiento del equilibrio, concebían la supervivencia individual como parte de un esfuerzo colectivo que dependía de la ayuda mutua y de las actividades coordinadas del grupo.

    La unidad básica de la sociedad maya era la familia extensa. Era un grupo de parentesco de varones emparentados patrilinealmente que incluía a sus mujeres y a sus hijas solteras, y funcionaba como una unidad económica cooperativa. A través de este grupo de parentesco los mayas hacían frente a las contingencias; la cooperación y el apoyo mutuo proporcionaba en casos de enfermedad, lesiones, vejez, etc. (Farriss 1992:216).

    En teoría, el grupo comprendía tres generaciones; en la práctica, la red podía expandirse o centrarse en combinaciones variadas, dependiendo de la propia historia familiar. El número aproximado de varones era a lo sumo cuatro o cinco. Los vínculos familiares podían aflojarse cuando el padre había muerto o cuando algunos de los hijos tenía suficientes hijos adultos como para formar un grupo de apoyo independiente. En los testamentos coloniales y escrituras, este sistema de cooperación se hace notar, ya que cuando se refieren a la tierra se menciona como la de los Couoh, o la de los Pat, etc. Este tipo de propiedad se observa en toda la Colonia, es decir hasta entrado el silo XIX (Farriss 1992:216-217).

    En cuando a la organización familiar para el trabajo, el agricultor maya y su esposa podían satisfacer sus propias necesidades básicas y las de sus hijos de acuerdo con la división sexual del trabajo. Los hombres eran responsables del cultivo de los alimentos básicos como el maíz, los frijoles y el algodón para el tejido. Las mujeres, aparte de las tareas domésticas y la preparación de alimentos, se ocupaban del solar familiar donde se cultivaban hortalizas y árboles frutales, tanto autóctonos como españoles, y criaban pavos y gallinas para pagar tributos y obtener huevos, ya que las aves rara vez eran consumidas por ellos mismos (Farriss 1992.215). La manufactura era una actividad de vital importancia que realizaba la mujer; elaboraba petates, canastos, cuerdas de henequén, alfarería, sandalias de piel de venado y el hilado y tejido en su telar de cintura. Esta última actividad fue vital para la familia debido a que las mujeres se ocupaban de pagar la mayor parte de los impuestos hilando y tejiendo (Farriss 1992:267).

    Con toda esta carga de trabajo que aun Landa reconoce, sería un error afirmar que la mujer estaba recluida en su hogar, y menos aún si tomamos en cuenta la información etnohistórica que señala que los principales negocios de las mujeres eran las aves de corral y las mantas de algodón. Las cosas no parecen haber cambiado para las mujeres mayas a través de los siglos XVII, XVIII y aún el XIX, no obstante la transformación de estancias en haciendas. Las mujeres continuaron su vida anónima y laboriosa en el seno familiar. Anónima, desde luego, para quienes no reparan en la relevancia de la participación de la mujer en la familia y en la sociedad.

    La sobrevivencia del maya se situaba en dos niveles, la cooperación entre la familia nuclear, o sea entre el hombre y la mujer y la cooperación de la familia extensa, sea para el apoyo en determinados ciclos de la producción agrícola o en casos, como ya mencionamos, de enfermedad, imprevistos, etc. A esto se refiere Landa cuando menciona que “los indios tienen la buena costumbre de ayudarse unos a otros en todos sus trabajos”, en tiempo de sus sementeras los que no tenían gente para hacerlas, se unían y trabajaban todos juntos y no la dejaban hasta cumplir con todos” (Landa 1982:40). De la misma manera lo hacían las mujeres, el mismo Landa nos menciona que se ayudaban unas a otras al hilar las telas (Landa 1982:57).

    Si los mayas hubieran tenido que alimentarse solamente a sí mismos, su vida hubiera sido relajada, sus complicaciones fueron fruto del excedente que estaban obligados a producir por encima de sus necesidades básicas de subsistencia. Ese excedente era el sostén del régimen de gobierno colonial que poco daba y mucho exigía.

