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El Derecho a la autonomía de los Máasewalo'ob

Miguel Bartolomé

 

 

En estos momentos, cuando las propuestas autonómicas constituyen una de las más definidas demandas de los distintos sectores del movimiento indio, no sólo en México sino en toda América Latina, el proceso vivido por los mayas rebeldes merece ser también analizado como una lucha autonómica. Dentro de esa perspectiva, este caso de resistencia étnica que cumple más de ciento cincuenta años, no parece tan lejano del que están protagonizando los mayas de Chiapas, en tanto respuestas a situaciones de opresión política, cultural y económica que mantienen su raigambre colonial. Por otra parte el largo y penoso camino recorrido por los mayas máasewalo'ob desde mediados desde mediados del siglo pasado, no puede ser entendido en forma aislada, ya que desde sus comienzos y a lo largo de todo su desarrollo ha mantenido estrechas vinculaciones con procesos regionales, nacionales y mundiales. Sin embargo, tampoco puede ni debe ser reducido a éstos, sino otorgarles el justo papel que desempeñaron como factores que intervienen dentro de hechos sociales totales, cuya comprensión no es posible sólo a través de uno de sus componentes.

 

Se ha cumplido en 1997 un siglo y medio del inicio de la insurrección de los mayas de Yucatán, conocida como Guerra de Castas. No se trata sólo de la conmemoración de un evento del pasado, sino del desarrollo de un proceso que aún no ha concluido; y que en uno de sus aspectos puede ser caracterizado como la expresión de la voluntad de los mayas rebeldes por recuperar su autonomía política, en el marco de las relaciones neocoloniales posteriores a la independencia mexicana.

    Existe ahora la tendencia, a la que no es ajena la moda académica, de comenzar toda reflexión social a partir de la perspectiva de la globalización; asumiendo que se trata de un fenómeno inédito de nuestros días. Pero el caso de los rebeldes mayas yucatecos permite ilustrar cómo participaron y participan factores políticos y económicos originados a miles de kilómetros de sus destinatarios. Desde hace mucho tiempo, la integración planetaria nos lleva a vivir inmersos en procesos globales, que cada vez se nos presentan como más ajenos a la intervención voluntaria de los seres humanos, aunque hayan sido originados por ellos. En este ámbito, que parece signado por una creciente separación entre los creadores y sus obras, víctimas todos de una realidad que se ha hecho exterior a nosotros mismos; la resistencia maya, que ha atravesado dos siglos, es ejemplo de la larga lucha de un pueblo por poseer y mantener una realidad codificada en sus propios términos. Esto es, recuperar no sólo una autonomía política, sino también un orden significativo específico que permita una particular comprensión y relación con la realidad, acorde con los principios constructores y reproductores de su específico sistema cultural.

 

La guerra interétnica

No voy a intentar aquí reiterar lo que muchos acuciosos investigadores han escrito y reflexionado sobre la masiva insurrección étnica que la historia conoce como Guerra de Castas 1 que estallara en 1847. Del cúmulo de sucesos que configuraron ese drama histórico, los que más me importa rescatar ahora, son aquellos que ayudan a entender la situación contemporánea de los descendientes de los rebeldes. Estimo que el proceso vivido por éstos constituye no sólo una expresión particularmente dramática de la lucha de un pueblo, sino también un dato crucial para comprender la dinámica social maya en su articulación con la sociedad envolvente. Gran parte de esa dinámica fue condicionada por las relaciones de dominación y explotación coloniales y neocoloniales, pero en ella también se hace presente la confrontación de lógicas políticas y culturales alternas y hasta el momento aparentemente irreconciliables. En ese sentido, la centenaria lucha de los máasewalo'ob mayas, iniciada contra el despojo territorial y la dominación política ejercida por el naciente Estado-nación mexicano, contribuye también a comprender las luchas y demandas indias del presente, tanto en México como en otros países latinoamericanos.

    Cuando en 1973 llegué por primera vez a Yucatán, a fundar junto con un pequeño grupo de colegas el entonces Centro Regional del INAH, mi desconocimiento del pasado y presente de la sociedad maya era apenas un poco más vasto que el actual. La avidez por informarme respecto al nuevo mundo donde transcurría mi vida y mi práctica profesional, produjo lecturas tan fascinantes como dispersas. Pero pronto cayó en mis manos una obra crucial, cuya lectura me ha acompañado casi un cuarto de siglo: me refiero a la Guerra de Castas de Yucatán del Nelson Reed. Sus páginas me introdujeron en un proceso histórico cuyas consecuencias seguían vivas en el presente, mi interés fue inevitable: los últimos capítulos los leí ya viviendo con los protagonistas de la obra, en sus antiguos pueblos del entonces Territorio de Quintana Roo.

    Cuando regresaba a Mérida e intentaba profundizar en la literatura sobre el tema, me sorprendía advertir que las heridas de la guerra aún no habían cicatrizado; algunos intelectuales locales y muchos miembros de las clases medias la caracterizaban como la época en que la “civilización” estuvo en riesgo ante los “salvajes”. Curiosamente esa misma gente se enorgullecía del pasado maya de Yucatán asumido como propio; pero mayas eran los de antes, ahora sólo había indios flojos y borrachos. Esto no se diferenciaba demasiado de similares expresiones escuchadas en otras latitudes, pero era significativo advertir esa imagen de ruptura cronológica entre los mayas de antes y los de ahora, producida quizás por la rebelión del siglo XIX y como forma ideológica de justificación de las relaciones de dominación. De manera simultánea, algunos de los intelectuales y sectores contestatarios de la sociedad local, negaban el carácter étnico de la guerra calificándola como una rebelión campesina para poder enmarcarla dentro de la lucha de clases. Aquella gente con la que yo convivía en Señor, X-Cacal o Yaxley eran entonces descendientes degenerados de los mayas o rebeldes campesinos. Sin embargo a mí me parecían mayas: hablaban maya, tenían un sistema político propio, dialogaban con antiguos dioses en las milpas y en su propia iglesia, practicaban multitud de rituales y en la memoria histórica se entrelazaban el mitificado recuerdo de Juan de la Cruz junto con el primordial linaje de los Itzá.