    Las fuentes españolas frecuentemente nos hablan de la holgazanería de los mayas. Un informe de la Real Hacienda de 1766 calculaba que la familia maya pagaba en impuestos tanto como consumía en alimentos. Ese cálculo era en base solamente al tributo y otras imposiciones personales, sin tomar en cuenta que además estaban los repartimientos, la variada gama de turnos de trabajo sancionado oficialmente. Aunadas a éstas, habían cuotas extras impuestas de manera no oficial por los españoles y por sus propios principales, y posteriormente en el siglo XIX por los subdelegados (Farriss 1992:299).

    Los impuestos anteriores no eran los único que se tenían que satisfacer, aparte se encontraban las contribuciones que el clero demandaba. La visita pastoral a Calotmul reportaba que “todas las mujeres entre las edades de 12 a 55 años debían contribuir para el día del Santo Patrono 2 reales, para finados 2 reales y 2 reales en plata y medio real del holcandela, por doctrina de San Juan y navidad medio real cada una, por cuaresma medio real en plata o dos onzas de hilo, por el mes de enero dan un real por lo que llaman gallina y por pascua de Espíritu Santo 2 reales”. Además de estas contribuciones, existían también los llamados derechos parroquiales y consistían en 3 reales por bautismos; 10 reales por casamiento; 2 reales por las velas (en tanto están en la iglesia); 6 reales por misa de entierro, y si era con cantores el precio subía a 12 reales; de 2 a 4 reales por vigilia, según las posibilidades y por certificaciones sacadas de una parte a otra 4 reales (AHDY, Visita pastoral 1978 v. 2, Calotmul).

    La tradición del trabajo y la de trabajar para extraños se ha realizado según los signos del tiempo. En la Colonia, las mayas tejían para encomenderos, en el siglo XIX cocinaban y cortaban henequén para los hacendados (García 1986:159).

    El desarrollo de las haciendas hizo ver a la mujer como reproductora de la realidad esclavista. El matrimonio era un negocio rentable, la mujer que se casaba con un hombre sujeto a alguna hacienda, pasaba a formar, junto con sus hijos, parte de ella. Así, trabajaría para el patrón, sea en al cocina o en el aseo, o podía ser llevada como chichigua e incluso ayudar a su marido en el corte de pencas de henequén. Pero lo más irónico es que este trabajo por mucho tiempo pasó inadvertido. Dentro de la lógica del hacendado el hombre significaba el presente y la mujer “reproductora” del porvenir. Al hombre se le explotaba como productor y a la mujer como reproductora (Peniche 1987:125).

    El papel de la mujer maya fue fundamental y hay que erradicar la idea de que mientras el hombre cumplía un papel de productor la mujer se empeñaba en la reproducción, como si estuviera confinada solamente a tener hijos ara que con ellos se fortaleciera la comunidad. Esa idea no hace justicia a las mujeres, ya que si bien la reproducción en sí misma fue y es vital; en la reproducción de sus usos y costumbres y en la reproducción simbólica, también fue importante el actuar de la mujer. Más aún, hay que resaltar que también tuvo un papel reproductor, como ha quedado muy claro, tanto en el cultivo en el solar de frutas y verduras, miel, cría de aves de corral para el consumo familiar, para su comercialización o para tributación; sin olvidarnos, por supuesto, de la manufactura de las mantas de algodón, confeccionadas básicamente para el pago de tributos. Todo lo anterior la ubica como compañera, constructora y también, al igual que el hombre, como soporte familiar; es decir, productora.

 

4. Sexualidad y ciclo de vida

La sexualidad fue combatida no sólo con la pretensión de cristianizar, sino también de imponer un modelo cristiano de conyugalidad y ejercer un nuevo orden social. La mujer fue centro de atracción, el escaso vestido de las mayas, parte de su cultura, fue visto como lascivo y deshonesto y un incentivo a la lujuria, por lo que el discurso religioso se orientaba a fomentar en la mujer las “virtudes cristianas y la sujeción de las pasiones”.

    La prontitud con que las mayas pasaban de la niñez a la pubertad era un aspecto que llamó la atención de observadores, así como la de Juan José Hernández quien consideró como causa de esto al ejercicio físico en el que “desde temprana edad, eran entrenadas” y menciona que:

Desde la edad de tres años es común ver a nuestras indias seguir a pie diariamente a sus padres que van a los montes a cultivar sus sementeras, y de cuando en cuando a los pueblos vecinos y hacer estos viajes de cuatro y seis leguas con la mayor facilidad (...) llegando a los cuatro o cinco años, compartir también la carga de los padres, (...) para proveer combustible a la casa, buscan madera, la cortan y atan (...) surten igualmente de agua por mañana y tarde que sacan a pulso de los pozos (...) (Hernández 1846:293).