    No sólo entonces para las racistas clases medias, sino también para muchos colegas devotos de la antropología economicista de la época, los mayas ya no existían. Mi pertinaz ignorancia me impedía advertir que no estaba conviviendo con un pueblo sino con “un modo de producción articulado”. Al parecer no se podía aceptar que la identidad étnica es una de las dimensiones de la identidad social, que no excluye a otras identidades posibles; se puede ser campesino y maya, de la misma manera que se puede ser físico atómico y maya. Pero las ópticas economicistas pretendían reducir la identidad a su componente económico. Esto no sería quizás más que una cuestión de debate académico, si no fuera que estas perspectivas se conjugaban con el racismo local, negándole un espacio político específico a la dimensión étnica. Para tener derecho a una existencia social, los mayas debían renunciar a sí mismos como pueblo y asumirse exclusivamente como campesinos o proletarios rurales. Resultaba casi surrealista tener que demostrar con argumentos, la para mí abrumadora presencia de la cultura y de la etnicidad maya.

    No resultaba difícil entonces advertir que bajo el lenguaje político del momento subyacía la idea de que “lo maya” constituía un remanente del pasado. Tanto los darwinistas sociales como los radicales profetas de un mundo único en formación, a pesar de sus diferencias políticas, coincidían en adjudicar a lo étnico un carácter relictual y obsoleto. La polémica sobre las caracterizaciones excluyentes de la insurrección maya, no era ajena a la voluntad de entender el proceso desde una perspectiva coincidente con el proyecto político del que se formaba parte. Pareciera que aceptar la vigencia de una sociedad de castas, supondría negar la presencia de relaciones clasistas de explotación. Si el motor de la historia era la lucha de clases, la rebelión debía ser entendida en esos términos. A pesar de provenir de propuestas políticas a veces comprometidas y solidarias, similares perspectivas reduccionistas se advierten en muchos análisis de los diversos aspectos del proceso histórico. En otros casos las ópticas consideradas científicas enmascaraban un evidente racismo.2

    Veamos algunos ejemplos al respecto. Si la expansión de las plantaciones monocultoras había sido un detonante, la causalidad económica era evidente y el componente étnico subordinado: aquí se olvida que los factores económicos pueden ser determinantes , sin que los factores étnicos y culturales dejen de ser dominantes. La utilización de nativos mayas en los conflictos locales de poder previos a la guerra, suponía que se rebelaron sólo después de aprender la lógica política dominante: esto implicaría que antes carecían de conciencia política, a pesar de su evidencia representada por las numerosas rebeliones coloniales. Si recibieron apoyo de los ingleses de Belice, estaba claro que éstos fomentaron la rebelión por intereses geopolíticos: está ampliamente documentada la influencia del caribe inglés en los grupos circuncaribes tales como los miskitos de Nicaragua o los kuna de Panamá desde la colonia, pero ello no significa que dichos grupos como tampoco los mayas fueran sólo peones de estrategias geopolíticas, sino que también accedieran a las alianzas para cumplir con sus propios fines. La presencia de mestizos, como José María Barrera, supondría que los indígenas habían sido guiados por líderes externos: en esto encontramos un paralelismo entre el discurso del siglo pasado y el actual referido al subcomandante zapatista Marcos; el racismo subyacente a ambas posiciones propone que los indígenas serían incapaces de actuar por ellos mismos. Incluso el surgimiento del culto a la Cruz Parlante fue percibido en una precaria literatura como expresión de la manipulación de los nativos, incluso considerando a los componentes mesiánicos como expresión de la manipulación de los nativos, incluso considerando a los componentes mesiánicos como indicadores del carácter prepolítico del movimiento (Medina, 1986:17), siguiendo la antigua y ya ampliamente rebatida formulación de E. Hobsbawn en su obra Rebeldes Primitivos, que parte de una no explicitada concepción occidental de la acción política.3

    Ahora bien, todos estos hechos sin duda ocurrieron y todos ellos jugaron un importante papel en el inicio y desarrollo del conflicto; pero éste no puede ser reducido a uno sólo de sus componentes. Ya Marcel Mauss (1971) al enfatizar la multidimensionalidad de los eventos sociales reveladores, y reveladores en la medida que a partir de ellos podemos acceder al conocimiento de distintos aspectos de una realidad, había advertido que ningún hecho social admite este tipo de reduccionismos. Y en este caso especial el énfasis en los factores externos tiende a obscurecer la inocultable presencia de sus protagonistas principales; el pueblo maya. Al igual que en todos los procesos étnicos, la especificidad cultural de los participantes imprimió una modalidad a los eventos. Y como antropólogos no podemos renunciar a la difícil tarea de intentar ver el mundo con los ojos de otros, ya que en ello radica el siempre renovado desafío de la perspectiva antropológica.

 

La construcción de la autonomía

Una de las preguntas sin respuesta dentro de una lógica política externa a los mayas, radica en el hecho de que éstos aparentemente renunciaron a tomar la ciudad de Mérida, en momentos en que contaban con una coyuntural superioridad bélica. Se ha propuesto que tal inexplicable actitud provendría de la composición agraria de las tropas indígenas que debieron regresar a sus plantaciones. Incluso ha sido interpretado como expresión de la incapacidad campesina para asumir el poder, porque no hubieran sabido manejarlo y carecían de un proyecto político definido (Quintal Martín, 1982:43). Sin embargo, a través del desarrollo del proceso histórico se advierte que los mayas quizás no buscaban en ese momento invertir las relaciones de dominación, sino separarse del sistema neocolonial. Y eso es precisamente lo que hicieron al refugiarse en las selvas orientales, contando con el respaldo ideológico de los wito'ob , de los mayas “cimarrones” que pretendían mantenerse al margen del sistema quienes con seguridad mantenían tradiciones culturales que “refrescaron” la memoria colectiva de sus paisanos, contribuyendo a la reconfiguración etnopolítica de la nueva sociedad que construyeron.

    Es decir, que para una lógica externa los insurrectos no lograron un triunfo final contra sus antagonistas, pero dentro de su propia lógica consiguieron generar y mantener durante más de un siglo una sociedad autónoma e independiente, cuyos descendientes aún mantienen una definida presencia ideológica, cultural y, en menor medida, política en Quintana Roo. Y esto es más de lo que puede decirse de la mayoría de los movimientos sociales de nuestra época, incluyendo aquellos que lograron la toma de sus respectivos aparatos estatales. Los mayas buscaban su autonomía y eso es lo que lograron, lo que no excluye que ese modelo autonómico autogenerado estuviera sometido a toda clase de tensiones y conflictos internos y externos. Si reflexionamos sobre la Guerra de Castas, en términos de los objetivos manifestados por las acciones de sus protagonistas,4 y no a partir de una visión política orientada hacia el control del Estado, nos encontramos ante un drama histórico, algunos de cuyos resultados respondieron a las expectativas de los rebeldes participantes. Así lo exhiben las declaraciones de una comisión de dirigentes, encabezada por Venancio Pec, quienes en la reunión de 1849 con el superintendente de la entonces Honduras Británica que actuaba como mediador, asentaban que:

... ningún arreglo sería satisfactorio, siempre que no se les asegurase un gobierno independiente; que deseaban se les dejase una parte del país, tirándose una línea desde Bacalar, hacia el norte, hasta el Golfo de México, y quedar libres del pago de contribuciones al gobierno del estado... (Ancona, 1917:200).

    Cuatro años más tarde, en 1853, después de realizar uno de los tantos tratados con los rebeldes de Chichanhá, Gregorio Cantón escribía al gobernador de Yucatán informándole “... que nos causó un verdadero pesar, por habernos asegurado que los indios pretendían, como conditio sine qua non , que se dividiera el territorio yucateco...” (González, 1974:16).

    Sin necesidad de pretender recurrir a las perspectivas llamadas dialógicas (Tedlock, 1983), surgidas a partir del tardío reconocimiento de la hermenéutica por la tradición positivista de la antropología norteamericana, debemos recordar que muchos de los rebeldes mayas eran letrados. En sus cartas, manifiestos, mensajes y documentos de toda índole se hace presente un proyecto político, que aún debe ser analizado en toda su complejidad. Ello nos acercaría con mayor profundidad a esas aparentemente inasibles propuestas rebeldes. No es éste el lugar para esa ambiciosa empresa, pero no puedo evitar mencionar algunos textos especialmente significativos. Así en 1850 José María Barrera y otros seis líderes mayas escribieron al cura José Canuto Vela, mediador del entonces gobernador Barbachano, la siguiente carta (reproducida por Quintal Martín, 1992:78-79):

Sabía claramente cuál era el convenio hecho con nosotros, por eso peleamos. Que no sea pagada ninguna contribución, ya sea por el blanco, el negro o al indígena; diez pesos el casamiento para el blanco, para el negro y para el indígena. En cuanto a las deudas, las antiguas ya no serán pagadas ni por el blanco, ni por el negro, ni por el indígena; y no se tendrá que comprar el monte, donde quiera el blanco, el negro o el indígena puede hacer su milpa, nadie se lo va a prohibir

    Este esclarecedor texto se muestra francamente contradictorio con las imágenes de odio racial que suelen animar algunos discursos sobre la Guerra de Castas. Los mayas hablan aquí de una anhelada sociedad igualitarista y con libre acceso a la tierra; sociedad en la que tendría lugar tanto ellos, como los negros, los blancos y los mestizos. Y esa perspectiva se mantenía casi un siglo después, como lo atestigua una reveladora anécdota que me transmitiera uno de sus protagonistas. Cuando la reforma agraria cardenista llegó a la región de Quintana Roo controlada por los descendientes de los rebeldes, los antropólogos Alfredo Barrera Vásquez y Alfonso Villa Rojas acompañaron a los funcionarios agrarios como intérpretes. Después de que estos colegas expusieron a las autoridades nativas los objetivos y mecanismos del reparto de tierras, los líderes de los kruuso'ob deliberaron entre sí largo rato y después contestaron a los mediadores que no entendían muy bien eso de que el gobierno les otorgara sus propias tierras; pero que si ellos deseaban quedarse allí para hacer sus milpas, no habría ningún problema en adjudicarles sus parcelas de trabajo (Barrera Vásquez, 1973: comunicación personal). El acceso a la tierra seguía siendo libre, tal como lo evidencia el hecho que durante el periodo de mayor autonomía local, tanto coreanos de Belice como negros y mestizos, fueron aceptados por esta sociedad separatista pero incluyente.

 

La (re)construcción de un sujeto colectivo maya

Uno de los logros principales de los insurrectos y sus descendientes fue el de crear o recrear la presencia de un sujeto colectivo maya máasewalo'ob o kruuso'ob ; tales son las autodenominaciones que definen al grupo organizacional. 5 Una de las estrategias del colonialismo en todos los ámbitos donde ha operado, radicó en intentar desestructurar las identidades colectivas de los colonizados, y ante ello los mayas redefinieron su autoimagen. La sociedad maya yucateca previa a la invasión española no era políticamente homogénea, ya que estaba dividida en diferentes jurisdicciones estatales; los kuuchkabo'ob que se desempeñaban como Estados o formaciones socio-territoriales independientes unas de las otras, aunque podían establecer alianzas coyunturales o perdurables. Es decir que no se trataba de una sociedad políticamente uniforme, aunque a nivel cultural y lingüístico presentaba más homogeneidad que la mayoría de las culturas provenientes de la tradición civilizatoria mesoamericana. Después de las generaciones coloniales la filiación maya en el siglo pasado, al igual que en el presente, no se sustentaba en la adscripción a las desaparecidas unidades políticas, sino en la participación en un mismo código lingüístico y cultural; lo que se conjugaba con la común condición de subordinación social, dentro de un sistema interétnico tipificado por relaciones de dominación. Una confusión frecuente no sólo en la reflexión social sino también en la literatura antropológica, radica en proyectar hacia los grupos étnicos la lógica nacionalitaria decimonónica: es decir pensarlos como grupos internamente homogéneos. Pero su heterogeneidad interna no alude sólo a la estratificación social o a las diferenciaciones lingüísticas, sino también en la a la ausencia de maneras idénticas de pensarse a sí mismos. Las formas ideológicas que asumen las representaciones colectivas de la identidad, en este caso étnica, no refieren a una forma exclusiva del ser social: ser maya no era ni es una forma homogénea del ser.