    Si bien es cierto que la diferenciación sexual se establece desde el nacimiento mediante la observación de características físicas, también es cierto que éstas adquieren connotaciones culturales reforzadas a través de rituales. Entre los mayas al nacer la criatura, si era “hembra” el cordón umbilical era enterrado en el fogón y si era varón era enterrado en el campo. Otra diferenciación consistía al realizar la ceremonia del het'zmek , tal como lo describe Hernández:

Luego que la criatura ha cumplido seis meses citan un padrino o madrina con el nombre hek para la ceremonia para abrir por primera vez las piernas del infante y cabalgando sobre las caderas, que es el modo más general de tenerlos al andar con ellos. Para eso ponen alguna mesa con algún potaje en ella, y el padrino da a su alrededor nueve vueltas con el niño en la cadera, y enseguida ponen en las manos, cuando es hembra un huso, un aguja y los útiles con que hilan las mantas. Si es varón un hacha, un machete y todos los instrumentos que deben usar cuando grandes (Hernández 1846:297).

    El proceso de instrucción y resocialización que la Colonia impuso fue asimilado por la cultura maya, no sin oponer resistencia a dicha tarea civilizadora. Así, la instrucción no era un derecho sino una obligación para el maya y se advertía a los curas poner cuidado en la instrucción como una vía para conseguir el entendimiento tanto de la lengua castellana como de la religión. Por ejemplo, en 1803 el obispo Pedro Estévez y Ugarte observaba que:

[...] solo el maestro de capilla es el que enseña a los niños y niñas indios en la cual tiene particular cuidado el cura de este pueblo que los examina por sí mismo de tiempo en tiempo [...] se les hace comparecer a la puerta mientras no tomen estado matrimonial. [...] se les obliga a comparecer aún a quince y diez y seis anios interin no se casen. [...] que se les trae a aprender la doctrina hasta que toman estado matrimonial (AHDY Visitas pastorales de Agustín Estévez y Ugarte a los pueblos a Mama, Tekax, Teabo y Telchac. 1803-1805).

    Las niñas asistían a la misa con la cabeza descubierta y el pelo suelto todos los días de siete a nueve de la mañana desde la edad de seis años hasta los once y ahí coincidían con los varones. En la visita pastoral a la población de Mama, se menciona que a las niñas a partir de los once años se les prohibía andar solas por las calles e incluso, que acudieran a la iglesia sin compañía, decían: “para evitar los peligros a que se exponen, ni se les azote, sino que sus madres las lleven a la iglesia sin compañía decían: “para evitar los peligros a que se exponen, ni se les azote, sino que sus madres las lleven a la iglesia y allí la oigan”. De la misma manera se recomienda a los padres el cuidado y celo de que “los novios no se comuniquen a solas sino a su presencia y que para los referidos matrimonios se practiquen prolija y escrupulosamente las diligencias que están establecidas” (AHDY visita pastoral a Mama, 1803-1805). Hernández nos dice a este respecto que jamás salían sino eran acompañadas de una criatura que las “sigue a todas partes a manera de ángel custodio” (Hernández 1846:299).

    Las jóvenes mayas eran convertidas a muy temprana edad en mujeres disponibles para el matrimonio. Es decir, los límites entre las formas de acción, percepción e interpretación, varían de acuerdo con la edad y no responde a la edad física/cronológica, sino que ésta se regula desde la perspectiva de las miradas externas que marcaba el ser niña o dejar de serlo (Pinto y Santana 1995:174).

    Según Landa, antiguamente las mujeres se casaban de 20 años, aunque pareciera tardía esta edad para casarse, a diferencia de otros grupos mesoamericanos. Esto explica que antes de la Conquista no había una necesidad demográfica apremiante como lo fuera después debido a las enfermedades contraídas y para el tiempo que él nos lo remite, aproximadamente 1560, nos dice que “ahora de 12 o 13 años y por eso ahora se repudian más fácilmente, como que se casan sin amor e ignorantes de la vida matrimonial y del oficio de casados” (Landa 1978:42).

    Landa menciona que “los padres tenían cuidado en buscarles con tiempo a sus hijos, mujeres de estado y condición, y si podían en el mismo lugar”. Concertaban las arras y dote y se le daban al consuegro, la suegra hacía el vestido a la nuera y al hijo. El día de la boda, que era en casa del padre de la novia, venían los invitados y el sacerdote. De ahí en adelante se quedaba el yerno en casa de la novia (Landa 1978:43).

    A este respecto Hernández menciona que “no siempre eran felices en sus amores, porque generalmente se les daba por esposos a los que elegían sus padres”. Los padres del novio la pedían y si eran aceptados presentaban una dádiva de dos pesetas, a esto se le conocía con el nombre de pochat o muhul. A partir de este momento era obligación del novio llevar diariamente a casa de sus futuros suegros un manojo de leña (Hernández 1846:295).

    El clero intervenía ejerciendo un gran control. Este poder se multiplicaba conforme la propia población indígena aceptaba tales disposiciones como normales, como parte de una cultura cuyos elementos al ser puestos en práctica perdían paulatinamente su carácter arbitrario.

    Además, los curas y frailes no sólo propiciaban esta circunstancia, sino que se valían de ella para escoger a aquéllos a quienes ya consideraban en edad matrimonial (entre los catorce y quince años) y disponían las parejas que deberían contraer nupcias, decisión que nadie objetaba y que los padres de los jóvenes legitimaban por considerarlo un hecho natural: el clero y sus representantes tomaban tal tipo de decisiones y así era, al menos así se toleraba. A este respecto Hernández nos dice:

Yo he visto a un padre provincial el año de 1814 o 1815 llegarse a este lugar y ay sea por favorecer al guardián con derechos del casamiento o por aumentar el número de obvencionarios, escoger entre los indizuelos aquellos que debían casarse y señalarles también sus mujeres entre las indias, lo cual se verificó de la manera que dispuso su reverencia sin que su padre le replicase (Hernández 1846:293).

    Por otro lado, favorecer la unión matrimonial entre los “indizuelos” presentaba connotaciones de índole económica. Aumentaba el número de pagos de derechos de casamiento y estado de matrimonio, a su vez, acrecentaba el número de obvencionarios. Además, la legitimación de la unión religiosa daba pie a la reproducción, tanto biológica como cultural, y de ahí a bautizos, nuevos sujetos para el adoctrinamiento y por supuesto “fuerza de trabajo”, y de paso se ejercía la sexualidad bajo matrimonio. Desde que la mujer se casaba, el marido era el objeto de todas sus atenciones y cuidados. Preparar y hacer la comida y todos los quehaceres de la casa era obligaciones diarias. Del maíz hacía pan, atole, pozole y pinole. La comida común era el chile y legumbres, a menos que el marido fuera cazador. Por las noches “a la lumbre de sus hogueras o a la pálida luz de la luna se ocupa la mujer de desmontar e hilar la ropa de ella y de su marido” (Hernández 1846:295).

    En las advertencias formuladas a los pueblos, resultado de las visitas hechas por el obispo, se recomendaba constantemente a los curas la actualización de los padrones de la población, anotando cada bautismo, casamiento o entierro; asimismo, el inculcar y persuadir a los feligreses y personas diezmantes:

...la estrechísima obligación en que están constituidos de pagar los diezmos pronta e íntegramente sin defraudar ni ocultar en lo más leve, haciéndoles saber las censuras impuestas contra los transgresores, los cargos de restitución a que quedan obligados y condenación eterna sino satisfacen (AHDY, Visita pastoral a Mama, 1803-1805).

    Los curas de los pueblos eran considerados por los obispos los pastores que tenían la obligación de ser “quienes velaran día y noche la vida y costumbres de los parroquianos”; sin embargo, no podemos pasar por alto que existía la enorme posibilidad de una forma de comportamiento público y otro privado y no obstante el apoyo que recibían de los “mandones” o lo que era lo mismo aquellas personas que denunciaban irregularidades; aún así, el cura de Teabo se lamentaba de “las cosas que harán en la montaña”, reconociendo su impotencia para controlar a sus parroquianos.