    Precisamente la rebelión de 1847 incluyó una reestructuración identitaria del pueblo colonizado y la proyectó hacia el futuro. Como ocurre en la mayoría de los movimientos sociales totalizadores –y la guerra es una de las mayores totalizaciones posibles-, la misma crisis redefine los parámetros de la identidad social y hace visibles nuevas representaciones colectivas de la misma. A través de la desgarradora presencia de la violencia, la sociedad accede a una nueva conceptuación de sí misma, pautada por el incremento de las relaciones contrastivas. La distancia con respecto al otro se incrementa y se enfatiza, generándose una nueva percepción del nosotros .6 La identidad étnica se expresa entonces como etnicidad, es decir como una identidad en acción. Se privilegia la diferencia y se la asume como fundamento de la colectividad protagonista del movimiento social.

    En el caso maya esa nueva configuración identitaria se vio reforzada por la irrupción del movimiento mesiánico de la Cruz Parlante 7. A través de este culto el conjunto de los rebeldes pasó a definirse como una colectividad de elegidos: como un grupo cuya legitimidad no era sólo terrenal sino también sagrada. De esta manera, el nomos de la nueva sociedad, su orden significativo, pasó a asociarse con el orden del universo: nomos y cosmos se hicieron así co-extensos e integraron una misma globalidad, orientada por la participación en los principios clasificatorios comunes a la sociedad y al universo; aquel ordo rerum del que nos hablara Marcel Mauss. No voy a detenerme aquí en el análisis del mesianismo maya, tema que hemos abordado en otras oportunidades (Barabas, 1976, 1989; Bartolomé, 1976, 1988). Lo que deseo ahora destacar del culto a la Cruz Parlante, es que el mesianismo otorgó una legitimidad interna de los rebeldes, que les permitió estructurarse como un grupo organizacional diferenciado del ámbito etnolingüístico maya peninsular, a partir de los nuevos referentes cósmicos y sociales que les proporciona su vinculación con la sagrado. Aquella colectividad de insurrectos, unida hasta ese momento por la confrontación, se organizó así como un nuevo modelo de sociedad, basada en una compleja reelaboración y reestructuración de pautas culturales mayas e hispanas.

    Este nuevo modelo social desarrollado en las selvas de Quintana Roo, ha sido descrito por algunos cronistas, viajeros y estudiado por distintos autores (Villa Rojas, 1978; Reed, 1971; Bartolomé y Barabas, 1977; Dumond, 1977; Sullivan, 1980, 1991, entre otros). No me detendré entonces en su caracterización, bastando por ahora señalar que ha sido calificado como una teocracia-militar, dirigida por sacerdotes llamados Tatich , generales y otros funcionarios. Territorialmente se configuró como un sistema radial de comunidades nucleadas en torno al Pueblo Santo (Noj Kaj) de Chan Santa Cruz Balam Naj (Morada de lo Sagrado en cuya iglesia se conservaba la Cruz Parlante, la que era custodiada en forma rotativa por compañías-linajes militares de adscripción hereditaria que pertenecían a los distintos pueblos. Resulta difícil especular sobre la relación de este modelo con los antiguos Estados mayas, los kuuchkabo'ob , aunque la posibilidad es tentadora. 8 Quisiera destacar que constituían formaciones polisegmentarias, integradas a las comunidades funcionalmente equivalentes nucleadas en torno a un santuario. Estas localidades más o menos independientes quizás se podrían equiparar a los antiguos batabilados ; es decir a las comunidades autónomas previas a la invasión. De acuerdo a las cambiantes coyunturas políticas por las que atravesaron, la relación entre los segmentos se reestructuraba e incluso algunos se apartaron del sistema. Tal sería el caso de los llamados “pacíficos del sur”, cuyos centros fueron Icaiché y Chichanhá, quienes se mantuvieron al margen de la nueva estructura socio-política. Hacia 1920-30, cambió el mismo centro ceremonial y las “cruces hijas” fueron veneradas en X-Cacal, Chumpón y Chan Cah Veracruz. Algunas cruces surgieron en otras localidades, como Tulum, y eventualmente los conflictos internos hicieron que varios pueblos se separaran del culto centralizado, sin perder su condición de máasewalo'ob .

    A pesar de tantas descripciones lo que menos conocemos de ellos son los mecanismos internos de toma de decisiones, es decir el estilo de lógica política que organizaba la vida colectiva. Conceptos tales como “teocracia” y “militar”, nos remiten a formas sociales jerárquicas y autoritarias; sin embargo los generales podían se destituidos y el papel de los Tatich pareciera orientarse hacia el liderazgo ritual. Tal vez las asambleas comunales, al igual de las antiguas Popol Naj , Casas del Consejo, desempeñaron un papel más significativo que el que se reconoce, tal como parece señalarlo la evidencia contemporánea. Recordemos que la mayor parte de los testimonios antiguos, provienen de funcionarios o agentes externos que tuvieron que relacionarse sólo con jefes, desconociendo cuál era el nivel de mandato o aval colectivo que la sociedad les otorgaba.