    Entre los mayas se observaba la prohibición del matrimonio entre personas del mismo patronímico, sin que tuviera importancia lo lejanos que fueran los lazos biológicos. El matrimonio entre primos cruzados era su pauta de unión favorita. Farriss menciona que las divergencias más frecuentes se produjeron en relación con los ámbitos del matrimonio y de la moralidad sexual. La Iglesia condenaba como bígamos, adúlteras o incestuosas muchas modalidades de unión que los mayas consideraban perfectamente lícitas. Los mayas permitían el divorcio, y su definición de consanguinidad entraba en abierta contradicción con el derecho canónico (Farriss 1992:302-303).

    Según Landa, en la tradición maya, cuando una pareja se casaba, era el hombre quien iba a casa de la mujer, de tal manera que ella no quedaba aislada, sino convivía y compartía su vida con sus hermanos, madre, abuela y quizá alguna tía. Todo el trabajo se realizaba en grupo, bajo la dirección de las mujeres mayores. Quien sufría importantes cambios era el hombre, pues según la costumbre debía trabajar para el suegro de cinc a seis años, y si no lo hacia lo sacaban de la casa (Landa 1978:43).

    El marido pagaba una especie de precio por la novia a los padres o al grupo de parentesco de la esposa, algo que a fines de la Colonia tomó la forma de un año o más de trabajo inmediatamente antes o después del matrimonio. Una vez que la novia había sido pagada, la pareja se trasladaba a la casa del padre del marido, y la esposa y su trabajo pasaban a pertenecer desde ese momento a la nueva familia. La norma sucesoria española entró en conflicto con la reciprocidad de la estructura corporativa. La norma sucesoria maya era por vía masculina y se basaba precisamente en que los hijos y sus esposas eran responsables del mantenimiento de los padres y de la producción de bienes familiares. Las reglas españolas convirtieron la herencia en bilateral, contraponiéndose al sistema maya. De acuerdo con la ley española, todos los hijos legítimos heredaban equitativamente (Farriss 1992:218-219).

    Otro signo importante es la maternidad. Mientras para la sociedad occidental la maternidad es sinónimo de desventaja, en la prehispánica se le tenía en alto aprecio, de tal suerte que si la mujer moría en el momento del parto iba a un panteón especial, donde eran igualmente honradas como los guerreros caídos (Landa, citado por Morley, 1975:20).

    En la sociedad occidental a lo femenino se le vinculó fácilmente con lo extraño, la magia, la oscuridad, las tinieblas. “El extraño misterio femenino” generó así una rápida unión a la impureza, los flujos, el parto, la sangre, la sexualidad; éstos se asociaron con la mancha y la necesidad de purificación (Suárez 1997:142).

    En occidente, el parto pertenecía esencialmente a la esfera de las mujeres. Los hombres, incluso los médicos, no podían intervenir; existía un conjunto de reglas religiosas, psicológicas, tradiciones, etc., que impedían a un hombre asistir a un parto. Incluso un médico fue ejecutado a principios del siglo XVIII en Hamburgo por haberlo hecho, prueba de que esta prohibición no era solamente en la Europa católica (Rozat 1995:167).

    Las mujeres se empeñaban en tener todos los hijos e hijas posibles y nunca se prefería un sexo a otro. El tener mucha descendencia le daba a la señora dignidad ante los ojos de los demás y aumentaba la fuerza de trabajo en la familia extensa. La futura madre no recibía cuidados especiales, ni se consideraba su estado como una situación anormal (Izquierdo, 1989:10). Tal y como lo remite Izquierdo, J. J. Hernández también nos describe que las indias sólo dejaban el trabajo en el momento del parto para luego volverse a él tan luego como tenían lista a la criatura (Hernández 1846:196).

    Landa nos menciona que era gente que deseaba muchos hijos y la que carecía de ellos, los pedía a sus ídolos con dones y oraciones “y ahora los piden a Dios”. Para sus partos ponían bajo sus camas un ídolo de la llamada Ixchel, que era “la diosa de hacer criaturas” (Landa 1978:58).

    Entre los mayas, la infecundidad no se consideraba sólo femenina, su origen era atribuido a los pecados de ambos y se resolvía con rituales específicos de purificación entre los que se incluían abstinencias sexuales, dietas de sal, autosacrificios y sacrificios de aves. Con las abstinencias y las dietas el cuerpo se limpiaba, pero para concebir era necesario introducirse en una cueva, es decir introducirse en el corazón del mundo, centro de la fecundidad (Izquierdo 1989 10-11).

    Las parteras gozaban de prestigio social, aunque sus labores muchas veces las improvisaban vecinas y comadres. La iglesia tenía empeño en que dichas mujeres que asistían los partos supieran la doctrina cristiana y la forma de bautizo para en caso de que los niños murieran no fuese sin haberles dado los sacramentos. A este respecto, entre las preguntas que el visitador hacía a los curas estaba: “que si sabían que en el pueblo habían matronas nombradas para asistir a los partos y que si éstas sabían de la doctrina y de la forma de bautizar”. A esta pregunta era muy común que se respondiera, que sí habían parteras, pero se ignoraba si sabían la forma del bautismo (AHDY Vistita pastoral a Telchac, Temax, Teabo, Tekax, Acanceh, 1803).

    En la visita realizada en 1803 a la Catedral de Mérida San Ildefonso, se levantaron cargos contra el doctor Manuel González, párroco del Sagrario, debido a que permitía a las parteras ejercer este oficio sin saber si a su ingreso fueron examinadas sobre los requisitos del bautismo, exponiendo a los infantes a morir sin los sacramentos (AHDY Visita pastoral).

    Al parecer, los intereses de los mayas y los de las autoridades religiosas no lograban coincidir en muchos aspectos, pues para los primeros las parteras tenían un lugar de alta estima, independientemente, de sus conocimientos religiosos.

    La aparente sencillez del sistema de parentesco maya, tal y como se revela en los documentos coloniales, puede que no sea más que un reflejo de la ignorancia o indiferencia de los españoles. Su interés por las reglas del parentesco, como ocurría con otros aspectos de la cultura maya, se limitaba al posible conflicto con las normas de conducta católicas romanas, en particular con el divorcio y la poligamia.

    Diego de Landa menciona que las relaciones maritales eran pocas y distantes debido a las funciones cotidianas que los mantenía separados y que con facilidad los hombres dejaban con hijos a sus mujeres, sin temor de que otro las tomase por mujeres o después volver con ellas, pero que eran celosos cuando sus mujeres no eran honestas y “en vista de que los españoles, sobre eso matan a las suyas, empiezan a matarlas”. No obstante lo anterior, Landa aclara que “aunque era común el repudiar, los ancianos y los de mejores costumbres no aprobaban este hecho y habían muchos que en toda su vida sólo habían tenido una mujer” (Landa 1978:43).

    Aunque no sabemos qué tan frecuente eran estos abandonos o si la misma propensión a juzgar la cultura extraña hacía que se aumente el hecho, podemos observar, por ejemplo, en los informes resultantes de las visitas pastorales “que en el pueblo de Peto habían veinte mujeres que estaban solas debido a que sus maridos se habían fugado del pueblo en cambio había una mujer, Josefa Dzul, que había huido de su marido Andrés Cab” (AHDY Visita pastoral. Peto y Tadsiu, 1784).

    Lo curioso de este documento es que cuando se refiere a la huida de los hombres se señala que ellos se habían “fugado del pueblo”, en cambio cuando se refieren a Josefa Dzul se dice que había “huido de su marido”. En el caso de los hombres no se aclara si huyeron por no cumplir con alguna carga de trabajo o de contribución, o si se “fugaron con otra mujer”.

    En otro documento, posterior a estas fechas, se encuentra una notificación del “grandísimo inconveniente” de que los indios anduvieran errantes por varias partes de la provincia, “no obstante el esfuerzo que los señores curas habían hecho para evitar esta situación”. El principal problema era que se llevaban consigo “mujeres de otros maridos y los hacían pasar por propias”, además de que dejaban a sus mujeres y a sus hijos expuestos al desamparo. Ante tal situación se instruyó a los señores curas a que no admitan en su parroquia feligreses de otra parroquia, “sin haber presentado documentos de sus respectivos párrocos, expresando claramente su nombre, apelativo, estado e hijos teniéndolos y la causa de su emigración” (ADHY, Documentos varios, v2 a Sr. Don José María Domínguez, 1811).

    Este problema lo habían arrastrado los religiosos durante toda la Colonia, y entrado el siglo XIX aún se seguía dando, como señala la relación de Motul:

por livianas causas las dejaban y se casaban con otras, y habían hombres que se casaban diez y doce veces... y la misma libertad tenían las mujeres para dejar a sus maridos y tomar otros (Relaciones histórico-geográficos de la Gobernación de Yucatán. 1983.VII:420).