    El hecho es que los rebeldes lograron que tanto el gobierno yucateco como el naciente Estado-nación mexicano, se vieran obligados a reconocer la existencia de un sujeto colectivo maya. Y ese sujeto esta configurado por una formación estatal independiente. En este ámbito propio, los mayas se dedicaron a la agricultura y al comercio con Belice, lo que complementaban con la que calificáramos como una “economía de saqueo” dirigida hacia las poblaciones fronterizas (Bartolomé y Barabas, 1977). La existencia de esta unidad política, de este sujeto colectivo maya, no había formado parte del proyecto de país elaborado por el sector criollo que se apropió del Estado y que pretendió definir a la nación a su imagen y semejanza. Este modelo decimonónico de construcción estatal-nacional, en el que se asume que Estado y nación son términos equivalentes, aunque uno refiera a un aparato político y otro a una comunidad cultural supuestamente homogénea, es el que ha sido severamente criticado en las últimas décadas por el movimiento indio organizado en toda América. Y ese es precisamente el modelo de la insurrección de los mayas máasewalo'ob cuestionó radicalmente, al igual que todas las demás rebeliones indígenas postindependentistas. Pero en el sudeste del territorio mexicano sólo los mayas de Yucatán lograron consolidar su propia alternativa social, organizativa e ideológica: la presencia de este nuevo sujeto político étnicamente definido, mantendría su vigencia a lo largo de un siglo y medio hasta el presente.

 

La expansión neocolonial

Decía que existe cierta tendencia contemporánea a asumir la globalización como una inédita experiencia planetaria; sin embargo, desde hace siglos las economías mundiales están interrelacionadas a través de mecanismos con diversos niveles de estructuración. Recordemos, tal como la apuntara Eric Wolf (1987), que “occidente” en realidad es el nombre con el cual el capitalismo desarrolló su expansión mundial. Y a partir de esa expansión los eventos de una parte del mundo pasaron a tener repercusión en otras partes. Así, por ejemplo, en 1978 el desarrollo de la engavilladora McCormick que utilizaba fibra de henequén en los Estados Unidos, supuso cuadruplicar el número de peones mayas que trabajaban en las plantaciones, lo que pasaron de alrededor de 20,000 a ser más de 80,0000 en veinte años (Bartolomé, 1988:264). Sin embargo, el incremento de la economía henequenera, aunque reclutó mano de obra maya esclava en uno de los episodios más repugnantes de la historia de América Latina, no requirió difundirse hacia las selvas orientales, donde los máasewalo'ob pudieron mantenerse relativamente al margen de este nuevo sistema neocolonial, tipificado por relaciones serviles-esclavistas.

    De todas maneras, el Estado no podía permitir la existencia de una formación estatal interna, que le disputaba la soberanía en el ámbito de su dominio territorial y en especial en una región de frontera. Así en 1901, después de medio siglo de vida independiente, los mayas máasewalo'ob son objeto de una campaña militar que concluye con la ocupación de la ciudad-santuario de Chan Santa Cruz: la que reviviendo la tradición colonial en nuestro siglo, pasó a llamarse Santa Cruz de Bravo asumiendo el nombre de su conquistador. Sin embargo, esta ocupación un tanto ritual, ya que no hubo mayor resistencia, no significó una definitiva pérdida de autonomía para los mayas, quienes lograron mantener distintos niveles de control político sobre sus comunidades. De tal manera que en 1915 cuando el representante de la Revolución Mexicana, General Salvador Alvarado, devuelve Santa Cruz a los mayas éstos la reocupan, aunque la consideran profanada y años después trasladan el Culto de la Cruz a la nueva ciudad-santuario de X-Cacal Guardia.

    He señalado el comienzo de estas líneas que la relación entre lo mundial y local es claramente identificable en la vida económica y política de Yucatán. Así, en cada situación histórica, entendida como el conjunto de actores sociales que actúan en un escenario histórico determinado, se advierten factores mundiales condicionantes. De esta manera, la inocente, aunque un tanto bovina costumbre norteamericana de mascar chicle, produce la penetración en la ya afectada formación político-territorial maya de un frente extractivo pionero, orientado hacia la explotación de la resina de chicozapote. Por la propia naturaleza de sus actividades, realizadas en áreas marginales y por compañías privadas, estos frentes extractivos poseen una cierta autonomía respecto del Estado, lo que les hace operar con una lógica productiva peculiar. Y esa lógica incluyó el manejo y la corrupción de los liderazgos locales con el aval del Estado; así el General maya Francisco May se transformó en un agente de la indirect rule de las empresas chicleras, desempeñándose como un gobernador colonial en la relación de su pueblo con el exterior (Bartolomé y Barabas, 1977). Es en esta época y durante el liderazgo de May, que comienza la derrota mercantil de los kruuso'ob , quienes habían logrado resistir las armas de sus enemigos, pero que no pudieron elaborar estrategias adaptativas eficientes para manejar la explotación chiclera y la consecuente monetarización de su economía (Villa Rojas, 1978; Honrad, 1988). Se incrementaron así el faccionalismo y el cuestionamiento de los liderazgos, a quienes acusaban de no representar a sus pueblos. Un gran grupo se separó de May y se asentó en un nuevo santuario, el Noj Kaj (Pueblo Santo) X-Cacal Guardia, al que rodearon pueblos adherentes. Muchos otros no aceptaron las imposiciones del General y dejaron de asistir a Chan Santa Cruz. A pesar de las divisiones, y de manera sólo comprensible si se toma en cuenta los lazos de solidaridad social construidos por el Culto a la Cruz Parlante, la sociedad máasewal sobrevivió a esta nueva prueba, si bien disminuyó la presencia y el papel de los líderes militares de influencia generalizada, quienes fueron subordinados a los jefes religiosos y a las asambleas comunitarias. La penetración institucional y económica hizo que algunos de los pueblos rebeldes desaparecieran como tales, es el caso de Icaiché, abandonado por su población y jefe, General Juan de la Cruz Ceh, hacia 1936, trasladándose algunos a Botes, Río Hondo, y otros al norte de Belice, después de haber permitido la instalación de la escuela federal (Domínguez, en Menéndez, 1936). Juan de la Cruz Ceh se transformó en patrono de la Virgen de Santa Clara, cargo que se hizo hereditario manteniéndose hasta el presente (Macías Zapata, 1996).