    No obstante que habían indios que huían con otras mujeres sin ser sus esposas, no se puede generalizar que ésta fuera la principal causa de movilidad poblacional, tomando en cuenta la vida tan precaria y que cualquier inconveniente personal podía empujarlos a migrar. Por otro lado, no fueron sólo de varones, si tomamos en cuenta las listas de fugitivos en donde se ve que cambiaron varias veces de residencia con sus familias. Esta movilidad se puede comprobar en la diversidad de lugares de nacimiento y de bautismos de los distintos miembros de una misma familia (Farriss 1992:279, 349) (haciendo referencia a AGI, Escribanía de Cámara-A, Averiguación Fr. Luis de Cifuentes Sotomayor, 1669).

    En relación con la viudez, tenemos que el o la viuda podía contraer nupcias nuevamente. Landa menciona que se concertaba sin fiesta ni solemnidad y con “solo ir ellos a casa de ellas y admitirlos y darles de comer se hacía el casamiento”. Esta sencillez para casarse o en realidad para “vivir juntos” ocasionaba, según, Landa que “las mujeres se dejaban con tanta facilidad”.

    Los viudos, para casarse, debían presentar testigos ante los curas para comprobar que realmente ambos eran viudos, de lo contrario no se les casaba. Éste fue el caso de Atanasio Be, quien era viudo de Luisa Cauich y quería casarse con María, viuda de Juan de la Cruz, con la que vivía, “con aquella confianza que ofrecía el sistema de libertad individual sin recursos, como es bien sabido”, agregaba como dato el cura. Ambos tuvieron que presentar testigos para comprobar su viudez y se les pudiera casar (AHDY, Oficios y Decretos 1815-1816, v.7 Espita 1815).

    Aquel sistema de “libertad” imperante en la sociedad maya no era entendido por la lógica española, esto no significaba que para el mayas no tuviera lógica, más bien eran sistemas distintos en lucha, uno para mantenerse y el otro para imponerse. Y mientras las autoridades españolas trabajaban para hacer reglamentaciones al estilo de las Pandectas Hispano-Mexicanas para la regulación de la vida en la Nueva España, dado mucho que los mayas siquiera las hayan conocido. Cabe señalar que cuando se lee sobre el maya hay que estar concientes de que se lee la concepción desde el punto de vista del que escribe, dando como resultado la creación de un imaginario resultante del logos occidental.

    Hombres y mujeres mayas, que de un día a otro se convirtieron en “indios”, pagaron la cuenta de ser vistos desde otra concepción del mundo con sus mitos, miedos y tabúes, y que ahora somos herederos de esa cultura occidental fuertemente materializada y que en el análisis de las relaciones de género al estudiar la historia, podemos entender la génesis de esa desvalorización que se le etiquetó a la mujer y que aún en estos días está fuertemente presente en nuestra cotidianidad.

    Al leer sobre una cultura hay que intentar reconstruir el intertexto que anima y organiza su escritura. Entender las crónicas novohispanas es empezar a vislumbrar cómo funcionan y saber diferenciar cuando hablan los indios americanos, y si se trata de indios imaginarios o de indios reales (Rozat 1995:75).

    Hay que profundizar en las crónicas y estudios, en general, para comprender ese cambio que se dio a partir de la Colonia; cambio que llevó a la sobreposición e imposición cultural dando origen, paulatinamente, a una nueva formación social del género. Así podremos explicarnos de una manera más clara nuestra situación actual como mujeres.

    Alentadoramente vemos en nuestros días que cada vez más estudios intentan dar su justo lugar y reconocimiento a lo que ha sido la participación de la mujer, no sólo hablando en términos de la Colonia, sino en la historia de la humanidad, y por lo tanto nos permite ver de manera más clara y menos estigmatizante el importante papel que tuvo y tiene en el desarrollo cultural y social.

Material publicado en: Rosado, Georgina (coord). Mujer maya. Siglos tejiendo una identidad. CONACULTA, FONCA, Universidad Autónoma de Yucatán, 2001. 210 págs.
Investigadora de la Unidad de Ciencias Sociales, CIR-UADY


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