    Las relaciones con los máasewalo'ob y los representantes del Estado mexicano posrevolucionario continuaron signadas por la incomprensión cultural y el desprecio étnico, tal como se desprende de las observaciones del entonces subsecretario de Educación Pública Moisés Sáenz, quien en 1929 organizó una expedición a Quintana Roo que le provocó las siguientes reflexiones (Sáenz, 1982). No se trata de la narración de un explorador inglés del siglo pasado, sino del más distinguido propulsor de la educación posrevolucionaria:

“… los indios se pasan la vida mezquina en pequeños pueblos perdidos en la selva chata ¿creímos hallar tipos puros de la raza maya, opulento folclor, gente erguida, hostil tal vez? Encontramos grupos humanos híbridos y enclenques (aun los propios “jefes” de los pueblos – el tatich - resultaron en algunos casos mulatos o mestizos); folclor paupérrimo y fragmentario. Estos hombres son hostiles pero no agresivos; parecen niños malcriados… Niños con un enorme complejo de menor valía… La organización teocrática se desmoronó hace tiempo y la disciplina existe gracias tan sólo a lo apocado de los nativos, la lealtad íntima se ha perdido…”

    No debe sorprendernos entonces que los mayas no quisieran relacionarse con un gobierno como el que representaba Sáenz. Hacia 1934 los rebeldes tomaron contacto con los arqueólogos norteamericanos de la Smithsonian Institution que trabajaban en Chichén Itzá. De acuerdo con su ya antigua tradición epistolar dialogaron por cartas con el arqueólogo Sylvanus Morley. Una de ellas es especialmente reveladora de las perspectivas autonomistas que continuaban defendiendo los máasewalo'ob, y cuyo contenido es tan obvio que me exime de cualquier comentario (en Sullivan, 1991:73).

Señor don jefe, hay algo que te aclaro. Para sufrimiento de Dios, ya el pueblo donde aquí estamos (Santa Cruz) junto con toda la tierra nos es arrebatado por los mexicanos. Ya nos lo han arrebatado. Todo lo que ellos desean nos hacen. Nosotros que estamos aquí en el poblado queremos que nos sea entregado para todos los fines el territorio de Santa Cruz tal como hace mucho tiempo. Porque nosotros estamos acostumbrados a gobernarnos a nosotros mismos en este pueblo. Porque nosotros no queremos que vengan mexicanos a gobernarnos. Estamos acostumbrados a gobernarnos en nuestro pueblo hace mucho tiempo; y así en el presente. Por lo tanto también esto te digo, señor don jefe: no creas que todos nos hemos rendido a los mexicanos.

    La información más confiable para esta época es la que proviene de la obra de A. Villa Rojas (1978), quien comenzó a visitar la zona maya en 1931 y 1932, y residió en Tuzik entre 1935 y 1936. En su detallada etnografía aclara que los grados militares iniciales eran otorgados por elección popular y que el Consejo deliberativo y resolutivo integrado por los jefes de Compañías, en oportunidades incluía a todos los varones casados para tratar asuntos importantes. Ya en este momento la aparentemente vertical jerarquía militar había cedido lugar a mecanismos deliberativos, guiados por el consenso y el control social de la opinión pública. Hacia 1934 el maestro y etnógrafo Santiago Pacheco Cruz, señalaba que “…Cada jefe es un dictador en el orden militar, pues en lo civil no es mas que una figura decorativa y no le reconocen sus gobernados ninguna autoridad…” (en Menéndez Reyes, 1936:22). Cabe entonces preguntarse si alguna vez el poder de los generales fue tan destacado, o en realidad esta posibilidad fue enfatizada por el sistema externo –como en el caso de May– al pretender relacionarse con jefe absolutos. No es la primera vez que la búsqueda de mediadores para una indirect rule colonial distorsiona, no sólo la percepción exterior sino el funcionamiento mismo de un sistema nativo. Desde un primer momento el Estado y las compañías chicleras pretendieron relacionarse con el territorio autónomo maya, a partir de una lógica política que presuponía la existencia de jefaturas “caciquiles”. Es decir que creyeron identificar interlocutores que en realidad construyeron a su imagen y semejanza.

    Durante nuestra propia residencia en el territorio maya en 1973, el papel del General Juan Bautista Poot de Yaxley, estaba más ligado a las celebraciones litúrgicas junto con los Tatich y a presidir asambleas de las Compañías, que facultado para tomar decisiones por el resto de sus paisanos. Se desempeñaba como una persona muy respetada que contribuía a regular la vida colectiva, haciendo que ésta transcurriere por los canales preestablecidos por la sociedad, y no como alguien dotado de la capacidad de transformar o alterar dichos canales. Carecía entonces de poder en un sentido weberiano, es decir de una capacidad otorgada por su sociedad para modificar la conducta de los otros. Sin embargo el Estado intentó recurrir a él como agente en la manipulación de los máasewalo'ob. Cuando en 1975 tuvo lugar el Primer Congreso de Pátzcuaro, organizado por la Conferencia Nacional Campesina y el Instituto Nacional Indigenista (INI), el General Poot fue llevado ahí con el fin de avalar a un joven como “representante” de los mayas; se trataba de un maestro elegido por el Centro Coordinador local del INI que se había establecido en 1972. Yo asistí al encuentro. El General Poot era un hombre casi viejo, muy delgado; lo encontré fatigado y con frío, en una de las enormes carpas instaladas para alojar a las “delegaciones” indias. Como no hablaba castellano, estaba orientado y humillado, no entendía qué hacía en ese lugar; el supuesto “representante” trataba de calmarlo. A su regreso a Quintana Roo, el Estado pretendió relacionarse con él como intermediario ante su pueblo: hubo un confuso episodio con una máquina de hacer tortillas, el General fue destituido; los kruuso'ob habían aprendido a rechazar a aquellos susceptibles de ser manipulados. No sé si el episodio fue justo o injusto, personalmente yo respetaba al General, pero denotó la incomprensión política entre el gobierno y los mayas. De cualquier manera, nada obstaculizó que el “representante” (Sebastián Uc Yam) fuera ungido como presidente de un inexistente Consejo Supremo Maya, se proclamara “general de generales” y llegara a ser diputado priísta, hasta que fue destituido –en realidad desconocido– por las asambleas comunales. Hasta hace poco años este espurio Consejo Supremo existía en forma relictual y tenía entre sus tareas básicas la promoción del voto partidario (Vallarta, 1986).

    La sociedad maya máasewal contemporánea atraviesa circunstancias críticas, a las que no son ajenas las prácticas manipulatorias desarrolladas por las instituciones estatales. Así, por ejemplo, las compañías militares han perdido su papel original, limitándose ahora a actuar como asociaciones encargadas de organizar los rituales de la Cruz (Lizama, 1995). El sistema municipal se estableció en algunos pueblos a partir del 1950 y en otros a fines de 1960. La convivencia de los funcionarios municipales propios y las autoridades tradicionales está signada por superposiciones, contradicciones y ambigüedades. Inicialmente en algunos casos los jefes fueron nombrados munícipes; en otros, las autoridades externas eligieron a algún pariente de éstos para legitimarlos, pero progresivamente se ha ido configurando con un sistema político paralelo. De acuerdo a la tradición manipulatoria estatal la Liga de Comunidades Agrarias realizó en 1976 el Primer Congreso Regional Maya , pretendió transformar al sistema político nativo en una asociación peticionista. El Instituto Nacional Indigenista adjudicó un salario, casi simbólico pero igualmente comprometedor, a los jefes de la zona buscando utilizar su influencia, pero en realidad logrando que los consideren empleados suyos. En 1993 el INI fue acusado por los líderes de X-Cacal de pretender imponer un General, desconociendo el sistema político tradicional y buscando alterar el esquema de liderazgo a través de una nueva indirect rule (Segoviano, 1993:16), ya que la inadmisible ignorancia del indigenismo le hacía seguir creyendo que los generales son jefes supremos.

    Por su parte el gobierno estatal erigió un “Cuartel del Gobierno” en el Noj Kaj X-Cacal, donde supuestamente concurrirían los representantes estatales, y el gobernador asistió a una ceremonia realizada allí en 1993. El Partido Revolucionario Institucional (PRI) ha desarrollado su clientelismo político a través de rituales participativos y de hechos tales como pagar un desplegado bilingüe en el diario local donde los jefes máasewalo'ob ofrecían su respaldo al PRI para las elecciones de senadores. Quizás como expresión de los conflictos derivados de estas imposiciones estatales, en la década de los ochentas una de las Compañías se retiró del Santuario de X-Cacal. Pero a pesar de todas las tensiones derivadas de las crisis políticas, la ideología social de los antiguos kruuso'ob aún se mantiene fiel a sus orígenes mesiánicos y a su expectativa milenaria; así lo comprueban los testimonios de distintas investigaciones recientes (Sullivan, 1980, 1991; Hostettler, 1994; Lizama, 1995, 2000). Esto no excluye que las nuevas generaciones, víctimas de la escuela estatal homogeneizadora y de múltiples compulsiones económicas y políticas, hayan sido orientadas a ver al mundo de sus mayores como un estilo de vida al que deben renunciar, y de hecho muchos se han apartado de la organización propia. Sin embargo, simultáneamente la sociedad ha generado distintas estrategias adaptativas, tales como la diversificación y la intensificación de la economía doméstica, buscando mantener cierta autonomía respecto al sistema circundante (Hostettler, 1994:19). Creo legítimo proponer que en esta tendencia autonómica se manifiesta la misma ideología social milenarista que sigue intentando guiar la vida colectiva a pesar de sus actuales contradicciones. 9 Cuando convivía con los máasewalo'ob de Yaxley el General Poot me preguntó sobre la razón de mis constantes interrogatorios y le respondí que era para conocer y registrar las costumbres, ya que quizás los jóvenes podían no practicarlas y quizás un día se acabarían: el General me respondió que eso no era posible, porque el día que desaparecieran sus costumbres también se acabaría el mundo. El orden de la sociedad seguía asociado al orden del universo. En ello está la verdadera fuerza que ha permitido a la colectividad de los máasewalo'ob atravesar un siglo y medio de guerras y agresiones económicas, religiosas y políticas.

 

Una reflexión de futuro

Cabe destacar que como resultado de la Guerra de Castas, Quintana Roo es la única entidad federativa de los Estados Unidos Mexicanos que se fue configurando como resultado de la insurgencia india. Así en 1902 se crea el Territorio Federal de Quintana Roo, como respuesta a la necesidad de controlar el ámbito de los rebeldes 10 . Quintana Roo es entonces la única jurisdicción política de un Estado multiétnico, en cuyo origen se encuentra la presencia de un grupo organizacional y culturalmente diferenciado. Pero a pesar de estos antecedentes, Quintana Roo no es un Estado maya. Desde mediados del siglo XX fue abierto a la colonización como si se tratara de un ámbito vacío. A partir de la década de los setentas el desarrollo del complejo turístico de Cancún en el norte transformó la fisonomía regional en pocos años. Los máasewalo'ob fueron progresivamente arrinconados en lo que hoy se conoce como “la zona maya” del municipio de Carrillo Puerto (la antigua Chan Santa Cruz). Se pretende incluso transformarlos en un atractivo turístico más; hasta el cenote donde supuestamente apareció la Cruz Parlante es objeto de visitas guiadas. No sólo se les ha expropiado el territorio por el que tanto lucharan sino también del pasado: las ciudades construidas por sus antepasados forman parte de la Riviera Maya , un circuito turístico transnacional que ha reemplazado al antiguo País Maya. 11 Y lo más escandaloso es la falta de escándalo: el no cuestionamiento de un proceso de usurpación y marginación que implica el flagrante desconocimiento de los derechos colectivos de los máasewalo'ob mayas.

 

LOCALIDAD POBLACION MAYA HABLANTE MAYOR DE 5 AÑOS

 

1970

1995

X-Cacal Guardia

 

 

X-Cacal

213

376

Señor

939

1874

Tuzik

383

522

San Francisco Aké

163

267

Kampokolché

168

374

Chan Chen

124

15

San José 1º

125

240

J.M. Pino Suárez

175

160

Yaxley

291

470

 

 

 

Chan Cah Veracruz

 

 

Chan Cah Veracruz

192

278

Uh May

202

347

Noh Cah

73

61

Kopchen

215

306

X-Hazil

486

910

Santa Isabel

6

-

Yodzonot Poniente

227

-

 

 

 

Chumpon

 

 

Chumpón

64

332

Yodzonot Chico

53

50

Chunyaxché

7

60

Chun-on

86

141

Chan-Chen

9

-

Cocoyol

3

11

Chun-ya

50

391

Tulum

257

-

 

 

 

Totales

4846

7185

 

    Desde el punto de vista demográfico la actual sociedad de los máasewalo'ob o kruuso'ob posee una dimensión relativamente reducida pero todavía significativa. En la década de los setentas los datos censales sumados a nuestras estimaciones (Bartolomé y Barabas, 1977:55-56) señalaban una población de alrededor de 5,000 personas para los tres Centros. La información censal de 1995 demuestra un incremento, ya que sin registrar algunas localidades, asciende a 7,1875 hablantes de la lengua. Creo que la historia de sus luchas, a las cuales el Estado debe su misma existencia, justifica ampliamente que se les reconozca una jurisdicción política propia. No es creíble que la aceptación de la autonomía municipal de los kruuso'ob , amenace la integridad territorial del Estado.

    El destino de la última formación política maya independiente es incierto. Tan incierto como el mismo destino de la nueva organización autonómica maya surgida a partir de 1994 en las selvas de Chiapas como resultado del estallido insurreccional del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Si bien esos sucesos no pueden ser formalmente comparados, en ambos casos, y más allá de las lógicas y procesos políticos intervinientes, lo que entra en cuestionamiento –entre otras cosas– es el carácter uninacional del Estado mexicano. En 1992 el artículo 4º de la Constitución Nacional fue reformado reconociendo la naturaleza pluricultural del Estado; pero ese reconocimiento sería puramente retórico si la pluralidad sigue careciendo de los espacios donde reproducirse y manifestarse. Y una de las alternativas posibles, aunque quizás no la única para favorecer esa reproducción cultural radica en la configuración de autonomías étnicas, tal como lo están demandando cada vez más lo movimientos etnopolíticos, no sólo en México sino en muchos otros países de América Latina. Pero autonomías entendidas no como territorios cerrados y excluyentes, como espacios culturalmente aislados, sino como nuevas estrategias para la convivencia intercultural. La posibilidad de un sistema interétnico basado en la articulación de configuraciones étnicas autonómicas, no entra en contradicción con el desarrollo de un Estado democrático y participativo. 12 Incluso no constituye ningún riesgo para su integridad territorial ni para la soberanía: se trata básicamente de reconocer la presencia de los sujetos colectivos étnicos y descentralizar la administración, transfiriendo competencias hacia nuevas unidades territoriales y políticas internas. Las características étnicas de estas jurisdicciones socio-territoriales las harían incluso menos arbitrarias que las actuales, desarrolladas a partir de intereses de grupos económicos y políticos regionales, que rara vez representan a sus habitantes. Se trataría entonces de la construcción de alternativas viables para llevar adelante el diálogo intercultural que nuestra época reclama.

    En estos momentos, signados por el fantasma de una nueva guerra étnica, que algunos pronosticamos pero que muchos no consideraron posible, el diálogo se hace más necesario que nunca. Así lo advirtieron los mayas insurrectos de Chiapas, que constituyen el contingente masivo del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional, quienes ahora están buscando en la conciliación y el poder de la palabra una alternativa a la violencia y a la muerte. El camino de las armas que se vieron obligados a seguir los máasewalo'ob en el siglo pasado y ahora los mayas de Chiapas, representa una opción final y crítica con una secuela de sufrimiento colectivo inadmisible. Es imperativo que la dinámica de los conflictos étnicos no desemboque en confrontaciones irremediables. Pero ello requiere de una real apertura comprensiva a la situación y las demandas de los pueblos indios. El Estado debe dejar de comportarse como un aparato político cerrado, cuya lógica excluye el reconocimiento de que los derechos económicos, lingüísticos, políticos, culturales y territoriales de los grupos étnicos son previos a los del Estado nacional: el primero en el tiempo es primero en el derecho. Las sociedades nativas, los pueblos originarios, son anteriores al Estado, pero la marginación y a subordinación las ha hecho ser exteriores a éste. En el marco actual se hace muy difícil la construcción de una sociedad plural y abierta al diálogo entre culturas alternas. Incluso el monólogo hegemónico tiende a reiterarse recurriendo ahora al amparo de una supuesta globalización, cuya naturaleza occidentalizante no es cuestionada sino anhelada, ya que constituye el referente imaginario de los grupos dominantes. Dentro de este panorama, en el cual parece que la humanidad quisiera poner todos sus huevos en la misma canasta, la presencia de los pueblos originarios continúa representando una alternativa de alteridad creadora, frente a las voluntades orientadas hacia la homogeneización planetaria.

Profesor Investigador del CIESAS- Oaxaca
Este artículo apareció publicado en la Temas Antropológicos.
Revista Científica de Investigaciones Regionales.
Facultad de Ciencias Antropológicas de la UADY. Vol. 23 No. 1. Marzo de 2001.Pp. 130-159.

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